Por: Damián Fernández Pedemonte
Las muertes transforman un acontecimiento en un caso que conmociona a la opinión pública. Traslada una noticia de la sección de espectáculos a la policial, o a la de política. Eso es lo que pasó con el recital del Indio Solari y era perfectamente previsible que pasase. Esa falta de previsión y también esa codicia política o comercial no tienen disculpas. El sayo les cabe en primer lugar al intendente de la ciudad y a la productora. También, por supuesto, al propio Indio, quien sin dudas conocería los términos en los que se había cerrado el contrato entre En Vivo SA y el intendente Ezequiel Galli y que habrá conjeturado que el predio sería ampliamente sobrepasado por el pogo más grande de todos.
Algunos elementos hacían aún más peligroso este recital que los otros: Solari había querido tocar en Olavarría en 1997 y se le había denegado el permiso sobre la hora, el Parkinson que padece hacía de éste un posible recital de despedida. Se esperaba el recital más multitudinario de la historia de la música popular argentina: eso bastaba para que los medios estuvieran allí viviendo la experiencia y la contaran desde adentro. No fue así, en cambio: los medios activaron muy pronto la maquinaria de la denuncia, en voz de los periodistas o de músicos y políticos. Enseguida las críticas y las diatribas alcanzaron al Indio. Antes y con más énfasis que a los responsables políticos y privados de la organización. Incluso fueron blanco los mismos asistentes: que viajaron cientos de kilómetros sin tener cómo volver, que llevaron a sus hijos pequeños, que hicieron estragos en la quieta Olavarría. Que siguen a un líder narcisista y desquiciado, que calculadamente los convoca a una única reunión incontrolable. No importa que los muertos, los heridos y los desaparecidos pertenecieran a esa tribu. No se trata de comprender por qué unos 400 mil jóvenes se desplazan por todo el país para participar de una ceremonia cultural y social: se trata de revictimizar a las víctimas.
Los casos periodísticos son como un torrente arrollador de información, versiones, comentarios. Pasados los primeros días, conviene decir algo del propio comportamiento de los medios. Digamos, primero, que estamos en un contexto de medios híbridos, es decir, un escenario en el que conviven los medios tradicionales –diarios, TV, radio– con sus versiones digitales y las redes sociales. Paradójicamente, en el caso del recital de Olavarría, los medios comenzaron a propalar rumores y opiniones, mientras desde las redes sociales se intentaba suministrar información útil para la evacuación y para dar con el paradero de los perdidos. El colmo fue que TelAm informó que eran siete las víctimas fatales y luego, en un comunicado gremial, pidió disculpas y denunció a la entidad por no enviar ni un corresponsal a Olavarría. “No se puede hacer periodismo sin periodistas”, se dijo. Lo mismo se puede decir de otros muchos medios importantes que replicaron la información de TelAm. De modo que los corresponsales pasaron a ser los propios fans que testimoniaron lo que vieron, y que los periodistas no vieron desde las redacciones en Buenos Aires.
La opinión llegó más rápido que la información. Antes de conocerse la causa de las muertes de las víctimas, ya se vaticinaba el enjuiciamiento del Indio. Para la operatoria denunciante no falta material de archivo, como el del intendente de Olavarría jactándose en noviembre de que esperaba por lo menos 200 mil personas en el recital. Además de no haber estado en el lugar de los hechos, las frases hechas repetidas por algunos medios sobre las misas negras y la violencia ricotera mostraron a periodistas que contaron la historia desde afuera, al ritmo de los medios híbridos, metidos en el torbellino de la opinión, más apurados por denunciar que por comprender.
Lo que deja en evidencia el recital de Olavarría es la negligencia fatal del Estado en connivencia con los intereses comerciales: el mismo Estado cuya ausencia suelen sufrir los fans del Indio.
*Director de la Escuela de Posgrados en Comunicación, Universidad Austral
Foto: Martín Bonetto, ClarínFuente: Diario Perfil