Por: Mariana Enriquez
Mando un mensaje. Necesito resolver una cuestión administrativa de trabajo. Responden y resuelven más o menos rápido y la persona que me atiende agrega, antes del saludo de despedida, “ESTO parece uno de tus cuentos”.
Esto es la pandemia, claro.
Le respondo con un lacónico “gracias”, sin hacer referencia alguna a su observación sobre mis cuentos que, en efecto, son de terror. No sé qué decirle. Casi todo el tiempo no sé qué decir y constantemente me piden que diga algo. Una columna sobre cómo llevo el confinamiento. Una opinión sobre la naturaleza mutante del virus. ¿Me parecen bellas las ciudades vacías y recuperadas parcialmente por animales? Todo es contradictorio y angustiante. Un escritor, un artista, debe poder interpretar la realidad, o intentarlo al menos. Como persona que trabaja con el lenguaje debería colaborar en la discusión pública. Pensando, escribiendo, interpretando. Pero cada día que pasa, pensar en esta pandemia se convierte en una neblina pesada: no veo, estoy perdida, apenas alcanzo a distinguir mis manos si las extiendo. La escritora Carla Maliandi comenta en su Facebook que el filósofo Karl-Otto Apel, amigo de su familia, les contó, entre empanada y empanada, que “durante la segunda Guerra Mundial le tocó algo así como la colimba1 de Alemania. Su tarea era patrullar las calles dentro de un tanque de guerra mientras afuera explotaban bombas y el mundo era el infierno mismo. Nos dijo que ese fue un momento muy importante en su formación y que gracias a ese encierro pudo leer y estudiar por primera vez a Aristóteles, a Kant, a Hegel.” Ella se pregunta cómo es posible semejante concentración a propósito de una nota donde varios escritores dicen que no pueden leer, no pueden ver películas, están ansiosos e hiperalertas y pasan la mitad del tiempo en videollamadas o chequeando si los familiares y amigos necesitan algo.
¿Por qué tengo que ser intérprete de este momento? ¿Porque escribí algunos libros? Me rebelo ante esta demanda de productividad cuando sólo siento desconcierto. Poder, poder, poder, qué podemos hacer, qué podemos pensar. En una charla con una amiga le dije, sinceramente: “pienso corto”. Es verdad. No encuentro reflexiones. Encuentro: cómo (no) usar el homebanking con bancos que ofrecen sistemas hostiles, no atienden el teléfono y son implacables en la demanda del pago. Encuentro: cómo evito el miedo cada vez que mi pareja sale a comprar la comida que necesitamos. Qué hago si se enferma. Es muy poco probable que esto pase, me digo y me dicen los expertos. Todo lo que me repito no sirve de nada y tengo terror de que termine en un hospital de campaña. O que termine ahí mi madre. Desde otro medio me mandan una serie de preguntas a ver si las puedo contestar: “¿Qué miedos genera el aislamiento? ¿Qué trauma nos trae? ¿Qué va a pasar con la humanidad? ¿Cómo construimos la nueva normalidad?”
Todas las preguntas me dejan muda. Todos los traumas, todos los miedos, no sé qué va a pasar con la humanidad, cómo pensar en “humanidad”, qué significa eso, por qué tenemos que pensar en la nueva normalidad si la pandemia recién empieza, al menos en la Argentina. Todas estas palabras que escucho, todo este ruido de opiniones y datos y metáforas y recomendaciones y vivos de IG y la continuidad de las actividades en formato virtual, toda esta intensidad, ¿no es acaso pánico puro? ¿Qué agujero se intenta tapar? ¿Qué fantasía de extinción? Pienso en insectos escapando de la mano que enarbola el veneno. Esa cucaracha que corre y corre y logra esconderse detrás del lavarropas.
Me siento como si acabara de tener un accidente de auto. Veo cómo sale humo del motor, huelo a quemado, no sé si habrá una explosión o no, el cuerpo no me duele porque el golpe es muy reciente y, desde el otro lado de la ventanilla, veinte personas me preguntan: “¿Vas a comprar un auto nuevo? ¿Creés que éste se puede arreglar? ¿Podrás vivir tu vida normal si tienen que amputarte una pierna? ¿Sobrevivieron los del auto que impactaste? ¿Si quedaron con secuelas los ayudarás económicamente? ¿Pagarás el entierro si murieron? Tu hijo, que estaba en el asiento de al lado, ¿llevaba cinturón de seguridad?” Así todos los días.
A veces logro sentir algo que me excede en otro sentido, no el del desborde cotidiano. Algo sublime, profundo. Un silencio en el mundo causado por este agente que no está ni vivo ni muerto, que necesita un huésped para vivir hasta que se aburre de él o lo mata. Cierta hermandad global. Me dura poco. Tengo miedo de tener una apendicitis y que no me operen y morir porque están las camas ocupadas por pacientes con coronavirus. Tengo miedo de ser horriblemente mezquina y poco solidaria. Tengo miedo de ver por las calles del conurbano de Buenos Aires las mismas escenas que en Guayaquil, los cadáveres en las calles, la gente ahogada arrastrándose en salas de emergencias, el hombre que dejó a su madre muerta en un banco y usó un parasol para proteger el cuerpo envuelto en una tela colorida. Los ataúdes de cartón. No quiero atravesar ese horror de ninguna manera, ni como espectadora ni como testigo ni como cronista ni como víctima. A veces me levanto y creo que vivir así no vale la pena, otras me digo que todo pasa, que siempre que llovió paró, que los virus tienen ciclos, que las pandemias se terminan, que las vidas se reconstruyen. Ayer me alegraba de haber vivido intensamente, de todos los viajes, todos los conciertos, todas las drogas, todos los amantes. Como si me estuviese despidiendo del mundo. Este estado es de duelo. Pero no sé bien qué ha muerto. O si está muriendo. No lo sé. Me lo siguen preguntando, y yo no lo sé.
¿Qué leo? Nada. Empecé, porque teletrabajo desde casa, con La condesa sangrienta de Valentine Penrose y la historia de la espantosa Erzsébet Báthory me entretiene, quizá porque vivió en un mundo infinitamente más cruel y más difícil, con enfermedades detrás de cada árbol, con brujas del bosque que secuestraban niños para hacer filtros con sus corazones. ¿Qué veo? Twin Peaks, porque sumergirme en una pesadilla ajena es una especie extraña de alivio. No mucho más: el resto del tiempo me la paso al teléfono o frente a pantallas o trabajando con una lentitud asombrosa o leyendo noticias hasta enloquecer. Sé que debo leer menos noticias y que toda esta información no sirve para nada, pero da alguna ilusión de control y además no se habla de otra cosa y perdón, pero no tengo la presencia de ánimo ni la distancia ni el equilibrio como para ponerme a leer a Eurípides. Admiro a los que se sientan con La montaña mágica y a los que aprenden recetas y sobre todo a los que se aburren.
No tengo carácter.
No tengo temple.
Quizá estoy deprimida: igual la terapia en este momento es virtual y no sé si me atrevo a empezar una medicación hoy, con el consejo de no acercarse a hospitales. También: mi propia crisis emocional me parece idiota. Es idiota. Estoy en un rincón, de rodillas, esperando que esto pase, se vaya, se apague. No estoy hecha para las crisis. Trato de recordar otras. 2001-2002: un año o más cobrando la mitad del sueldo y viviendo con mi madre en una barriada peligrosa; todas las noches escuchaba disparos y, si se me hacía tarde, iba corriendo hasta la avenida a comprar cigarrillos porque los robos eran comunes pero también podía quedar en el medio de una balacera. La adolescencia con hiperinflación, 1989, crisis energética, cortes de luz programados, padres sin empleo, dormir en un sillón porque no tenía cama propia y no había dinero para comprarla ni lugar donde ponerla. Hay más, algunas personales que no tiene sentido ni quiero hacer públicas. ¿Ninguna me preparó para esto? Ninguna me preparó para esto.
Llega otro mail, otra entrevista, otro mensaje. Qué pienso de esto como escritora de terror. Cómo se resignifica el miedo. Queremos tu opinión sobre el miedo que tenemos todos.
Intento ser irónica y ensayo unos renglones: que las pandemias son del terreno de la distopía, que yo no escribo en ese subgénero, que me gusta pero no lo leí tanto (es todo cierto). Borro lo escrito. Es una tontería. Leo un artículo fabuloso del pintor y escritor Rabih Alameddine acerca de cuando se enteró del diagnóstico de VIH positivo. Vivía en San Francisco mientras en su tierra natal, el Líbano, rugía la guerra civil; decidió volver, sin embargo, porque tenía miedo y no quería morir solo. En poco tiempo estaba de vuelta en California. Empezó a jugar al fútbol. La mitad de su equipo murió. Él sigue vivo, hoy, y dice que no recuerda a cuántas personas ha visto morir. Recuerdo los días terribles del sida, yo era muy chica, recuerdo el miedo que el barrio les tenía a los posibles infectados, recuerdo a los amigos de mi madre que morían solos porque, además, eran rechazados por sus familias. Aquello fue tan cruel. La valentía de ellos. Mi vergonzosa cobardía. Pienso en las víctimas de los tsunamis, de las guerras, de los naufragios en el Mediterráneo, del narco, de la violencia institucional, de otras epidemias, del hambre. La muerte masiva y trágica y solitaria es la regla. Me doy cuenta de mi privilegio. Me da vergüenza ese privilegio, especialmente en este continente. No puedo salir de la autorreferencia y eso me abruma, porque intento evitar el yo yo mi mi. Quejarse es patético. No me quejo en voz alta. Lo intento, pero estas palabras deben ser una queja.
¿Sirve este texto? ¿Es exagerado? ¿Por qué decir: no puedo decir? Aquí habla sólo mi ansiedad. Y la sensación de inminencia. Es posible que hoy esté constituida apenas de ansiedad. Me deja muda e inmóvil en un sillón, encerrada. No en mi casa, eso no importa. Encerrada en mi cabeza.
Fuente: Revista de la Universidad
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lunes, 13 de abril de 2020
lunes, 30 de marzo de 2015
Pakapaka presenta “Tu guión”, el primer Concurso Federal de Guiones Adaptados
El Ministerio de Educación de la Nación y su canal infantil Pakapaka invitan a participar del Primer Concurso Federal de Guiones Adaptados, realizados sobre la base de cuentos infantiles de autores argentinos.
Estará vigente del 28 de marzo al 20 de mayo del 2015 y podrán participar mayores de 18 años.
El concurso estará distribuido en seis regiones diferentes: Centro Metropolitana (Provincia de Buenos Aires, Ciudad Autónoma de Buenos Aires); Centro Norte (Córdoba, Santa Fe); Noreste Argentino – NEA (Misiones, Corrientes, Chaco, Formosa, Entre Ríos); Noroeste Argentino – NOA (Salta, Jujuy, Catamarca, Tucumán, Santiago del Estero); Nuevo Cuyo (San Luis, San Juan, Mendoza, La Rioja) y Patagonia (La Pampa, Río Negro, Chubut, Neuquén, Santa Cruz, Tierra del Fuego, Antártida, Islas Malvinas y del Atlántico Sur).
Cada una de estas regiones tendrá asignadas dos obras literarias pertenecientes a las colecciones de aula y a las colecciones de bibliotecas de escuelas primarias que el Ministerio de Educación de la Nación distribuye de manera gratuita en todo el país. Cada participante podrá elegir y adaptar únicamente una de ellas.
Los ganadores (dos cuentos por región) participarán de una capacitación en guión de dos días a realizarse durante el mes de junio del 2015 en el canal Pakapaka, con todos los gastos pagos. Los guiones premiados formarán parte de una serie de animación de doce capítulos producida y emitida por la señal.
El jurado se informará una semana antes del cierre del concurso. Estará compuesto por reconocidos guionistas, productores del canal y miembros de casas productoras.
Para descargar las bases y condiciones y/o para más información, ingresar en la web de Pakapaka: pakapaka.gob.ar
Listado de cuentos por zonas
NOA
Cuento: Solo a mí me pasa. Autora: Gabriela Keselman
Cuento: Un gato como cualquiera. Autora: Graciela Montes
NEA
Cuento: Tucán aprende una palabra. Autora: Márgara Aberbach
Cuento: Juana ¿Dónde estás? Autora: Florencia Esses
Centro Metropolitana
Cuento: El árbol de Lilas. Autora: María Teresa Andruetto
Cuento: Una luna junto a la laguna. Autora: Adela Basch.
