Y Rosario vio muchas veces como el Paraná crecía, se encabritaba, se desbordaba -muelles de madera arrasados, islas flotantes camino del Plata-.
En Rosario nací, en una calle de barrio, a diez cuadras del río, a diez del centro, a diez del parque.
Aquí empecé a escribir -doce o trece años y ya en una mesa, una silla y una ventana-.
En 1948, mi primera obra; en 1956, mi primera novela.
La docencia como "segundo oficio", y siempre escribiendo, queriendo escribir,descubriendo, intentando descubrir.
La noche como sitio y vivir, mirar, oír.
De visual, a auditivo. Trabajo la cantera del habla.
En 1963 se me otorgó el premio trienal "Carlos Alberto Leumann", en 1988, por "El Opus", el Primer Premio Nacional de Literatura y el premio a la trayectoria artística del Fondo Nacional de las Artes, en el 2002.
Algunas de mis obras: "El Espantapájaros" (1950), "Salón de billares" (1960),"El taco de ébano" (1962), "La ciudad de la torre Eiffel" (1963), "A vuelo de pájaro" (1972), "El Opus" (1968), "La historia del caballo de oros" (1992).
Jorge Riestra
Jorge Riestra fue uno de los más destacados narradores de Rosario, nacido el 4 de enero de 1926. Riestra comenzó a publicar en Argentina en los años 40 y, desde entonces, su escritura se desarrolló en relatos y novelas, principalmente, aunque sus inicios como escritor se dieron cuando tenía 14 años y conocía un “país político, el de los golpes de Estado, la represión, la persecución, el miedo y el terror”.
"Todos mis libros son mis hijos, yo no hago diferencias entre ellos porque son todos legítimos. Por eso, cuando reedito, no toco nada. Yo era así cuando lo escribí y respeto lo que era entonces. En El taco he tocado algunas comas, porque cuando estaba en impresión me llaman de la editorial y me piden que viaje para hablar con Olga Orozco, que era la jefe de corrección. Ella me observó la puntuación obsesiva. «Es la entonación que me pidió el libro», dije. «Sí, pero usted lo recarga de comas». Bueno, accedí a sacar tres o cuatro comas", rememoró Riestra.
"Leer es un espacio de silencio y reflexión. El aislamiento del escritor es una condición sine qua non. Pero el lector no tiene que ser como el escritor. El lector puede muy bien interrumpir el aislamiento un tiempo y luego volver a leer. El escritor vive trabajando o intentando trabajar o soñando con escribir. Le hacen falta esas horas en que está solo. Después están las calles, por supuesto. Si no hubiera ciudad, yo no habría sido escritor. Soy deudor de la ciudad, la caminé, la pensé, conocí la risa, conocí el dolor en la ciudad donde nací", aseguró.
El escritor vive en la casa del idioma
Ponencia de Jorge Riestra en el III Congreso Internacional de la Lengua Española, desarrollado en Rosario
La política de puertas abiertas que la Argentina practicó en materia de inmigración, se siguió, asimismo, en el campo del libro. Con éste procedimos, quizá atendiéndolo mucho más, como lo habíamos hecho con los inmigrantes. O sea que de la mano del flujo inmigratorio, pero como su polo opuesto, pues los hombres y mujeres que llegaban sólo traían una mínima o aun inexistente instrucción escolar, entraron obras escritas en otros idiomas. Y si el aluvión humano provino de Europa, también de Europa arribaron los libros que en su lengua original o traducidos por españoles se propusieron como lectura a los argentinos. Lo cual explica que hayamos leído —el sector dirigente y su rama universitaria— mucho de lo mejor que se escribió en distintas partes de Occidente.
Memorias de años idos y nuestra juventud inquieta y buceadora, dan amplio testimonio del carácter canónico con que fueron revestidas las creaciones culturales europeas. La Argentina ha sido, tradicionalmente, un país importador de literatura; ancha y profunda la brecha que separaba al receptor del proveedor. El ombligo cultural de una larga época, París, su lustre, sus mitos, su leyenda, pisaba fuerte entre nosotros. El afrancesamiento de los círculos de recursos y cultos era un punto fuera de discusión.
