Francisco Godinez Galay, director del Centro de Producciones Radiofónicas, reflexiona sobre el uso de las redes sociales desde la perspectiva de la libertad de expresión y la aceptación de las opiniones disidentes
Por: Francisco Godinez Galay, @franupma
Cuenta la leyenda que al presidente Hipólito Yrigoyen sus asesores le imprimían un periódico especial para que no se enterara de las críticas que le hacía la prensa. Hoy parecemos asistir a un fenómeno en el cual cada quien se arma la red social que le diga lo que quiere oír. El ejemplo paradigmático es el ejercicio del bloqueo de usuarios en Twitter y lo preocupante es cuando son funcionarios públicos quienes lo hacen para no conocer la disidencia, riñéndose con todos los postulados de la democracia, la libertad de expresión y el debate.
Nuestros círculos de contacto voluntario suelen coincidir con nuestra forma de ver el mundo. Redes sociales como Twitter exponen este asunto al constituirse los grupos de interacción a partir de seguir y ser seguido por cuentas con intereses en común y, en gran parte de los casos, visiones en común sobre esos temas. Uno tiende a rodearse de personas con las que puede entablar una conversación coincidente y esa cotidianidad suele reforzar círculos de comunicación que a su vez refuerzan esas miradas sobre el mundo. Lo que decimos –y publicamos– es muy bien recibido por quienes opinan como nosotros/as. Eso nos hace sentir queridos/as, importantes, hasta inteligentes y en algún punto que tenemos razón.
Ahora bien, la gracia de la libertad de expresión y la comunicación no solo es la autorreferencia y la autoconfirmación del yo, sino que funcionen virtuosamente como herramientas de cooperación, construcción común y que robustezcan el debate público en pos de la consolidación de la democracia, los derechos humanos y una vida digna. Pero no es fácil. Primero, porque nos cuesta escuchar opiniones contrarias a las nuestras, máxime cuando estas tienen una lógica y contundencia suficientes como para poner en cuestión lo que pensamos y, por ende, nuestra cotidianidad y nuestros vínculos. Cuando una evidencia opuesta a nuestro pensamiento amenaza nuestra estructura de vida, la bloqueamos, como un instinto de supervivencia. Paradójicamente, somos capaces a su vez de reaccionar con violencia, una reacción desmedida y antiestratégica a los fines del convencimiento. En algún momento, la batalla discursiva deja de ser por convencer y pasa a ser por derrotar: se pone en juego nuestra estructura simbólica, nuestra identidad, nuestro ego. Y hay quienes están menos dispuestos a correr ese riesgo. Las grietas pasan a convertirse en muros y el peligro de encapsularnos amenaza la diversidad.
Cuando se bloquea esa disidencia, actuamos como infantes que creen que negar la realidad alcanza para que esa realidad no exista: así opera el clásico juego de niños y niñas que al taparse la cara creen que han desaparecido; o taparse los oídos y gritar más fuerte que el prójimo “no te escucho, no te escucho, no te escucho” para anular –aunque sea ficticiamente– la evidencia que de todos modos está allí.
Esto aparece de forma descarnada en redes sociales como Twitter, donde es común y concreta la acción de bloqueo de cuentas disidentes. Es cierto, muchas veces la virulencia que habilita el anonimato traslada el debate a un terreno de violencia que lo acerca más a esa necesidad de derrotar más que convencer o construir.
Pero cuando son funcionarios públicos quienes bloquean cuentas opositoras para no enterarse de opiniones contrarias, el fenómeno reviste nuevas vicisitudes. Allí el rol de servicio público y los discursos de pluralidad se riñen con las acciones. Cuando un funcionario público adopta la conducta de bloquear cuentas de Twitter que lo critiquen, anula el debate e intenta asfixiar la disidencia. O al menos no enterarse de ella ¿Cuán transparente puede ser esto? Ellas y ellos tienen la responsabilidad de hablar con sus acciones, de no limitar el debate público ni la libertad de expresión y, en última instancia, brindar explicaciones a la ciudadanía para la cual dicen servir. Si no, funcionan como los dibujos animados que no caen al precipicio mientras no se enteren de que están flotando en el aire: anulando la crítica todo es color de rosas. Armarse el Twitter de Yrigoyen, a medida de cada ego, impide ver qué está sucediendo allí afuera, y eso es de un enorme peligro porque va colocando a los funcionarios en una realidad paralela, muy lejos de las vivencias de las mayorías.
Mientras, ese afuera sigue allí, e indefectiblemente termina haciéndose oír, aunque se bloqueen todas las cuentas de Twitter del mundo.
Imagen ilustrativa
*Licenciado en Comunicación (UBA). Investigador
Fuente: PáginaI12