Centro Norte
Cuento: El flautista de Hamelin. Adaptación: María Laura Caruso
Cuento: Mateo y su gato rojo. Autora: Silvia Rocha.
Nuevo Cuyo
Cuento: La mejor luna. Autora: Liliana Bodoc
Cuento: Otra del fabuloso mago Kedraman. Autor: Ricardo Mariño
Región Patagónica
Cuento: La familia de la soga. Autora: Graciela Montes
Cuento: El globo azul. Autora: Julia Rossi
Estará vigente del 28 de marzo al 20 de mayo del 2015 y podrán participar mayores de 18 años.
El concurso estará distribuido en seis regiones diferentes: Centro Metropolitana (Provincia de Buenos Aires, Ciudad Autónoma de Buenos Aires); Centro Norte (Córdoba, Santa Fe); Noreste Argentino – NEA (Misiones, Corrientes, Chaco, Formosa, Entre Ríos); Noroeste Argentino – NOA (Salta, Jujuy, Catamarca, Tucumán, Santiago del Estero); Nuevo Cuyo (San Luis, San Juan, Mendoza, La Rioja) y Patagonia (La Pampa, Río Negro, Chubut, Neuquén, Santa Cruz, Tierra del Fuego, Antártida, Islas Malvinas y del Atlántico Sur).
Cada una de estas regiones tendrá asignadas dos obras literarias pertenecientes a las colecciones de aula y a las colecciones de bibliotecas de escuelas primarias que el Ministerio de Educación de la Nación distribuye de manera gratuita en todo el país. Cada participante podrá elegir y adaptar únicamente una de ellas.
Los ganadores (dos cuentos por región) participarán de una capacitación en guión de dos días a realizarse durante el mes de junio del 2015 en el canal Pakapaka, con todos los gastos pagos. Los guiones premiados formarán parte de una serie de animación de doce capítulos producida y emitida por la señal.
El jurado se informará una semana antes del cierre del concurso. Estará compuesto por reconocidos guionistas, productores del canal y miembros de casas productoras.
Para descargar las bases y condiciones y/o para más información, ingresar en la web de Pakapaka: pakapaka.gob.ar
Listado de cuentos por zonas
NOA
Cuento: Solo a mí me pasa. Autora: Gabriela Keselman
Cuento: Un gato como cualquiera. Autora: Graciela Montes
NEA
Cuento: Tucán aprende una palabra. Autora: Márgara Aberbach
Cuento: Juana ¿Dónde estás? Autora: Florencia Esses
Centro Metropolitana
Cuento: El árbol de Lilas. Autora: María Teresa Andruetto
Cuento: Una luna junto a la laguna. Autora: Adela Basch.
Centro Norte
Cuento: El flautista de Hamelin. Adaptación: María Laura Caruso
Cuento: Mateo y su gato rojo. Autora: Silvia Rocha.
Nuevo Cuyo
Cuento: La mejor luna. Autora: Liliana Bodoc
Cuento: Otra del fabuloso mago Kedraman. Autor: Ricardo Mariño
Región Patagónica
Cuento: La familia de la soga. Autora: Graciela Montes
Cuento: El globo azul. Autora: Julia Rossi
sábado, 29 de marzo de 2014
Pura ficción...
Silvia Cruz es comentarista destacada del diario. Terminó de leer la nota que decía "Murió el ladrón apaleado por vecinos en barrio Azcuenaga" y publicó lo suyo: "La gente prefirió ahorrar un paso y lo llevaron directo al cementerio, era un choro y ahora ya no lo es mas! Uno menos!!!, festejó en el diario digital.
Maxi es su hijo, tiene la misma edad del pibe que asesinaron. A esa hora estaba despidiéndose de la casa de su amigo Exequiel.
- “Vemos que hace Benja y nos encontramos más tarde?” le dijo Maxi a su amigo.
- “Dale te wasapeo”
- "Después te quedas en casa", invitó Maxi.
Maxi sacó su teléfono. Conectó los auriculares y empezó a sonar "Ese maldito momento".
Consultó el “Cuando llega” y supo que en 2 minutos pasaba el 148, mientras caminaba a la parada.
Pensó que si corría esas casi 3 cuadras lo alcanzaba. Y Corrió...
Cruzó la calle, escuchó a su alrededor gritos, ladridos y el ruido de una moto con escape libre.
“Quién hubiera imaginado que llegaría el momento, ese maldito momento de mirar para un costado”, cantaba a coro con “No Te Va Gustar” que atronaba en sus oídos. Pero él miraba hacia adelante. Su atención estaba en llegar a tomar el 148.
Escuchó un grito. Desde un auto vio como un tipo descolocado se bajaba con furia.
Pensó que era un robo. Apuró su carrera. Pero no, no era un robo. El tipo lo bajó de una patada voladora. Su humanidad dio de lleno contra el cordón. Enseguida vio como una turba pateaba todo su cuerpo. Escuchó más gritos y una mujer que pedía "matalo así no jode más!".
Una abuela desde su jardín pedía que lo dejen: “Basta…, paren, lo van a matar”, gritó sin suerte.
Al costado del cuerpo de Maxi había “charcos de sangre”.
Llegó un móvil de la policía. El cana a los gritos, empuñando su arma, logra parar esa bestialidad. A los empujones se abre paso buscando llegar al joven.
El altavoz de la radio avisa que a la vuelta una señora mayor había sufrido un robo. El ladrón huía hacia el norte en una moto, llevaba casco puesto y el bolso de la señora.
La situación se calmó. Ahora solo hay un ruido sordo, poco perceptible, confuso. Como murmullo de los auriculares se escucha “no sigo mas, no tengo resto”.
Piden la ambulancia. El móvil y sus dos ocupantes se van, no sin antes anunciar que ya llega el SIES.
Solo la abuela y su esposo quedan al lado de Maxi, que casi no respira.
Los salvajes que estaban en ese lugar, ahora están con cara descolocada y en silencio abandonan el territorio.
Llega la ambulancia. El médico ya nada puede hacer. Mira la escena, pide datos y avisa a base que se encontró con un NN sin vida.
A su lado está el matrimonio mayor y un vaso de agua que Maxi ni tocó.
A 30 cuadras de ese lugar Silvia Cruz, comentarista destacada del diario, buscaba los rebotes a su mensaje. Lo encontró y se indignó. Uno le respondió : "preparate para la ley de la selva y no te quejes mañana si terminás siendo la presa".
Maxi es su hijo, tiene la misma edad del pibe que asesinaron. A esa hora estaba despidiéndose de la casa de su amigo Exequiel.
- “Vemos que hace Benja y nos encontramos más tarde?” le dijo Maxi a su amigo.
- “Dale te wasapeo”
- "Después te quedas en casa", invitó Maxi.
Maxi sacó su teléfono. Conectó los auriculares y empezó a sonar "Ese maldito momento".
Consultó el “Cuando llega” y supo que en 2 minutos pasaba el 148, mientras caminaba a la parada.
Pensó que si corría esas casi 3 cuadras lo alcanzaba. Y Corrió...
Cruzó la calle, escuchó a su alrededor gritos, ladridos y el ruido de una moto con escape libre.
“Quién hubiera imaginado que llegaría el momento, ese maldito momento de mirar para un costado”, cantaba a coro con “No Te Va Gustar” que atronaba en sus oídos. Pero él miraba hacia adelante. Su atención estaba en llegar a tomar el 148.
Escuchó un grito. Desde un auto vio como un tipo descolocado se bajaba con furia.
Pensó que era un robo. Apuró su carrera. Pero no, no era un robo. El tipo lo bajó de una patada voladora. Su humanidad dio de lleno contra el cordón. Enseguida vio como una turba pateaba todo su cuerpo. Escuchó más gritos y una mujer que pedía "matalo así no jode más!".
Una abuela desde su jardín pedía que lo dejen: “Basta…, paren, lo van a matar”, gritó sin suerte.
Al costado del cuerpo de Maxi había “charcos de sangre”.
Llegó un móvil de la policía. El cana a los gritos, empuñando su arma, logra parar esa bestialidad. A los empujones se abre paso buscando llegar al joven.
El altavoz de la radio avisa que a la vuelta una señora mayor había sufrido un robo. El ladrón huía hacia el norte en una moto, llevaba casco puesto y el bolso de la señora.
La situación se calmó. Ahora solo hay un ruido sordo, poco perceptible, confuso. Como murmullo de los auriculares se escucha “no sigo mas, no tengo resto”.
Piden la ambulancia. El móvil y sus dos ocupantes se van, no sin antes anunciar que ya llega el SIES.
Solo la abuela y su esposo quedan al lado de Maxi, que casi no respira.
Los salvajes que estaban en ese lugar, ahora están con cara descolocada y en silencio abandonan el territorio.
Llega la ambulancia. El médico ya nada puede hacer. Mira la escena, pide datos y avisa a base que se encontró con un NN sin vida.
A su lado está el matrimonio mayor y un vaso de agua que Maxi ni tocó.
A 30 cuadras de ese lugar Silvia Cruz, comentarista destacada del diario, buscaba los rebotes a su mensaje. Lo encontró y se indignó. Uno le respondió : "preparate para la ley de la selva y no te quejes mañana si terminás siendo la presa".
jueves, 20 de diciembre de 2012
La lluvia, por Ray Bradbury
La lluvia continuaba. Era una lluvia dura, una lluvia constante, una lluvia minuciosa y opresiva. Era un chisporroteo, una catarata, un latigazo en los ojos, una résaca con los tobillos. Era una lluvia que ahogaba todas las lluvias, y hasta el recuerdo de las otras lluvias. Caía a golpes, en toneladas; entraba como hachazos en la selva y seccionaba los árboles y cortaba las hierbas y horadaba los suelos y deshacía las zarzas. Encogía las manos de los hombres hasta convertirlas en arrugadas manos de mono. Era una lluvia sólida y vidriosa, y no dejaba de caer.
- ¿Cuánto falta, teniente?
- No se. Un kilómetro, diez kilómetros, mil kilómetros.
- ¿No está seguro?
- ¿Cómo puedo estarlo?
- No me gusta esta lluvia. Si supiésemos, por lo menos, a qué distancia está la cúpula solar, me sentiría mejor.
- Faltará una hora o dos.
- ¿Lo cree usted de veras, teniente?
- ¿O miente para animarnos?
- Miento para animarlos. ¡Cállese!
Los dos hombres estaban sentados bajo la lluvia. Detrás de ellos había otros dos, empapados, cansados, derruidos, como arcilla deshecha.
El teniente abrió los ojos. Tenía una cara que alguna vez había sido morena. La lluvia la había blanqueado. La lluvia la había quitado el color de los ojos. Tenía los ojos blancos, blancos como los dientes, blancos como el pelo. El teniente era todo blanco. Hasta el uniforme se le estaba volviendo blanco, y quizá también un poco verde, a causa de los hongos.
El teniente sintió la lluvia en las mejillas.
- ¿Cuándo habrá dejado de llover en Venus? Hace muchos años quizá.
- No desvaríe - dijo otro de los hombres -. En Venus nunca deja de llover. Llueve y llueve. He vivido aquí durante diez años, y no ha habido un minuto, ni siquiera un segundo, sin estos chaparrones.
- Como si viviéramos debajo del agua - dijo el teniente, y se incorporó ajustándose las armas al cinturón -. Bueno, será mejor que sigamos. Pronto llegaremos a esa cúpula.
- O no llegaremos - dijo el cínico.
- Sólo falta una hora, más o menos.
- Ahora trata de mentirme a mí, mi teniente.
- No, me miento a mí mismo. A veces es necesario mentir. No aguantaré mucho más.
Los hombres se metieron en la selva, mirando sus brújulas de cuando en cuando. No había ningún punto de referencia, sólo lo que señalaba la brújula. Un cielo gris, y la lluvia, y la selva, y algún claro entre los árboles, y detrás de ellos, muy lejos, en alguna parte, el cohete destrozado. El cohete en el que yacían dos de sus compañeros, muertos, y chorreando lluvia.
Los hombres caminaron en fila india, sin hablarse. De pronto, llegaron a la orilla de un río, ancho, aplastado y de aguas oscuras, que corría hacia el mar Único. La lluvia cubría la superficie del río con un billón de puntos.
- Vamos, Simmons - dijo el teniente.