Sin embargo, no produjimos una literatura despersonalizada, sumisa o carente de autenticidad. Los modelos externos no ahogaron la fuerza de aquello que el nuevo país —porque éramos realmente jóvenes— debía construir con la palabra. Nuestra literatura se fue abriendo camino laboriosamente, trabajando lo propio, el ayer, el presente y el futuro de su tierra y de su gente, incluido el idioma, apremiante arena movediza, y deslumbrándose con la prosa y la poesía creadas y criadas por sociedades de añeja trayectoria.
Desde El matadero, de 1838, a los días que corren, los libros escritos por los argentinos expresan una pluralidad de versiones y visiones del país, de su historia mayor y menor —o aparentemente menor—, de sus perfiles idiomáticos, de sus sueños, rebeldías y fracasos, de su humorismo ingenuo o cruel, de su desorientación y su tristeza.
A partir de una realidad que él percibe —espacio, tiempo y gente que los habita—, el escritor imagina, inventa. La imaginación es inseparable de la memoria, la cual, a su vez, lo es de las raíces del que escribe, de las calles o los senderos de su infancia, del muchacho que va hacia el hombre y de la muchacha que va hacia la mujer, del mundo que transita, disfruta y padece. Ninguna obra parte de la nada. Todo lo contrario, su tema es la pulpa de lo que se yergue vivo o se desploma muerto. Sin olvidar el lenguaje, que es sustancia, medio y aun fin de su tarea.
Un país es una suma de regiones y un mosaico de geografías, paisajes, hablas, huellas, mitos, costumbres, ansiedades. El nuestro lo es. Una lengua común, que puede llamarse lengua argentina corriente, lo une. Pensar lo que el país ha escrito —su mejor, o más significativa, literatura— es pensar el país. Y primero sentirlo. Si escribir, según lo vive el narrador que soy, es sentir y pensar.
Nosotros, con las excepciones que se consideren necesarias, hablamos y escribimos un castellano argentinizado, entendible, sin renuncia alguna a los caracteres con que lo pintan las distintas regiones, en cualquier sitio del vasto territorio nacional. Hablamos y escribimos un castellano impregnado de modalidades que la vida fue inventando durante el diario respirar. El torrente de las existencias individuales y colectivas, con las asperezas e impurezas que ofrezca, es mucho más intenso que el fluir de los vocablos que ordenan los diccionarios. Aun cuando los diccionarios sean compañeros infaltables en el «todos los días, todos los días» que el escritor precisa y ama. Con un pie en la orilla de la lengua y el otro en la del habla, el escritor argentino avanza arriesgando el pellejo. Aventura y riesgo vitales, insoslayables, luminosos que se adicionan a la aventura y el riesgo nacidos con la idea creativa.
Tal como debe ser, también en el terreno del idioma la diversidad es ley no escrita. El habla es pura entonación y los registros de ésta son innumerables. Inevitablemente, el escritor que llamado por el habla la aborda, privilegia la audición. Oye, escucha, intenta grabar, para recrearla, el habla arracimada de la vereda —una de las madres del habla—, sus ritmos y maneras que más que adornar su espontaneidad, son materia prima. Si es cierto que la prosa narrativa no queda nunca terminada, la que con seguridad no lo está nunca, pienso, es la que ajusta con el espíritu del habla. El escritor es las páginas que ha escrito y éstas son, ni más ni menos, la expresión de su repertorio de exigencias personales. Pues bien: esas páginas tejidas con el habla podrían ser escritas infinitamente. Horizonte hermoso y terrible, y se lo dice y repite, pero así es.
De lo hasta aquí leído surge que la apertura hacia la universalidad fue una actitud espiritual e intelectual que acompañó el nacimiento y la consolidación de la Argentina moderna. Vivida por escritores que aspiraban a dejar atrás las fronteras del costumbrismo, muy sensibles, además, ante la presencia del realismo y del naturalismo que venían de Europa como viajeros de lujo, se reflejó paralelamente, y con inmensa fuerza, en los intereses y en el comportamiento del público, para el cual fue corto y fácil el paso a la exaltación de la literatura francesa y, aunque muy acotadamente, de la de otros países europeos. Al punto que Lugones pudo afirmar, hacia 1914, que los argentinos no compraban libros escritos por autores argentinos.
