Por: Javier Darío Restrepo
Los colombianos escuchamos en los últimos días las versiones de los policías y el soldado liberados y la del ex gobernador Alan Jara, tras más de siete años de cautiverio.
Con un inocultable tono propagandístico y de consigna de guerra, los primeros hicieron recordar las declaraciones del policía Pinchao y las dudas que rodearon su versión. Fue impactante, por el contrario, la sinceridad del ex gobernador.
Hubo entre estas versiones sobre el secuestro, una diferencia similar a la que distingue la información oficial de la que dan los medios libres. Los medios de comunicación que registraron con avidez las muy ricas y noticiosas respuestas del ex gobernador en una cálida rueda de prensa, acababan de vivir dos jornadas de tensión, generadas por agentes oficiales.
Para el ministro de Defensa los periodistas Hollman Morris y Jorge Enrique Botero son idiotas útiles al servicio de la guerrilla, mientras que para el alto comisionado para la paz, los medios de comunicación podrían interferir y debían permanecer alejados de la plataforma del aeropuerto de Villavicencio, donde debería llegar el ex gobernador recién liberado.
La medida fue rectificada tan intempestivamente como en el día anterior se había rectificado la decisión presidencial de excluir a la senadora Piedad Córdoba de la Comisión de liberación.
El dilema
De la discusión que motivaron estos hechos resultó que, como en el resto del mundo, aquí la sociedad y el gobierno deben optar por un régimen de prensa controlada para prevenir abusos y errores de periodistas y medios y tener una información favorable, o por una prensa libre de presiones y limitaciones oficiales, pero con la posibilidad de que se cometan errores, se incurra en abusos y se multiplique la crítica.
Una prensa sometida a controles oficiales correría el muy cercano peligro de convertirse en altavoz de la verdad única del gobierno, dominada por las medias verdades de la propaganda y sorda a las expresiones de la oposición y de la población. Contaría como recurso único con los boletines oficiales y con el material informativo de las oficinas de prensa del estado. Sería una información no creíble, con una visión incompleta y deformada de la realidad, pero sin los excesos y abusos de las empresas periodísticas privadas. Disminuirían las molestias que acaban de generar las denuncias de Botero, o las suspicacias de los militares que detuvieron y denunciaron a Morris. La versión calculada y mesurada de los textos oficiales les ahorraría sobresaltos a gobernantes y gobernados. Pero este terapéutico control de la prensa muy pronto estaría en la mira de quienes llegaran a preguntarse: ¿y quién controla al controlador? Sin controles.
Una prensa sin controles oficiales no es una prensa descontrolada, sino sometida a otra clase de fiscalización: la de los lectores, en primer lugar y la de los propios medios de comunicación y de los profesionales de la prensa. Pero es una prensa con irritantes características: su extrema dependencia de los intereses de los empresarios, su inclinación a la levedad, como argumento de ventas; su persistencia en convertir la intimidad de las personas en mercancía; sus reiteradas imprecisiones y las multiplicadas concesiones a lo publicitario, pero sobre todo, su posibilidad de ser opositora o simplemente crítica.
Así, la sociedad tiene que padecer esas proclividades, debilidades y errores que, al hacer crisis, hacen mirar con nostalgia la mano recia de controladores y censores de la prensa. Se plantea entonces el dilema: ¿qué es preferible para la sociedad: la voz única oficial en que se convierte la prensa bajo control, o las voces múltiples, imperfectas y cuestionadoras de la prensa libre?
Los prejuicios
Las jornadas de la liberación de los seis secuestrados revelaron las prevenciones y prejuicios de los militares hacia la prensa. Cuando detuvieron al periodista Hollman Morris revivió una antigua presunción de militares y gobernantes que hace razonar así: puesto que el periodista llegó hasta el sitio donde la guerrilla entregó los secuestrados, es porque cuenta con una ayuda que los guerrilleros sólo proporcionan a sus cómplices y partidarios; de lo contrario, ¿cómo es posible que un periodista llegue hasta lugares y contacte personas a las que las Fuerzas Armadas no han podido acceder?
La preocupación se agrava con la sospecha que cubre al médico que atiende a un guerrillero enfermo o herido, o al abogado que defiende a un narcotraficante que se expresa en estos términos: puesto que parecen amigos de los enemigos, deben ser enemigos y han de ser tratados como tales.
Según el criterio más acogido en las oficinas de prensa oficiales, el periodista les debe a las instituciones la cuota patriótica de su lealtad, entendida esta palabra como renuncia a la crítica y total disponibilidad para hacerles eco a las informaciones institucionales. Es una regla que se rompió en 1854 cuando Howard Russell, corresponsal de la guerra de Crimea, cubrió la batalla decisiva montado en una mula y confiado en los datos que personalmente pudo obtener. Al dar cuenta de la cruel derrota del ejército inglés, fue calificado como antipatriota por los predecesores del ministro de defensa colombiano quien descalificó a Morris y a Botero como idiotas útiles de la subversión, porque se habían negado a ser idiotas dóciles de lo oficial.
Pero no todo fue negativo para los medios de comunicación en estos días Como lo han dicho los liberados y lo reiteró Alan Jara, sin los medios de comunicación que les inyectaron vida y esperanza, su secuestro habría sido más duro. Con todas sus polémicas características. las de Jorge Enrique, más periodista que testigo invitado por la comisión; las de Hollman, en contravía de la verdad oficial y de los intereses publicitarios del gobierno; las de la televisión, sentimental, redundante y comercializada pero presente, a pesar de todo esto, es preferible y más saludable para la democracia una prensa así, que una prensa controlada por los funcionarios. Además, es más democrático.
Fuente: Terra Magazine