Hizo una seña, y Simmons sacó un paquete que bajo la acción de alguna sustancia química se infló hasta formar un bote. El teniente dirigió el corte de algunas maderas y la rápida construcción de unos remos y los
hombres se lanzaron al río, remando rápidamente, a través de las aguas tranquilas, bajo la lluvia.
El teniente sintió la lluvia fría en las mejillas, en el cuello y en los móviles brazos. El frío le llegó a los pulmones. Sintió la lluvia en las orejas, en los ojos, en las piernas.
- No dormí nada anoche - murmuró.
- ¿Quién pudo dormir? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cuántas noches sin sueño? ¡Treinta noches! ¡Treinta días! ¿Quién puede dormir mientras la lluvia le rebota a uno en el cráneo? No sé qué daría por un sombrero.
Cualquier cosa, con tal de que la lluvia dejara de golpearme. Me duele la cabeza. Continuamente.
- Lamento haber venido a la China - dijo otro.
- Nunca oí que Venus se llamase la China.
- Sí, la China. La hidroterapia china. ¿No recuerdas aquella antigua tortura? Te atan contra un muro.
Cada media hora te cae una gota en la cabeza. Te vuelves loco esperando la próxima gota. Bueno, lo mismo pasa en Venus, sólo que en gran escala. No hemos nacido para vivir en el agua. No se puede dormir, no
se puede respirar, y uno se vuelve loco al sentirse empapado. Si hubiésemos podido prever ese accidente, hubiéramos traído impermeables y sombreros. Lo peor es esta lluvia que te golpea la cabeza. Es tan pesada.
Es como un cañonazo. No sé si podré aguantarlo mucho tiempo.
- Oh, ¡si encontráramos una cúpula solar! El hombre que inventó esas cúpulas tuvo una buena idea.
Los hombres atravesaban el río, y pensaban, mientras tanto, en la cúpula solar que estaba en alguna parte, ante ellos. Una cúpula resplandeciente bajo la lluvia selvática. Una casa amarilla, redonda y brillante como el sol. Una casa de cinco metros de alto por treinta de diámetro. Calor, paz, comida caliente, y un refugio contra la lluvia. Y en el centro de la cúpula brillaba, es claro, el sol. Un globo de fuego amarillo que flotaba libremente en lo alto del edificio. Y mientras uno fumaba o leía o bebía el chocolate caliente con burbujas de crema, se podía mirar el sol.
Allí estaba, amarillo, del mismo tamaño que el sol terrestre, cálido, continuo. Dentro de esa casa. mientras pasaban ociosamente las horas, era fácil olvidarse del mundo lluvioso de Venus.
El teniente se volvió y miró a los tres hombres que remaban apretando los labios. Estaban tan blancos como setas, tan blancos como él.
Venus lo blanqueaba todo en sólo unos meses. Hasta la selva era un enorme papel blanco con unas pocas líneas un poco menos blancas: un dibujo de pesadilla. Cómo podía ser verde, si no había sol, si la lluvia caía
sin cesar en un permanente crepúsculo. La selva blanca, blanca, y las hojas del color del queso y la tierra como húmedos trozos de queso Camembert y los troncos de los árboles como tallos de setas gigantescas... todo negro y blanco. ¿Y cuándo veían el suelo? ¿No era casi siempre un arroyo, un pantano, un estanque, un lago, un río, y luego, por fin, el mar?
- Llegamos.
Los hombres saltaron a tierra, chapoteando. Desinflaron el bote e hicieron de él un paquete. Luego, de pie junto a la orilla lluviosa, trataron de fumar. Pasaron unos cinco minutos antes que, estremeciéndose, con el
encendedor invertido y protegido por las manos, pudieran aspirar unas pocas bocanadas de unos cigarrillos que se mojaban rápidamente y que una repentina ráfaga de lluvia les arrancaba de la boca.
Echaron a caminar.
- Un momento - dijo el teniente -. Creo haber visto algo ahí adelante.
- ¿La cúpula solar?
- No estoy seguro. La lluvia se cerró en seguida.
Simmons comenzó a correr.
- ¡Simmons, vuelva!
Simmons desapareció bajo la lluvia. Los otros lo siguieron.
Encontraron a Simmons en un claro de la selva. Se detuvieron y miraron a Simmons, y lo que Simmons había descubierto. El cohete.
Allí estaba, donde lo habían dejado. Habían dado, de algún modo, una vuelta completa, y se encontraban otra vez en el punto dc partida. Entre los restos del cohete yacían los dos cadáveres. Unas algas verdes les salían de las bocas. Se quedaron mirándolos, y las algas florecieron. Los pétalos se desplegaron bajo la lluvia, y las plantas, comenzaron a morir.
- ¿Cómo hemos vuelto?
- Una tormenta eléctrica, probablemente. La electricidad desarregló nuestras brújulas. Eso lo explica todo.
- Puede ser.
- ¿Qué haremos ahora?
- Empezar de nuevo.
- ¡Dios mío! ¡Estamos tan lejos como antes!
- Calma, Simmons.
- ¡Calma, calma! ¡Esta lluvia me enloquece!
- Tenemos bastante comida como para dos días, si no nos excedemos.
La lluvia bailó sobre la piel de los kombres, sobre los trajes empapados. La lluvia les corrió por las narices y las orejas, por los dedos y las rodillas. Parecían unas fuentes de piedra rodeadas de árboles. Echaban agua por todos los poros.
Y mientras estaban allí, mirando el cohete, oyeron un lejano rugido.
Y el monstruo salió de la lluvia.
El monstruo se alzaba sobre un millar de eléctricas patas azules. Caminaba rápidamente, terriblemente Cada paso era un golpe. Donde se posaba una pata, un árbol caía fulminado. El aire se llenó de bocanadas de
humo. La lluvia aplastaba las débiles humaredas. El monstruo tenía mil metros de altura y quinientos de ancho, e iba de un lado a otro como un gigante ciego. A veces durante unos instantes, no tenía ninguna pata. Y en seguida, en un segundo, mil látigos le salían del vientre, látigos azules y blancos que herían la selva.
- La tormenta eléctrica - dijo uno de los hombres -. Arruinó las brújulas. Y viene para aquí.
- Échense todos - dijo el teniente.
- ¡Corran! - gritó Simmons.
- No pierda la cabeza, Simmons. Échense. La tormenta sólo golpea los lugares elevados. Quizá salgamos ilesos. Echémonos aquí, lejos del cohete. Descargará ahí toda su fuerza y pasará sin tocarnos. ¡Cuerpo a
tierra!
Los hombres se echaron al suelo.
- ¿Viene? - se preguntaron después de un rato.
- Viene.
- ¿Está cerca?
- A unos doscientos metros.
- ¿Más cerca?
- ¡Aquí está!
El monstruo llegó y se detuvo sobre ellos. Diez relámpagos azules golpearon el cohete. La nave se estremeció como un gong y dejó escapar un eco metálico. El monstruo lanzó otros quince relámpagos que bailaron alrededor del cohete, en una ridícula pantomima, palpando la selva y el suelo barroso.
- ¡No! ¡No!
Uno de los hombres se puso de pie.
- ¡Échese, idiota! - le gritó el teniente.
- ¡No!
Los relámpagos golpearon la nave una docena de veces. El teniente volvió la cabeza sobre el brazo y vio las enceguecedoras llamaradas azules.
Vio cómo se abrían los árboles y caían en pedazos. Vio la monstruosa nube oscura que giraba como un disco negro y arrojaba otro centenar de lanzas eléctricas.
El hombre que se había puesto de pie corría ahora, como por una sala de columnas. Corría zigzagueando entre ellas, hasta que al fin doce de esas columnas se abatieron sobre él, y se oyó el sonido de una mosca que se posa sobre un alambre incandescente. El teniente había oído ese sonido en su infancia, en una granja. Y en seguida se sintió el olor de un hombre reducido a cenizas.
El teniente bajó la cabeza.
- No miren - les dijo a los otros.
Tenía miedo de que también ellos echaran a correr.
La tormenta descargó sobre los hombres una nueva serie de relámpagos, y luego se alejó. Y otra vez volvió a sentirse sólo la lluvia. El agua limpió el aire rápidamente y borró el olor de la carne chamuscada. Y
los tres sobrevivientes se sentaron a esperar a que se les calmaran los sobresaltados corazones.
Luego se acercaron al cuerpo, pensando que quizá podrían salvarle la vida. No podían creer que no fuese posible ayudarlo. Era una actitud natural. No admitieron la muerte hasta que la tocaron, pensaron en ella, y
empezaron a discutir si debían enterrar el cadáver o dejarlo allí para que la selva misma lo sepultara con las hojas que crecerían en no más de una hora.
El cuerpo del hombre era un hierro retorcido envuelto en un cuero chamuscado. Parecía un maniquí de cera, metido en un incinerador y retirado en seguida, cuando la cera comenzaba a aplastarse alrededor del
esqueleto de carbón. Sólo la dentadura era blanca. Los dientes brillaban como un raro brazalete blanco, caído a medias sobre un puño apretado y negro.
- No debió correr - dijeron todos, casi al mismo tiempo.
Y mientras miraban el cadáver, la vegetación creció rápidamente a su alrededor, ocultándolo con hiedras, enredaderas y hasta flores para el hombre muerto.
A lo lejos, la tormenta corrió sobre relámpagos azules, y desapareció.
Los hombres cruzaron un río, y un arroyo, y un torrente, y otros doce ríos, y más torrentes y arroyos. Nuevos ríos nacían continuamente ante sus ojos, y los viejos ríos alteraban su curso... Ríos del color del
mercurio, ríos del color de la plata y la leche.
Los ríos corrían hacia el mar.
El mar Unico. En Venus sólo había un continente. Una tierra de cuatro mil kilómetros de largo por mil kilómetros de ancho, y alrededor de esta isla, sobre el resto del lluvioso planeta, se extendía el mar Unico. El
mar Unico, que golpeaba levemente las costas pálidas...
- Por aquí. - El teniente señaló el sur -. Podría asegurar que allá hay dos cúpulas solares.
- ¿Ya que empezaron por qué no construyeron cien cúpulas más?
- Hay ciento veinte cúpulas, ¿no?
- Ciento veintiséis, hasta el mes pasado. Hace un año trataron de que el Congreso votara una ley para construir otras dos docenas; pero, oh, no, ya conocen la musiquita. Prefirieron que la lluvia enloqueciera a
algunos hombres.
Partieron hacia el sur.
El teniente y Simmons y el tercer hombre, Pickard, caminaron bajó la lluvia. bajo la lluvia que caía pesadamente y dulcemente, bajo la lluvia torrencial e incesante que caía a martillazos sobre la tierra y el mar y los hombres en marcha.
Simmons fue el primero en verla.
- ¡Allá está!
- ¿Qué?
- ¡La cúpula solar!
El teniente parpadeó sacándose el agua de los ojos, y alzó las manos para protegerse de las mordeduras de la lluvia.
A lo lejos, a orillas de la selva, junto al océano, se veía un resplandor amarillo. Se trataba, indudablemente, de una cúpula solar.
Los hombres se sonrieron.
- Parece que tenía razon, teniente.
- Suerte.
- Oigan, al verla me siento otra vez lleno de vida.
-¡Vamos! ¡El último en llegar es un hijo de perra!
Simmons comenzó a trotar. Los otros lo siguieron automáticamente, sin aliento, cansados, pero sin dejar de correr.
- Para mí un tazón de café - jadeó Simmons, sonriendo -. Y una hornada de pan, ¡dioses! Y luego acostarse y dejar que el sol caiga sobre uno. ¡El hombre que inventó la cúpula solar merece una medalla! Corrieron con mayor rapidez. El resplandor amarillo se hizo aún más brillante.
- ¡Pensar que tantos hombres enloquecen antes de encontrar el remedio! Y sin embargo es tan sencillo. - Las palabras de Simmons siguieron el ritmo de sus pasos -. ¡Lluvia, lluvia! Hace años. Encontr‚ un amigo. En la selva. Caminando. Bajo la lluvia. Diciendo una y otra vez:
"No sé qué hacer, para salir, de esta lluvia. No sé qué hacer, para salir, de ésta lluvia. No sé qué hacer..." Y así seguía. Sin detenerse. Pobre loco.
- ¡Ahórrese fuerzas!
Los hombres corrieron..