La universalidad, sin el soporte de lo particular, es una abstracción. En última instancia, es el lenguaje el que está situado, y éste, la lengua, es irrenunciable; porque eso somos. Y si eso somos en estos tiempos de globalización y sus derivados, debe cuestionarse y rechazarse el uso literario, sugerido e impuesto, del denominado castellano neutro, que constituye una agresión al alma del idioma y a las variantes que éste cultive.
Los escritores argentinos no hemos escrito como escribimos para demostrar, y demostrarnos, que somos argentinos. Hemos escrito, estamos escribiendo de cierto modo porque, dado que somos argentinos, no podemos escribir de otro. A la vez, ante la multiplicación de los contactos con literaturas extranjeras, no hemos elegido el confinamiento, el encierro, la reclusión. Sabemos que las literaturas se interrelacionan, que funcionan como vasos comunicantes y que así se nutren, ensanchan, reverdecen. Son deudoras las unas de las otras, y esta conducta de apertura sin prejuicios es un orgullo y no una renuncia ni un demérito. Ninguna literatura nacional que se respete y crea en sí misma, teme la presencia, tanto en el hemisferio del escritor como en el de los lectores, de mundos creativos de orígenes diferentes. Herencia que recibimos y con el mismo fervor transmitimos. Firme la certeza de que deuda no significa dependencia.
Yo suelo declarar, tiñendo levemente de humor la entonación, que vivo en la casa del idioma. Podría haberla utilizado, si la siento como una de las verdades que transporta mi sangre, para cerrar la exposición que el narrador ha escrito. Prefiero concluirla con las hondas palabras que nos dejó Pedro Salinas: abrazado a mi idioma como a incomparable bien.
De Principio y fin, Editorial Biblioteca Popular Constancio C. Vigil, Buenos Aires, 1966.
A él no le gustó que ella empezara a hablar de su marido, y se lo dijo rápidamente. No le resultó difícil el gesto; se había propuesto ser siempre claro y directo con ella, y además ya había previsto que ese momento, inevitablemente, llegaría. Ella no pareció molestarse por la observación ni por el tono tajante en que había sido formulada; siguió fumando, como olvidada o ausente, y él, satisfecho, no hizo nada por quebrar el silencio. Era casi de noche en la habitación, pero a través de la cortina podían verse los brotes nuevos y punzantes del plátano. Ella, como siempre, demoraba lo más posible el instante de la despedida.
Cuando a los pocos días insistió, le bastó mirarla para que ella comprendiese que ése era el único tema acerca del cual jamás podrían conversar. Pensó que era una suerte que nada más que eso alcanzara para conseguir que lo desagradable desapareciera de la vista. Aunque no se engañaba: ella no era tan dócil. Tenía carácter suficiente como para discutirle el derecho a hablar de lo que mejor le pareciese; bastaba también con mirarla para saberlo. El silencio era una retirada inteligente con la que ella ponía a salvo la armonía de la tarde. Ya se lo había dicho muchas veces: esa pieza era la cara bondadosa del mundo y de la vida. Sin embargo, después, mientras se daba los últimos toques con el peine, le preguntó por qué. Él estaba junto a la ventana, mirando el verde abigarrado del plátano. Desde allí le respondió, parcamente, porque no quería mostrarse como dictando cátedra. Le explicó que una cosa era desnudarla a ella y otra muy distinta desnudar a ese hombre al que no conocía ni deseaba conocer; trató de hacerle entender que, por principio, no le gustaba despellejar a nadie. Parada en el centro de la habitación, ella le estaba sonriendo. "¿Estoy bien, querido?", dijo.