Todos se reían. Llegaron, riéndose, a la puerta de la cupula solar.
Simmons empujó la puerta.
- ¡Eh! - gritó -. ¡Traigan el café y los bizcochos!
Nadie respondió.
Los hombres atravesaron el umbral.
La cúpula estaba desierta y en sombras. Ningún sol sintético flotaba, con su silbido de gas, en lo alto del cielo raso azul. Ninguna comida estaba esperando. En la habitación reinaba el frío, como en una tumba. Y a través de mil agujeros, abiertos recientemente en el techo, entraba el agua, y las gotas de lluvia empapaban las gruesas alfombras y los pesados muebles modernos, y estallaban sobre las mesas de vidrio. La selva
crecía en la habitación, como un musgo, en lo alto de las bibliotecas y en los hondos divanes. La lluvia se introducía por los agujeros y caía sobre los rostros de los tres hombres.
Pickard empezó a reírse dulcemente.
- Cállese, Pickard.
- Oh, dioses, miren lo que estaba esperándonos... Nada de sol, nada de comida, nada. ¡Los venusinos! ¡Por supuesto! ¡Es obra de ellos!
Simmons asintió con un movimiento de cabeza. El agua le corrió por el pelo plateado y por las cejas blancas.
- Una vez cada tanto los venusmos salen del mar y atacan las cúpulas. Saben que si acaban con las cúpulas acabarán también con nosotros.
- ¿Pero las cúpulas no están protegidas con armas?
- Por supuesto. - Simmons se dirigió hacia un lugar un poco menos mojado que los otros -. Pero desde el último ataque han pasado cinco años.
Se descuidaron las defensas. Sorprendieron a estos hombres.
- ¿Pero dónde están los cadáveres?
- Los venusinos se los llevaron al mar. He oído decir que lo ahogan a uno con un método delicioso. Tardan cuatro horas. Realmente delicioso.
Pickard se rio.
- Apuesto a que aquí no hay comida.
El teniente frunció el ceño y señaló a Pickard con un movimiento de cabeza, mirando a Simmons. Simmons hizo un gesto y entró en un cuarto, a un lado de la sala redonda. En la cocina había mojadas rodajas de pan y trozos de carne donde crecía un vello verde.
La lluvia entraba por unos agujeros abiertos en el techo.
- Magnífico. - El teniente miró los agujeros -. Me parece que no podríamos tapar esos agujeros e instalarnos aquí.
- ¿Sin comida, señor? - gruñó Simmons -. La máquina solar está rota. Sólo nos queda buscar la próxima cúpula. ¿Está muy lejos?
- No mucho. Recuerdo que en esta región construyeron dos no muy alejadas la una de la otra. Quizá si esperásemos aquí, una dotación de la otra cúpula podría...
- Ya han estado aquí probablemcnte. Enviarán algunos hombres para reparar el lugar dentro de unos seis meses, cuando el Congreso vote el dinero. Me parece que no nos conviene esperar.
- Muy bien. Entonces nos comeremos el resto de las raciones y nos pondremos en seguida en camino.
- Si por lo menos la lluvia no me golpeara la cabeza - dijo Pickard -.
Sólo por unos minutos... Si pudiera recordar en qué consiste sentirse tranquilo. - Pickard se apretó la cabeza con ambas manos -. Recuerdo que cuando iba a la escuela un granuja que se sentaba detrás de mí me pinchaba y me pinchaba y me pinchaba cada cinco minutos, todo el día. Y así durante semanas y meses. Yo tenía siempre los brazos lastimados, con manchas negras o azules y pensaba que esos pinchazos terminarían por volverme loco. Un día, perdí la cabeza y me volví en mi asiento con una escuadra de metal que usaba en las clases de dibujo técnico, y casi lo mato a aquel bastardo. Casi le saco la cabeza. Casi le arranco un ojo. Me echaron de la clase, mientras yo gritaba: "¿Por qué no me deja tranquilo? ¿Por qué no me deja tranquilo?" - Pickard se apretaba los huesos de la cabeza con ambas manos. Cerraba los ojos -. ¿Pero qué puedo hacer ahora? ¿A quien voy a golpear, a quién le diré que se vaya, que deje de molestarme? ¡Esta lluvia maldita, como aquellos pinchazos, siempre sobre uno! ¡No se oye nada más! ¡No se siente nada más!
- Llegaremos a la otra cúpula solar a las cuatro de la tarde.
- ¿Cúpula solar? ¡Miren ésta! ¿Y si todas las cúpulas de Venus estuviesen así, eh? ¿Y si hubiese agujeros en todos los techos? ¿Y si entrara la lluvia en todas las cúpulas?
- Tenemos que correr ese riesgo.
- Estoy cansado de correr riesgos. Sólo quiero un techo y un poco de descanso. Que me dejen en paz.
- Llegaremos dentro de ocho horas, si aguanta hasta entonces.
- No se preocupen. Aguantaré muy bien –dijo Pickard y se echó a reír sin mirar a sus compañeros.
- Comamos - dijo Simmons, observándolo.
Caminaron por la costa, siempre hacia el sur. A las cuatro horas tuvieron que internarse en la selva para evitar un río de más de un kilómetro de ancho, y de aguas demasiado rápidas. Recorrieron unos ocho
kilómetros y llegaron a un sitio en que el río surgía abrúptamente de la tierra, como de una herida mortal. Volvieron al océano bajo la lluvia.
- Tengo que dormir - dijo Pickard al fin. Se derrumbó -. No he dormido en cuatro semanas. He probado, pero no puedo. Durmamos aquí.
El cielo estaba oscureciéndose. Caía la noche en Venus, una noche tan negra que todo movimiento parecía peligroso. Simmons y el teniente cayeron también de rodillas.
- Bueno - dijo el teniente -, veremos qué se puede hacer. Ya lo hemos intentado antes, pero no sé... Este clima no parece invitar al sueño.
Los hombres se tendieron en el barro, tapándose las cabezas para que el agua no les entrara por las bocas. Cerraron los ojos. El teniente se estremeció.
No podía dormir.
Algo le corría por la piel. Algo crecía sobre él, en capas. Caían unas gotas, sobre otras gotas, y todas se unían formando unos hilos de agua que le corrían por el cuerpo. Y mientras, las raíces de las plantas se le metían en la ropa. Sintió que la hiedra lo cubría con un segundo traje; sintió que los capullos de las florecitas se abrían, y que caían los pétalos. Y la lluvia seguía y seguía, golpeándole el cuerpo y la cabeza. En la noche luminosa (pues la vegetación brillaba ahora en la oscuridad) podía ver las figuras de los otros dos hombres, como troncos caídos cubiertos por un manto de hierbas y flores. La lluvia le golpeó la cara. Se cubrió la cara con las manos. La lluvia le golpeó entonces el cuello. Se volvió boca abajo, en el barro, entre las plantas de tejidos elásticos, y la lluvia le golpeó la espalda y las piernas.
El teniente se incorporó y comenzó a sacudirse el agua del cuerpo.
Mil manos lo estaban tocando, y no quería que lo tocaran. Ya no lo aguantaba más. Trastabilló y chocó contra alguien. Era Simmons, de pie bajo la lluvia. Simmons escupía, tosía y estornudaba. Y en seguida Pickard, gritando, se incorporó y echó a correr.
- ¡Un momento, Pickard!
- ¡Basta! ¡Basta! - gritaba Pickard. Disparó seis veces su arma contra el cielo de la noche. En el resplandor de la pólvora, durante un instante, con cada detonación, los hombres pudieron ver ejércitos de gotas de lluvia. como incrustadas en una vasta e inmóvil piedra de ámbar, como sorprendidas por la explosión. Quince billones de gotitas, quince billones de lágrimas, quince billones de joyas en una vitrina forrada de terciopelo blanco. Y luego, cuando la luz desapareció, las gotas que se habían detenido para ser fotografiadas, que habían suspendido su rápido descenso, cayeron sobre los hombres, como una nube de voraces insectos, fría y dolorosa.
- ¡Basta! ¡Basta!
- ¡Pickard!
Pero Pickard ya no se movía.
El teniente encendió una linterna e iluminó el rostro húmedo de Pickard. El hombre tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, y el rostro vuelto hacia arriba, de modo que el agua le golpeaba la lengua y le
estallaba en la boca, y le lastimaba y le mojaba los ojos abiertos, y le salía en burbujas de la nariz como un murmullo espumoso.
- ¡Pickard!
Pickard no contestó. Se quedó allí, sin moverse, mientras las pompas de la lluvia se rompían sobre su pelo descolorido, y los collares y las pulseras del agua se le desprendían del cuello y las muñecas.
- ¡Pickard! Nos vamos. Síganos.
La lluvia resbalaba por las orejas de Pickard.
- ¿Me oye, Pickard?
Como si estuviese gritando dentro de un pozo.
- ¡Pickard!
- Déjelo - murmuró Simmons.
- No podemos seguir sin él.
- ¿Y qué vamos a hacer? ¿Llevarlo a la rastra? - exclamó Simmons
-. Será totalmente inútil. Tanto para él como para nosotros. ¿Sabe qué hará? Se quedará ahí hasta ahogarse.
- ¿Qué?
- Debía saberlo. ¿No conoce la historia? Se quedará ahí, con la cabeza levantada, y dejará que el agua le entre por la nariz y la boca. Respirará agua.
- No.
- Así lo encontraron al general Mendt. Sentado en una roca, con la cabeza echada hacia atrás, respirando lluvia. Tenía los pulmones llenos de agua.
El teniente volvió a iluminar aquel rostro inmóvil. De la nariz de Pickard salía un sonido húmedo.
- ¡Pickard! - El teniente lo abofeteó.
- No puede sentirlo - dijo Simmons -. Unos pocos días bajo esta lluvia y uno ya no tiene ni cara ni piernas ni manos.
El teniente se miró horrorizado la mano. No la sentía.
- Pero no podemos dejarlo aquí.
- Le enseñaré qué podemos hacer.
Simmons disparó su arma. Pickard cayó en un charco.
- No se mueva, teniente - dijo Simmons -. Tengo el arma cargada. Reflexione. Pickard se hubiese quedado ahí, de pie o sentado, hasta ahogarse. Esto es más rápido.
El teniente miró parpadeando el cuerpo de Pickard.
- Pero usted lo mató.
- Sí, porque se hubiese convertido en una carga, y hubiese terminado con nosotros. ¿Le vio la cara? Estaba loco.
Pasó un rato, y al fin el teniente asintió.
- Bueno.
Los dos hombres volvieron a caminar bajo la lluvia. En la noche sombría, las linternas lanzaban unos rayos que apenas atravesaban la lluvia. Después de media hora tuvieron que detenerse devorados por el hambre, y esperar la llegada del alba. Cuando amaneció, la luz era gris, y seguía lloviendo. Los hombres se pusieron otra vez en camino.
- Hemos calculado mal - dijo Simmons.
- No. Falta una hora.
- Hable más fuerte. No puedo oírlo. - Simmons se detuvo y sonrió -.
Por Cristo - dijo, y se tocó las orejas -. Mis orejas. Ya no las tengo. Esta lluvia me pelará hasta los huesos.
- ¿No oye nada? - dijo el teniente.
- ¿Qué? - Los ojos de Simmons parecían asombrados.
- Nada. Vamos.
- Creo que esperaré aquí. Siga usted adelante.
- No puede hacer eso.
- No lo oigo. Siga usted. No puedo más. No creo que haya una cúpula por estos lados. Y si la hubiese, tendrá probablemente el techo lleno de agujeros, como la otra. Creo que voy a sentarme.
- ¡Levántese, Simmons!
- Hasta luego, teniente.
- ¡No puede abandonar ahora!
- Tengo un arma que dice que sí. Ya nada me importa. No estoy loco todavía, pero no tardaré mucho en estarlo. Y no quiero morir de ese modo. Tan pronto como usted se aleje dispararé contra mí mismo.
- ¡Simmons!
- Oiga, es cuestión de tiempo. Morir ahora o dentro de un rato.
¿Qué le parece si al llegar a la próxima cúpula se encuentra con el techo agujereado? Sería magnífico, ¿no?
El teniente esperó un momento, y al fin se fue, chapoteando bajo la lluvia. Se volvió una vez y llamó a Simmons, pero el hombre siguió allí, con el arma en la mano, esperando a que el teniente se perdiera de vista.
Simmons sacudió la cabeza y le hizo una seña como para que siguiera caminando.
El teniente no oyó ni siquiera la detonación.
Mientras caminaba masticó unas flores. No eran venenosas ni tampoco muy nutritivas. Las vomitó un minuto después. Trató de hacerse un sombrero con hojas. Pero ya lo había intentado otras veces. La lluvia le disolvió las hojas sobre la cabeza. Desprendidas de sus tallos las hojas se le pudrían rápidamente entre los dedos, transformándose en una masilla gris.
- Otros cinco minutos - se dijo a sí mismo -. Otros cinco minutos y luego me meteré en el mar y seguiré caminando. No estamos hechos para esto. Ningún terrestre ha podido ni podrá soportarlo. Los nervios, los
nervios.
Avanzó tambalendose por un mar de fango y follaje, y subió a una loma.
A lo lejos, entre los finos velos del agua, se veía una débil mancha amarilla.
La otra cúpula solar.
A través de los árboles, muy lejos, un edificio redondo y amarillo.
El teniente se quedó mirándolo, tambaleante.
Echó a correr. y volvió a caminar. Tenía miedo. ¿Y si fuese la misma cúpula? ¿Y si fuese la cúpula muerta, sin sol?
El teniente resbaló y cayó al suelo. Quédate ahí, pensó. Te has equivocado. Todo es inútil. Bebe toda el agua que quieras.
Pero se incorporó otra vez. Cruzó varios arroyos, y el resplandor amarillo se hizo más intenso, y echó a correr otra vez, quebrando con sus pisadas espejos y vidrios, y lanzando al aire, con el movimiento de los
brazos, diamantes y piedras preciosas.
Se detuvo ante la puerta amarilla donde se leía Cúpula Solar.
Extendió una mano entumecida y la tocó. Movió el pestillo y entró, tambaleándose.
Miró a su alrededor. Detrás de él, en la puerta, los torbellinos de la lluvia. Ante él, sobre una mesa baja, un tazón plateado de chocolate caliente, humeante, y una fuente llena de bizcochos. Y al lado, en otra fuente, sandwiches de pollo y rodajas de tomate y cebollas verdes. Y en una percha, en frente, una gran toalla turca, verde y gruesa, y un canasto para guardar las ropas mojadas. Y a la derecha, una cabina donde unos
cálidos rayos secaban todo, instantáneamente. Y sobre una silla, un uniforme limpio que esperaba a alguien, a él o a cualquier otro extraviado.
Y allá, más lejos, el café que humeaba en recipientes de cobre, y un fonógrafo del que nacía una música serena, y unos libros encuadernados en cuero rojo o castano. Y cerca de los libros, un sofá blando y hondo donde podía acostarse, desnudo, a absorber los rayos de ese objeto grande y brillante que dominaba la habitación.
Se llevó las manos a los ojos. Vio a otros hombres que se acercaban a él, pero no les dijo nada. Esperó, abrió los ojos y miró. El agua le caía a chorros del uniforme y formaba un charco a sus pies. Sintió que el pelo, la cara, el pecho, los brazos y las piernas se le estaban secando.
El teniente miraba el sol. El sol colgaba en el centro del cuarto, grande y amarillo, y cálido.
Era un sol silencioso, en una habitación silenciosa. La puerta estaba cerrada y la lluvia era sólo un recuerdo para su cuerpo palpitante. El sol estaba allá arriba, en el cielo azul de la habitación, cálido, caliente, amarillo, y hermoso.
El teniente se adelantó, arrancándose las ropas.
- ¿Cuánto falta, teniente?
- No se. Un kilómetro, diez kilómetros, mil kilómetros.
- ¿No está seguro?
- ¿Cómo puedo estarlo?
- No me gusta esta lluvia. Si supiésemos, por lo menos, a qué distancia está la cúpula solar, me sentiría mejor.
- Faltará una hora o dos.
- ¿Lo cree usted de veras, teniente?
- ¿O miente para animarnos?
- Miento para animarlos. ¡Cállese!
Los dos hombres estaban sentados bajo la lluvia. Detrás de ellos había otros dos, empapados, cansados, derruidos, como arcilla deshecha.
El teniente abrió los ojos. Tenía una cara que alguna vez había sido morena. La lluvia la había blanqueado. La lluvia la había quitado el color de los ojos. Tenía los ojos blancos, blancos como los dientes, blancos como el pelo. El teniente era todo blanco. Hasta el uniforme se le estaba volviendo blanco, y quizá también un poco verde, a causa de los hongos.
El teniente sintió la lluvia en las mejillas.
- ¿Cuándo habrá dejado de llover en Venus? Hace muchos años quizá.
- No desvaríe - dijo otro de los hombres -. En Venus nunca deja de llover. Llueve y llueve. He vivido aquí durante diez años, y no ha habido un minuto, ni siquiera un segundo, sin estos chaparrones.
- Como si viviéramos debajo del agua - dijo el teniente, y se incorporó ajustándose las armas al cinturón -. Bueno, será mejor que sigamos. Pronto llegaremos a esa cúpula.
- O no llegaremos - dijo el cínico.
- Sólo falta una hora, más o menos.
- Ahora trata de mentirme a mí, mi teniente.
- No, me miento a mí mismo. A veces es necesario mentir. No aguantaré mucho más.
Los hombres se metieron en la selva, mirando sus brújulas de cuando en cuando. No había ningún punto de referencia, sólo lo que señalaba la brújula. Un cielo gris, y la lluvia, y la selva, y algún claro entre los árboles, y detrás de ellos, muy lejos, en alguna parte, el cohete destrozado. El cohete en el que yacían dos de sus compañeros, muertos, y chorreando lluvia.
Los hombres caminaron en fila india, sin hablarse. De pronto, llegaron a la orilla de un río, ancho, aplastado y de aguas oscuras, que corría hacia el mar Único. La lluvia cubría la superficie del río con un billón de puntos.
- Vamos, Simmons - dijo el teniente.
Hizo una seña, y Simmons sacó un paquete que bajo la acción de alguna sustancia química se infló hasta formar un bote. El teniente dirigió el corte de algunas maderas y la rápida construcción de unos remos y los
hombres se lanzaron al río, remando rápidamente, a través de las aguas tranquilas, bajo la lluvia.
El teniente sintió la lluvia fría en las mejillas, en el cuello y en los móviles brazos. El frío le llegó a los pulmones. Sintió la lluvia en las orejas, en los ojos, en las piernas.
- No dormí nada anoche - murmuró.
- ¿Quién pudo dormir? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cuántas noches sin sueño? ¡Treinta noches! ¡Treinta días! ¿Quién puede dormir mientras la lluvia le rebota a uno en el cráneo? No sé qué daría por un sombrero.
Cualquier cosa, con tal de que la lluvia dejara de golpearme. Me duele la cabeza. Continuamente.
- Lamento haber venido a la China - dijo otro.
- Nunca oí que Venus se llamase la China.
- Sí, la China. La hidroterapia china. ¿No recuerdas aquella antigua tortura? Te atan contra un muro.
Cada media hora te cae una gota en la cabeza. Te vuelves loco esperando la próxima gota. Bueno, lo mismo pasa en Venus, sólo que en gran escala. No hemos nacido para vivir en el agua. No se puede dormir, no
se puede respirar, y uno se vuelve loco al sentirse empapado. Si hubiésemos podido prever ese accidente, hubiéramos traído impermeables y sombreros. Lo peor es esta lluvia que te golpea la cabeza. Es tan pesada.
Es como un cañonazo. No sé si podré aguantarlo mucho tiempo.
- Oh, ¡si encontráramos una cúpula solar! El hombre que inventó esas cúpulas tuvo una buena idea.
Los hombres atravesaban el río, y pensaban, mientras tanto, en la cúpula solar que estaba en alguna parte, ante ellos. Una cúpula resplandeciente bajo la lluvia selvática. Una casa amarilla, redonda y brillante como el sol. Una casa de cinco metros de alto por treinta de diámetro. Calor, paz, comida caliente, y un refugio contra la lluvia. Y en el centro de la cúpula brillaba, es claro, el sol. Un globo de fuego amarillo que flotaba libremente en lo alto del edificio. Y mientras uno fumaba o leía o bebía el chocolate caliente con burbujas de crema, se podía mirar el sol.
Allí estaba, amarillo, del mismo tamaño que el sol terrestre, cálido, continuo. Dentro de esa casa. mientras pasaban ociosamente las horas, era fácil olvidarse del mundo lluvioso de Venus.
El teniente se volvió y miró a los tres hombres que remaban apretando los labios. Estaban tan blancos como setas, tan blancos como él.
Venus lo blanqueaba todo en sólo unos meses. Hasta la selva era un enorme papel blanco con unas pocas líneas un poco menos blancas: un dibujo de pesadilla. Cómo podía ser verde, si no había sol, si la lluvia caía
sin cesar en un permanente crepúsculo. La selva blanca, blanca, y las hojas del color del queso y la tierra como húmedos trozos de queso Camembert y los troncos de los árboles como tallos de setas gigantescas... todo negro y blanco. ¿Y cuándo veían el suelo? ¿No era casi siempre un arroyo, un pantano, un estanque, un lago, un río, y luego, por fin, el mar?
- Llegamos.
Los hombres saltaron a tierra, chapoteando. Desinflaron el bote e hicieron de él un paquete. Luego, de pie junto a la orilla lluviosa, trataron de fumar. Pasaron unos cinco minutos antes que, estremeciéndose, con el
encendedor invertido y protegido por las manos, pudieran aspirar unas pocas bocanadas de unos cigarrillos que se mojaban rápidamente y que una repentina ráfaga de lluvia les arrancaba de la boca.
Echaron a caminar.
- Un momento - dijo el teniente -. Creo haber visto algo ahí adelante.
- ¿La cúpula solar?
- No estoy seguro. La lluvia se cerró en seguida.
Simmons comenzó a correr.
- ¡Simmons, vuelva!
Simmons desapareció bajo la lluvia. Los otros lo siguieron.
Encontraron a Simmons en un claro de la selva. Se detuvieron y miraron a Simmons, y lo que Simmons había descubierto. El cohete.
Allí estaba, donde lo habían dejado. Habían dado, de algún modo, una vuelta completa, y se encontraban otra vez en el punto dc partida. Entre los restos del cohete yacían los dos cadáveres. Unas algas verdes les salían de las bocas. Se quedaron mirándolos, y las algas florecieron. Los pétalos se desplegaron bajo la lluvia, y las plantas, comenzaron a morir.
- ¿Cómo hemos vuelto?
- Una tormenta eléctrica, probablemente. La electricidad desarregló nuestras brújulas. Eso lo explica todo.
- Puede ser.
- ¿Qué haremos ahora?
- Empezar de nuevo.
- ¡Dios mío! ¡Estamos tan lejos como antes!
- Calma, Simmons.
- ¡Calma, calma! ¡Esta lluvia me enloquece!
- Tenemos bastante comida como para dos días, si no nos excedemos.
La lluvia bailó sobre la piel de los kombres, sobre los trajes empapados. La lluvia les corrió por las narices y las orejas, por los dedos y las rodillas. Parecían unas fuentes de piedra rodeadas de árboles. Echaban agua por todos los poros.
Y mientras estaban allí, mirando el cohete, oyeron un lejano rugido.
Y el monstruo salió de la lluvia.
El monstruo se alzaba sobre un millar de eléctricas patas azules. Caminaba rápidamente, terriblemente Cada paso era un golpe. Donde se posaba una pata, un árbol caía fulminado. El aire se llenó de bocanadas de
humo. La lluvia aplastaba las débiles humaredas. El monstruo tenía mil metros de altura y quinientos de ancho, e iba de un lado a otro como un gigante ciego. A veces durante unos instantes, no tenía ninguna pata. Y en seguida, en un segundo, mil látigos le salían del vientre, látigos azules y blancos que herían la selva.
- La tormenta eléctrica - dijo uno de los hombres -. Arruinó las brújulas. Y viene para aquí.
- Échense todos - dijo el teniente.
- ¡Corran! - gritó Simmons.
- No pierda la cabeza, Simmons. Échense. La tormenta sólo golpea los lugares elevados. Quizá salgamos ilesos. Echémonos aquí, lejos del cohete. Descargará ahí toda su fuerza y pasará sin tocarnos. ¡Cuerpo a
tierra!
Los hombres se echaron al suelo.
- ¿Viene? - se preguntaron después de un rato.
- Viene.
- ¿Está cerca?
- A unos doscientos metros.
- ¿Más cerca?
- ¡Aquí está!
El monstruo llegó y se detuvo sobre ellos. Diez relámpagos azules golpearon el cohete. La nave se estremeció como un gong y dejó escapar un eco metálico. El monstruo lanzó otros quince relámpagos que bailaron alrededor del cohete, en una ridícula pantomima, palpando la selva y el suelo barroso.
- ¡No! ¡No!
Uno de los hombres se puso de pie.
- ¡Échese, idiota! - le gritó el teniente.
- ¡No!
Los relámpagos golpearon la nave una docena de veces. El teniente volvió la cabeza sobre el brazo y vio las enceguecedoras llamaradas azules.
Vio cómo se abrían los árboles y caían en pedazos. Vio la monstruosa nube oscura que giraba como un disco negro y arrojaba otro centenar de lanzas eléctricas.
El hombre que se había puesto de pie corría ahora, como por una sala de columnas. Corría zigzagueando entre ellas, hasta que al fin doce de esas columnas se abatieron sobre él, y se oyó el sonido de una mosca que se posa sobre un alambre incandescente. El teniente había oído ese sonido en su infancia, en una granja. Y en seguida se sintió el olor de un hombre reducido a cenizas.
El teniente bajó la cabeza.
- No miren - les dijo a los otros.
Tenía miedo de que también ellos echaran a correr.
La tormenta descargó sobre los hombres una nueva serie de relámpagos, y luego se alejó. Y otra vez volvió a sentirse sólo la lluvia. El agua limpió el aire rápidamente y borró el olor de la carne chamuscada. Y
los tres sobrevivientes se sentaron a esperar a que se les calmaran los sobresaltados corazones.
Luego se acercaron al cuerpo, pensando que quizá podrían salvarle la vida. No podían creer que no fuese posible ayudarlo. Era una actitud natural. No admitieron la muerte hasta que la tocaron, pensaron en ella, y
empezaron a discutir si debían enterrar el cadáver o dejarlo allí para que la selva misma lo sepultara con las hojas que crecerían en no más de una hora.
El cuerpo del hombre era un hierro retorcido envuelto en un cuero chamuscado. Parecía un maniquí de cera, metido en un incinerador y retirado en seguida, cuando la cera comenzaba a aplastarse alrededor del
esqueleto de carbón. Sólo la dentadura era blanca. Los dientes brillaban como un raro brazalete blanco, caído a medias sobre un puño apretado y negro.
- No debió correr - dijeron todos, casi al mismo tiempo.
Y mientras miraban el cadáver, la vegetación creció rápidamente a su alrededor, ocultándolo con hiedras, enredaderas y hasta flores para el hombre muerto.
A lo lejos, la tormenta corrió sobre relámpagos azules, y desapareció.
Los hombres cruzaron un río, y un arroyo, y un torrente, y otros doce ríos, y más torrentes y arroyos. Nuevos ríos nacían continuamente ante sus ojos, y los viejos ríos alteraban su curso... Ríos del color del
mercurio, ríos del color de la plata y la leche.
Los ríos corrían hacia el mar.
El mar Unico. En Venus sólo había un continente. Una tierra de cuatro mil kilómetros de largo por mil kilómetros de ancho, y alrededor de esta isla, sobre el resto del lluvioso planeta, se extendía el mar Unico. El
mar Unico, que golpeaba levemente las costas pálidas...
- Por aquí. - El teniente señaló el sur -. Podría asegurar que allá hay dos cúpulas solares.
- ¿Ya que empezaron por qué no construyeron cien cúpulas más?
- Hay ciento veinte cúpulas, ¿no?
- Ciento veintiséis, hasta el mes pasado. Hace un año trataron de que el Congreso votara una ley para construir otras dos docenas; pero, oh, no, ya conocen la musiquita. Prefirieron que la lluvia enloqueciera a
algunos hombres.
Partieron hacia el sur.
El teniente y Simmons y el tercer hombre, Pickard, caminaron bajó la lluvia. bajo la lluvia que caía pesadamente y dulcemente, bajo la lluvia torrencial e incesante que caía a martillazos sobre la tierra y el mar y los hombres en marcha.
Simmons fue el primero en verla.
- ¡Allá está!
- ¿Qué?
- ¡La cúpula solar!
El teniente parpadeó sacándose el agua de los ojos, y alzó las manos para protegerse de las mordeduras de la lluvia.
A lo lejos, a orillas de la selva, junto al océano, se veía un resplandor amarillo. Se trataba, indudablemente, de una cúpula solar.
Los hombres se sonrieron.
- Parece que tenía razon, teniente.
- Suerte.
- Oigan, al verla me siento otra vez lleno de vida.
-¡Vamos! ¡El último en llegar es un hijo de perra!
Simmons comenzó a trotar. Los otros lo siguieron automáticamente, sin aliento, cansados, pero sin dejar de correr.
- Para mí un tazón de café - jadeó Simmons, sonriendo -. Y una hornada de pan, ¡dioses! Y luego acostarse y dejar que el sol caiga sobre uno. ¡El hombre que inventó la cúpula solar merece una medalla! Corrieron con mayor rapidez. El resplandor amarillo se hizo aún más brillante.
- ¡Pensar que tantos hombres enloquecen antes de encontrar el remedio! Y sin embargo es tan sencillo. - Las palabras de Simmons siguieron el ritmo de sus pasos -. ¡Lluvia, lluvia! Hace años. Encontr‚ un amigo. En la selva. Caminando. Bajo la lluvia. Diciendo una y otra vez:
"No sé qué hacer, para salir, de esta lluvia. No sé qué hacer, para salir, de ésta lluvia. No sé qué hacer..." Y así seguía. Sin detenerse. Pobre loco.
- ¡Ahórrese fuerzas!
Los hombres corrieron..
Todos se reían. Llegaron, riéndose, a la puerta de la cupula solar.
Simmons empujó la puerta.
- ¡Eh! - gritó -. ¡Traigan el café y los bizcochos!
Nadie respondió.
Los hombres atravesaron el umbral.
La cúpula estaba desierta y en sombras. Ningún sol sintético flotaba, con su silbido de gas, en lo alto del cielo raso azul. Ninguna comida estaba esperando. En la habitación reinaba el frío, como en una tumba. Y a través de mil agujeros, abiertos recientemente en el techo, entraba el agua, y las gotas de lluvia empapaban las gruesas alfombras y los pesados muebles modernos, y estallaban sobre las mesas de vidrio. La selva
crecía en la habitación, como un musgo, en lo alto de las bibliotecas y en los hondos divanes. La lluvia se introducía por los agujeros y caía sobre los rostros de los tres hombres.
Pickard empezó a reírse dulcemente.
- Cállese, Pickard.
- Oh, dioses, miren lo que estaba esperándonos... Nada de sol, nada de comida, nada. ¡Los venusinos! ¡Por supuesto! ¡Es obra de ellos!
Simmons asintió con un movimiento de cabeza. El agua le corrió por el pelo plateado y por las cejas blancas.
- Una vez cada tanto los venusmos salen del mar y atacan las cúpulas. Saben que si acaban con las cúpulas acabarán también con nosotros.
- ¿Pero las cúpulas no están protegidas con armas?
- Por supuesto. - Simmons se dirigió hacia un lugar un poco menos mojado que los otros -. Pero desde el último ataque han pasado cinco años.
Se descuidaron las defensas. Sorprendieron a estos hombres.
- ¿Pero dónde están los cadáveres?
- Los venusinos se los llevaron al mar. He oído decir que lo ahogan a uno con un método delicioso. Tardan cuatro horas. Realmente delicioso.
Pickard se rio.
- Apuesto a que aquí no hay comida.
El teniente frunció el ceño y señaló a Pickard con un movimiento de cabeza, mirando a Simmons. Simmons hizo un gesto y entró en un cuarto, a un lado de la sala redonda. En la cocina había mojadas rodajas de pan y trozos de carne donde crecía un vello verde.
La lluvia entraba por unos agujeros abiertos en el techo.
- Magnífico. - El teniente miró los agujeros -. Me parece que no podríamos tapar esos agujeros e instalarnos aquí.
- ¿Sin comida, señor? - gruñó Simmons -. La máquina solar está rota. Sólo nos queda buscar la próxima cúpula. ¿Está muy lejos?
- No mucho. Recuerdo que en esta región construyeron dos no muy alejadas la una de la otra. Quizá si esperásemos aquí, una dotación de la otra cúpula podría...
- Ya han estado aquí probablemcnte. Enviarán algunos hombres para reparar el lugar dentro de unos seis meses, cuando el Congreso vote el dinero. Me parece que no nos conviene esperar.
- Muy bien. Entonces nos comeremos el resto de las raciones y nos pondremos en seguida en camino.
- Si por lo menos la lluvia no me golpeara la cabeza - dijo Pickard -.
Sólo por unos minutos... Si pudiera recordar en qué consiste sentirse tranquilo. - Pickard se apretó la cabeza con ambas manos -. Recuerdo que cuando iba a la escuela un granuja que se sentaba detrás de mí me pinchaba y me pinchaba y me pinchaba cada cinco minutos, todo el día. Y así durante semanas y meses. Yo tenía siempre los brazos lastimados, con manchas negras o azules y pensaba que esos pinchazos terminarían por volverme loco. Un día, perdí la cabeza y me volví en mi asiento con una escuadra de metal que usaba en las clases de dibujo técnico, y casi lo mato a aquel bastardo. Casi le saco la cabeza. Casi le arranco un ojo. Me echaron de la clase, mientras yo gritaba: "¿Por qué no me deja tranquilo? ¿Por qué no me deja tranquilo?" - Pickard se apretaba los huesos de la cabeza con ambas manos. Cerraba los ojos -. ¿Pero qué puedo hacer ahora? ¿A quien voy a golpear, a quién le diré que se vaya, que deje de molestarme? ¡Esta lluvia maldita, como aquellos pinchazos, siempre sobre uno! ¡No se oye nada más! ¡No se siente nada más!
- Llegaremos a la otra cúpula solar a las cuatro de la tarde.
- ¿Cúpula solar? ¡Miren ésta! ¿Y si todas las cúpulas de Venus estuviesen así, eh? ¿Y si hubiese agujeros en todos los techos? ¿Y si entrara la lluvia en todas las cúpulas?
- Tenemos que correr ese riesgo.
- Estoy cansado de correr riesgos. Sólo quiero un techo y un poco de descanso. Que me dejen en paz.
- Llegaremos dentro de ocho horas, si aguanta hasta entonces.
- No se preocupen. Aguantaré muy bien –dijo Pickard y se echó a reír sin mirar a sus compañeros.
- Comamos - dijo Simmons, observándolo.
Caminaron por la costa, siempre hacia el sur. A las cuatro horas tuvieron que internarse en la selva para evitar un río de más de un kilómetro de ancho, y de aguas demasiado rápidas. Recorrieron unos ocho
kilómetros y llegaron a un sitio en que el río surgía abrúptamente de la tierra, como de una herida mortal. Volvieron al océano bajo la lluvia.
- Tengo que dormir - dijo Pickard al fin. Se derrumbó -. No he dormido en cuatro semanas. He probado, pero no puedo. Durmamos aquí.
El cielo estaba oscureciéndose. Caía la noche en Venus, una noche tan negra que todo movimiento parecía peligroso. Simmons y el teniente cayeron también de rodillas.
- Bueno - dijo el teniente -, veremos qué se puede hacer. Ya lo hemos intentado antes, pero no sé... Este clima no parece invitar al sueño.
Los hombres se tendieron en el barro, tapándose las cabezas para que el agua no les entrara por las bocas. Cerraron los ojos. El teniente se estremeció.
No podía dormir.
Algo le corría por la piel. Algo crecía sobre él, en capas. Caían unas gotas, sobre otras gotas, y todas se unían formando unos hilos de agua que le corrían por el cuerpo. Y mientras, las raíces de las plantas se le metían en la ropa. Sintió que la hiedra lo cubría con un segundo traje; sintió que los capullos de las florecitas se abrían, y que caían los pétalos. Y la lluvia seguía y seguía, golpeándole el cuerpo y la cabeza. En la noche luminosa (pues la vegetación brillaba ahora en la oscuridad) podía ver las figuras de los otros dos hombres, como troncos caídos cubiertos por un manto de hierbas y flores. La lluvia le golpeó la cara. Se cubrió la cara con las manos. La lluvia le golpeó entonces el cuello. Se volvió boca abajo, en el barro, entre las plantas de tejidos elásticos, y la lluvia le golpeó la espalda y las piernas.
El teniente se incorporó y comenzó a sacudirse el agua del cuerpo.
Mil manos lo estaban tocando, y no quería que lo tocaran. Ya no lo aguantaba más. Trastabilló y chocó contra alguien. Era Simmons, de pie bajo la lluvia. Simmons escupía, tosía y estornudaba. Y en seguida Pickard, gritando, se incorporó y echó a correr.
- ¡Un momento, Pickard!
- ¡Basta! ¡Basta! - gritaba Pickard. Disparó seis veces su arma contra el cielo de la noche. En el resplandor de la pólvora, durante un instante, con cada detonación, los hombres pudieron ver ejércitos de gotas de lluvia. como incrustadas en una vasta e inmóvil piedra de ámbar, como sorprendidas por la explosión. Quince billones de gotitas, quince billones de lágrimas, quince billones de joyas en una vitrina forrada de terciopelo blanco. Y luego, cuando la luz desapareció, las gotas que se habían detenido para ser fotografiadas, que habían suspendido su rápido descenso, cayeron sobre los hombres, como una nube de voraces insectos, fría y dolorosa.
- ¡Basta! ¡Basta!
- ¡Pickard!
Pero Pickard ya no se movía.
El teniente encendió una linterna e iluminó el rostro húmedo de Pickard. El hombre tenía los ojos desorbitados y la boca abierta, y el rostro vuelto hacia arriba, de modo que el agua le golpeaba la lengua y le
estallaba en la boca, y le lastimaba y le mojaba los ojos abiertos, y le salía en burbujas de la nariz como un murmullo espumoso.
- ¡Pickard!
Pickard no contestó. Se quedó allí, sin moverse, mientras las pompas de la lluvia se rompían sobre su pelo descolorido, y los collares y las pulseras del agua se le desprendían del cuello y las muñecas.
- ¡Pickard! Nos vamos. Síganos.
La lluvia resbalaba por las orejas de Pickard.
- ¿Me oye, Pickard?
Como si estuviese gritando dentro de un pozo.
- ¡Pickard!
- Déjelo - murmuró Simmons.
- No podemos seguir sin él.
- ¿Y qué vamos a hacer? ¿Llevarlo a la rastra? - exclamó Simmons
-. Será totalmente inútil. Tanto para él como para nosotros. ¿Sabe qué hará? Se quedará ahí hasta ahogarse.
- ¿Qué?
- Debía saberlo. ¿No conoce la historia? Se quedará ahí, con la cabeza levantada, y dejará que el agua le entre por la nariz y la boca. Respirará agua.
- No.
- Así lo encontraron al general Mendt. Sentado en una roca, con la cabeza echada hacia atrás, respirando lluvia. Tenía los pulmones llenos de agua.
El teniente volvió a iluminar aquel rostro inmóvil. De la nariz de Pickard salía un sonido húmedo.
- ¡Pickard! - El teniente lo abofeteó.
- No puede sentirlo - dijo Simmons -. Unos pocos días bajo esta lluvia y uno ya no tiene ni cara ni piernas ni manos.
El teniente se miró horrorizado la mano. No la sentía.
- Pero no podemos dejarlo aquí.
- Le enseñaré qué podemos hacer.
Simmons disparó su arma. Pickard cayó en un charco.
- No se mueva, teniente - dijo Simmons -. Tengo el arma cargada. Reflexione. Pickard se hubiese quedado ahí, de pie o sentado, hasta ahogarse. Esto es más rápido.
El teniente miró parpadeando el cuerpo de Pickard.
- Pero usted lo mató.
- Sí, porque se hubiese convertido en una carga, y hubiese terminado con nosotros. ¿Le vio la cara? Estaba loco.
Pasó un rato, y al fin el teniente asintió.
- Bueno.
Los dos hombres volvieron a caminar bajo la lluvia. En la noche sombría, las linternas lanzaban unos rayos que apenas atravesaban la lluvia. Después de media hora tuvieron que detenerse devorados por el hambre, y esperar la llegada del alba. Cuando amaneció, la luz era gris, y seguía lloviendo. Los hombres se pusieron otra vez en camino.
- Hemos calculado mal - dijo Simmons.
- No. Falta una hora.
- Hable más fuerte. No puedo oírlo. - Simmons se detuvo y sonrió -.
Por Cristo - dijo, y se tocó las orejas -. Mis orejas. Ya no las tengo. Esta lluvia me pelará hasta los huesos.
- ¿No oye nada? - dijo el teniente.
- ¿Qué? - Los ojos de Simmons parecían asombrados.
- Nada. Vamos.
- Creo que esperaré aquí. Siga usted adelante.
- No puede hacer eso.
- No lo oigo. Siga usted. No puedo más. No creo que haya una cúpula por estos lados. Y si la hubiese, tendrá probablemente el techo lleno de agujeros, como la otra. Creo que voy a sentarme.
- ¡Levántese, Simmons!
- Hasta luego, teniente.
- ¡No puede abandonar ahora!
- Tengo un arma que dice que sí. Ya nada me importa. No estoy loco todavía, pero no tardaré mucho en estarlo. Y no quiero morir de ese modo. Tan pronto como usted se aleje dispararé contra mí mismo.
- ¡Simmons!
- Oiga, es cuestión de tiempo. Morir ahora o dentro de un rato.
¿Qué le parece si al llegar a la próxima cúpula se encuentra con el techo agujereado? Sería magnífico, ¿no?
El teniente esperó un momento, y al fin se fue, chapoteando bajo la lluvia. Se volvió una vez y llamó a Simmons, pero el hombre siguió allí, con el arma en la mano, esperando a que el teniente se perdiera de vista.
Simmons sacudió la cabeza y le hizo una seña como para que siguiera caminando.
El teniente no oyó ni siquiera la detonación.
Mientras caminaba masticó unas flores. No eran venenosas ni tampoco muy nutritivas. Las vomitó un minuto después. Trató de hacerse un sombrero con hojas. Pero ya lo había intentado otras veces. La lluvia le disolvió las hojas sobre la cabeza. Desprendidas de sus tallos las hojas se le pudrían rápidamente entre los dedos, transformándose en una masilla gris.
- Otros cinco minutos - se dijo a sí mismo -. Otros cinco minutos y luego me meteré en el mar y seguiré caminando. No estamos hechos para esto. Ningún terrestre ha podido ni podrá soportarlo. Los nervios, los
nervios.
Avanzó tambalendose por un mar de fango y follaje, y subió a una loma.
A lo lejos, entre los finos velos del agua, se veía una débil mancha amarilla.
La otra cúpula solar.
A través de los árboles, muy lejos, un edificio redondo y amarillo.
El teniente se quedó mirándolo, tambaleante.
Echó a correr. y volvió a caminar. Tenía miedo. ¿Y si fuese la misma cúpula? ¿Y si fuese la cúpula muerta, sin sol?
El teniente resbaló y cayó al suelo. Quédate ahí, pensó. Te has equivocado. Todo es inútil. Bebe toda el agua que quieras.
Pero se incorporó otra vez. Cruzó varios arroyos, y el resplandor amarillo se hizo más intenso, y echó a correr otra vez, quebrando con sus pisadas espejos y vidrios, y lanzando al aire, con el movimiento de los
brazos, diamantes y piedras preciosas.
Se detuvo ante la puerta amarilla donde se leía Cúpula Solar.
Extendió una mano entumecida y la tocó. Movió el pestillo y entró, tambaleándose.
Miró a su alrededor. Detrás de él, en la puerta, los torbellinos de la lluvia. Ante él, sobre una mesa baja, un tazón plateado de chocolate caliente, humeante, y una fuente llena de bizcochos. Y al lado, en otra fuente, sandwiches de pollo y rodajas de tomate y cebollas verdes. Y en una percha, en frente, una gran toalla turca, verde y gruesa, y un canasto para guardar las ropas mojadas. Y a la derecha, una cabina donde unos
cálidos rayos secaban todo, instantáneamente. Y sobre una silla, un uniforme limpio que esperaba a alguien, a él o a cualquier otro extraviado.
Y allá, más lejos, el café que humeaba en recipientes de cobre, y un fonógrafo del que nacía una música serena, y unos libros encuadernados en cuero rojo o castano. Y cerca de los libros, un sofá blando y hondo donde podía acostarse, desnudo, a absorber los rayos de ese objeto grande y brillante que dominaba la habitación.
Se llevó las manos a los ojos. Vio a otros hombres que se acercaban a él, pero no les dijo nada. Esperó, abrió los ojos y miró. El agua le caía a chorros del uniforme y formaba un charco a sus pies. Sintió que el pelo, la cara, el pecho, los brazos y las piernas se le estaban secando.
El teniente miraba el sol. El sol colgaba en el centro del cuarto, grande y amarillo, y cálido.
Era un sol silencioso, en una habitación silenciosa. La puerta estaba cerrada y la lluvia era sólo un recuerdo para su cuerpo palpitante. El sol estaba allá arriba, en el cielo azul de la habitación, cálido, caliente, amarillo, y hermoso.
El teniente se adelantó, arrancándose las ropas.
lunes, 12 de octubre de 2009
Graffiti futbolero
Por: Juan Pablo Sorín*
Se juntaban por una señal en la calle. En la misma calle donde jugaban cuando eran chicos. No era una reunión formal, no. Ni siquiera se comunicaban vía e-mails o teléfonos. El que se enteraba del próximo torneo de fútbol 7 debía pintar un graffiti sobre la pared del baldío. Allí, donde habían
llevado a sus primeras novias y a la gordita Luisa que les había repartido alegrías, como un payaso de pueblo, a cada uno de ellos.
Entonces, el dibujo con aerosoles, alegorías a veces fluorescentes, otras blanco y negro. En general había una pelota pero eran originales, a veces amorfos y otras infantiles o también ridículos, para qué mentir. Siempre en el Pasaje Sombras, cada mes, había un tipo de 35 años creando imágenes urbanas. Algunos pensaban que era una tribu de arte moderno o artistas sin galerías donde exponer. Sin embargo, era mucho más que eso, significaba volver a la infancia, volver a encontrarse con los viejos amigos.
Parecía un juego, una simple diversión. Pero vale aclarar que ellos no tenían comunicación alguna entre sí. No se veían para comer en la semana o se juntaban en la casa de alguno a ver "Fútbol de Primera". No existieron más relaciones cotidianas luego de aquel torneo final Argentino del '84. No se volvieron a juntar nunca más. Se perdieron el rastro.
Hubo una pelea determinante que empezó a fragilizar ese lazo entrañable que habían izado entre sus manos. No fue durante la final que ganaron ni durante los partidos previos, no. Fue en la fiesta que organizaron los intendentes de San Timo para los campeones. Ahí vino el lío de polleras, decía el técnico del equipo, un tal Luigi. Que la flaquita es mía y que la "colo" tuya, le repetía el Marcio al Pitu.
Pero cuando el alcohol corre en la venas, cuando las miradas o bifes de chorizo chorreando, no hay leyes. Y no hubo orden ni respeto por aquello que habían acordado en la combi antes de llegar. Se pudrió todo. Volaron las botellas y hasta la gente del lugar, queriendo calmar, se enganchó en el revoleo de trompadas y cabezazos de esos pibes borrachos de la Capital. Fueron en cana. Durmieron con el gusto de la sangre en sus caras, todos separados y sus familias tuvieron que viajar hasta San Timo para rescatarlos del calabozo. Fue un escándalo en el barrio y todos le apuntaron al Marcio y al Pitu, los galanes sin premio de doncellas, de aquella velada tumultuosa. Entonces empezó el periplo, alguno se marchó del barrio, otro empezó con el estudio y así sus vidas se fueron dividiendo. Que una novia regañona, que el trabajo, que la rutina glotona y tal vez, hasta la ideología fueron diferenciando sus porvenires.
Hasta que un día, veinte años más tarde, coincidieron dos de ellos caminando nostálgicos por ese lugar tan suyo, tan propio, que nunca se perdió, por el Pasaje Sombras. Y tuvieron la idea de juntar al resto. No tenían direcciones y ahora los teléfonos tenían 8 cifras y no 6 como cuando niños. Entonces surgió la idea de un cartel, una señal en ese sitio donde, imaginaron y desearon, que en algún momento todos pasarían. No podía ser un encuentro porque sí, o una cena formal después del antecedente final. En la ciudad una vez por mes se celebraba un torneo para equipos de 7, en lugares itinerantes, y por el fútbol ninguno diría que no. El Androide pintó el primer graffiti y se abrazó con el Torto que tenía unas ganas locas de jugar y ver a los pibes, de lo que siempre hablaba en su casa con sus tres nenes. Faltaban tres semanas, tiempo suficiente para saber si su amistad había sido tan fuerte, si su fortaleza espiritual aún marcaba sus vidas, si realmente todos harían el esfuerzo en nombre del recuerdo. Dejaron su ilusión librada al destino.
Aquella tarde la temperatura marcaba dos grados y se veía desembarcar de los coches a los integrantes de los equipos inscritos para el torneo. Estaban casi todos pero faltaban los del equipo "Pasaje Sombras".
El primero en llegar fue el Marcio con un bolso azul, su pelo virulana como siempre y cara de bueno. Retumbaban las voces del gimnasio y se sentó en el buffet a esperar a su equipo medio descreído ante la mirada de los organizadores. Fueron llegando de a uno y las emociones iban creciendo en la atmósfera. El Androide inquieto y con arrugas ya; el Torto panzón y alegre; el Loco contando chistes; el Manu pelado y ya cambiado para jugar; el Negro callado pero el más conmocionado de ver al resto, y sobre la hora, vestido de traje llegó el Pitu? ¡Mirá al muñequito de torta!, gritó el Loco y todos se terminaron de aflojar, se abrazaron mil veces como en un baile a ciegas y se fueron al vestuario a seguir la tradición, como si nunca se hubieran separado. Mientras se cambiaban se observaban como si no se conocieran: ¡20 años, máquina, es mucho tiempo, che!, y apurados por el torneo se decían:
- Mirá lo viejo que estás...
- ¡Y vos la buzarda que tenés, papá! ¡Che, el Negro va a llorar eh!
El equipo de la niñez saldría a escena otra vez. Ganaron los primeros dos pero al tercero fueron eliminados por un equipo joven que los mató físicamente. Pero eso fue sólo un detalle, luego de la ducha se metieron en una parrilla a comer. A la cena cayó el técnico Luigi con su estómago estropeado y los pelos blancos a cuestas. Chuparon y morfaron como la primera vez, no querían que se terminara nunca esa noche. Antes del brindis el Loco se paró y dijo tapándose la cara:
- Che, Marcio, como te robó la novia el Pitu ¡¡eh!!
Se hizo un silencio estremecedor? el aire se paralizó, el Torto se lo comió al Loco con la mirada? pero esta vez, mientras el Pitu le pedía perdón a Marcio de rodillas, se cagaron de risa y se volvieron a abrazar y lo obligaron al buitre Pitu a pagar la comida por ser el culpable de tantos años perdidos.
- Che, Androide, gritó el Loco, la próxima hacé un mapita que tu letra es horrible?
Siguieron las anécdotas y las carcajadas. Se hicieron las cuatro. Recordaron jugadas, pibes olvidados, padres pesados, antiguos amores, goles de galera y bastón. Se pusieron al día. Todos cumplieron la promesa de no decir nada en casa y seguir con su clave: los graffiti, que no dejaban huella. Luego se mostraron orgullosos las fotos de los hijos. Tenían los ojos brillosos. Más tarde agarraron los bolsos. El Manu movió la cabeza sin poder creerlo todavía y se perdieron por distintos rumbos. La noche era fría, la niebla comenzaba a subir antes del amanecer.
*Juan Pablo Sorín (Buenos Aires, 5 de mayo de 1976) es un ex futbolista argentino. Jugó habitualmente como lateral izquierdo, y fue ídolo indiscutido en Argentinos Juniors (equipo de su debut), River Plate y Cruzeiro.
Ha sido internacional con la Selección de fútbol de Argentina en 76 ocasiones. Participó en la Copa Mundial de Fútbol de Corea y Japón de 2002, jugando como titular todos los partidos que la Selección disputó en ese Mundial. En la Copa Mundial de Fútbol de 2006 disputó 4 partidos, siendo en todos ellos capitán del equipo.
El 28 de julio de 2009 anunció su retiro debido a la seguidilla de lesiones que lo aquejaron durante los últimos años de su carrera futbolística.
Al margen de su carrera deportiva, tuvo un programa radial en FM La Tribu. Además escribió un libro, Grandes Chicos, para recaudar fondos con el objetivo de construir una escuela y un hospital infantil en el país. Es colaborador frecuente de la página "Mediapunta, el fútbol desde otro punto de vista" (www.mediapunta.es)
Fuente: Revista Universo
Se juntaban por una señal en la calle. En la misma calle donde jugaban cuando eran chicos. No era una reunión formal, no. Ni siquiera se comunicaban vía e-mails o teléfonos. El que se enteraba del próximo torneo de fútbol 7 debía pintar un graffiti sobre la pared del baldío. Allí, donde habían

Entonces, el dibujo con aerosoles, alegorías a veces fluorescentes, otras blanco y negro. En general había una pelota pero eran originales, a veces amorfos y otras infantiles o también ridículos, para qué mentir. Siempre en el Pasaje Sombras, cada mes, había un tipo de 35 años creando imágenes urbanas. Algunos pensaban que era una tribu de arte moderno o artistas sin galerías donde exponer. Sin embargo, era mucho más que eso, significaba volver a la infancia, volver a encontrarse con los viejos amigos.
Parecía un juego, una simple diversión. Pero vale aclarar que ellos no tenían comunicación alguna entre sí. No se veían para comer en la semana o se juntaban en la casa de alguno a ver "Fútbol de Primera". No existieron más relaciones cotidianas luego de aquel torneo final Argentino del '84. No se volvieron a juntar nunca más. Se perdieron el rastro.
Hubo una pelea determinante que empezó a fragilizar ese lazo entrañable que habían izado entre sus manos. No fue durante la final que ganaron ni durante los partidos previos, no. Fue en la fiesta que organizaron los intendentes de San Timo para los campeones. Ahí vino el lío de polleras, decía el técnico del equipo, un tal Luigi. Que la flaquita es mía y que la "colo" tuya, le repetía el Marcio al Pitu.
Pero cuando el alcohol corre en la venas, cuando las miradas o bifes de chorizo chorreando, no hay leyes. Y no hubo orden ni respeto por aquello que habían acordado en la combi antes de llegar. Se pudrió todo. Volaron las botellas y hasta la gente del lugar, queriendo calmar, se enganchó en el revoleo de trompadas y cabezazos de esos pibes borrachos de la Capital. Fueron en cana. Durmieron con el gusto de la sangre en sus caras, todos separados y sus familias tuvieron que viajar hasta San Timo para rescatarlos del calabozo. Fue un escándalo en el barrio y todos le apuntaron al Marcio y al Pitu, los galanes sin premio de doncellas, de aquella velada tumultuosa. Entonces empezó el periplo, alguno se marchó del barrio, otro empezó con el estudio y así sus vidas se fueron dividiendo. Que una novia regañona, que el trabajo, que la rutina glotona y tal vez, hasta la ideología fueron diferenciando sus porvenires.
Hasta que un día, veinte años más tarde, coincidieron dos de ellos caminando nostálgicos por ese lugar tan suyo, tan propio, que nunca se perdió, por el Pasaje Sombras. Y tuvieron la idea de juntar al resto. No tenían direcciones y ahora los teléfonos tenían 8 cifras y no 6 como cuando niños. Entonces surgió la idea de un cartel, una señal en ese sitio donde, imaginaron y desearon, que en algún momento todos pasarían. No podía ser un encuentro porque sí, o una cena formal después del antecedente final. En la ciudad una vez por mes se celebraba un torneo para equipos de 7, en lugares itinerantes, y por el fútbol ninguno diría que no. El Androide pintó el primer graffiti y se abrazó con el Torto que tenía unas ganas locas de jugar y ver a los pibes, de lo que siempre hablaba en su casa con sus tres nenes. Faltaban tres semanas, tiempo suficiente para saber si su amistad había sido tan fuerte, si su fortaleza espiritual aún marcaba sus vidas, si realmente todos harían el esfuerzo en nombre del recuerdo. Dejaron su ilusión librada al destino.
Aquella tarde la temperatura marcaba dos grados y se veía desembarcar de los coches a los integrantes de los equipos inscritos para el torneo. Estaban casi todos pero faltaban los del equipo "Pasaje Sombras".
El primero en llegar fue el Marcio con un bolso azul, su pelo virulana como siempre y cara de bueno. Retumbaban las voces del gimnasio y se sentó en el buffet a esperar a su equipo medio descreído ante la mirada de los organizadores. Fueron llegando de a uno y las emociones iban creciendo en la atmósfera. El Androide inquieto y con arrugas ya; el Torto panzón y alegre; el Loco contando chistes; el Manu pelado y ya cambiado para jugar; el Negro callado pero el más conmocionado de ver al resto, y sobre la hora, vestido de traje llegó el Pitu? ¡Mirá al muñequito de torta!, gritó el Loco y todos se terminaron de aflojar, se abrazaron mil veces como en un baile a ciegas y se fueron al vestuario a seguir la tradición, como si nunca se hubieran separado. Mientras se cambiaban se observaban como si no se conocieran: ¡20 años, máquina, es mucho tiempo, che!, y apurados por el torneo se decían:
- Mirá lo viejo que estás...
- ¡Y vos la buzarda que tenés, papá! ¡Che, el Negro va a llorar eh!
El equipo de la niñez saldría a escena otra vez. Ganaron los primeros dos pero al tercero fueron eliminados por un equipo joven que los mató físicamente. Pero eso fue sólo un detalle, luego de la ducha se metieron en una parrilla a comer. A la cena cayó el técnico Luigi con su estómago estropeado y los pelos blancos a cuestas. Chuparon y morfaron como la primera vez, no querían que se terminara nunca esa noche. Antes del brindis el Loco se paró y dijo tapándose la cara:
- Che, Marcio, como te robó la novia el Pitu ¡¡eh!!
Se hizo un silencio estremecedor? el aire se paralizó, el Torto se lo comió al Loco con la mirada? pero esta vez, mientras el Pitu le pedía perdón a Marcio de rodillas, se cagaron de risa y se volvieron a abrazar y lo obligaron al buitre Pitu a pagar la comida por ser el culpable de tantos años perdidos.
- Che, Androide, gritó el Loco, la próxima hacé un mapita que tu letra es horrible?
Siguieron las anécdotas y las carcajadas. Se hicieron las cuatro. Recordaron jugadas, pibes olvidados, padres pesados, antiguos amores, goles de galera y bastón. Se pusieron al día. Todos cumplieron la promesa de no decir nada en casa y seguir con su clave: los graffiti, que no dejaban huella. Luego se mostraron orgullosos las fotos de los hijos. Tenían los ojos brillosos. Más tarde agarraron los bolsos. El Manu movió la cabeza sin poder creerlo todavía y se perdieron por distintos rumbos. La noche era fría, la niebla comenzaba a subir antes del amanecer.
*Juan Pablo Sorín (Buenos Aires, 5 de mayo de 1976) es un ex futbolista argentino. Jugó habitualmente como lateral izquierdo, y fue ídolo indiscutido en Argentinos Juniors (equipo de su debut), River Plate y Cruzeiro.
Ha sido internacional con la Selección de fútbol de Argentina en 76 ocasiones. Participó en la Copa Mundial de Fútbol de Corea y Japón de 2002, jugando como titular todos los partidos que la Selección disputó en ese Mundial. En la Copa Mundial de Fútbol de 2006 disputó 4 partidos, siendo en todos ellos capitán del equipo.
El 28 de julio de 2009 anunció su retiro debido a la seguidilla de lesiones que lo aquejaron durante los últimos años de su carrera futbolística.
Al margen de su carrera deportiva, tuvo un programa radial en FM La Tribu. Además escribió un libro, Grandes Chicos, para recaudar fondos con el objetivo de construir una escuela y un hospital infantil en el país. Es colaborador frecuente de la página "Mediapunta, el fútbol desde otro punto de vista" (www.mediapunta.es)
Fuente: Revista Universo
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