Otras veces, después, ella rozó el tema. Eran alusiones, escenas en las que el marido aparecía fugazmente, intimidades sobre las que se proyectaba, desde lejos, la sombra de ese hombre. Él sabía que en ella no había afán de provocarlo. Ocurría, simplemente, que no existía casi nada en los últimos quince años de la vida de esa mujer que no estuviera vinculado con el hombre que era su marido desde hacía diez, y a ella le agradaba conversar; también en ese aspecto llegaba contenida a su encuentro. Dado que no había amor, porque no lo había, todo en esa relación no era, por parte de ella, más que una imperiosa necesidad de equilibrio. Una tarde, al tomar conciencia después de un rato de entresueño, se encontró escuchando el final de un pasaje que podía servirle para comprender más a fondo por qué ella estaba en ese momento acostada junto a él. Ni siquiera la miró; era tarde para todo y entonces, cuando ella terminó, se levantó y corrió un poco menos de una cuarta la cortina de la ventana. El follaje del plátano no dejaba ver el cielo.
Ella no sacó partido de lo que pudo tomar por una concesión o por una muestra de debilidad. Siguió planeando sobre su vida conyugal como un ave en el espacio; había siempre cierta distancia entre ella y lo que estaba contando. Se trataba a lo sumo de un brevísimo picotazo —y volvía aquí la comparación con el ave, que a él se le presentaba como clara y exacta— dado en una carne que se conservaba fresca y jugosa. Sin embargo, paulatinamente las referencias se fueron haciendo más frecuentes y, después, más profundas. Él advirtió el cambio, pero optó por no darle mayor importancia. Escuchaba como si la voz le llegara desde muy lejos; en ocasiones, tenía la impresión de que escuchaba a una extraña. No había crueldad en esa voz, ni ensañamiento, ni venganza; cualquiera de estas intenciones, ni siquiera lo dudaba, le habría sublevado la sangre. Pese a esto, cuando se quedaba solo o al día siguiente o aún después, solía sorprenderse barajando algunos recuerdos que tenían la apariencia de ser bastante precisos; ya no lo desconcertaban esas trampas que le tendía la memoria. Con el tiempo, impulsado más que nada por el espíritu de jugador que no lo abandonaba nunca, llegó a formarse una imagen del marido: parecía ser un hombre quebrantado, sin fuerzas para luchar, callado y hostil. Era una versión, estaba seguro, en la que lo imaginado y lo real se entremezclaban caprichosamente. Como juego mental, era bastante satisfactorio; pero como juego nada más. Sin pensarlo mucho, decidió mantenerse fiel a la conducta que se había fijado: no preguntar nada, mostrarse indiferente hasta que el murmullo, el rumor, se apagaran como la llama de un fósforo.
Sin embargo, un día se descubrió escuchando con una atención desmesurada y hambrienta. Fue una revelación que lo asustó. Se hallaba, como siempre, tendido boca arriba, con los ojos entrecerrados y fumando, laxo; por fuera era el que se había propuesto, pero por dentro, tenso como un gato, bebía una tras otra las palabras que formaban el susurro. Notó que a veces la voz se endurecía, que un ramalazo de rencor la enturbiaba hasta tornarla ingrata, y tuvo la certeza de que no era la primera vez que sucedía; era lo que siempre había intentado evitar. No quiso mirarla. Saltó de la cama y en tres pasos estuvo junto a la ventana. Permaneció allí un rato, mirando el hermoso color herrumbre que habían tomado las hojas del plátano. Después se dio vuelta y la miró: no se había movido; solamente había interrumpido el relato y esperaba. Él avanzó hacia la cama y se acostó con movimientos lentos, silenciosos. "¿Decías?", dijo.
Otras preguntas se sucedieron luego, ese día y otros muchos que siguieron. Mirando al techo y fumando, dialogaban como si hubieran estado tejiendo la historia entre los dos. A él no le hacía falta mirarla para leer en los ojos de ella la victoria; no la victoria sobre él —ya se había convencido de que él poco pesaba— sino respecto del marido; pero no le importó. Comprendió que el goce de ella, hasta ese momento, había sido imperfecto, y que se había acostado con él únicamente por revancha; en verdad, ahora se entregaba con una plenitud que antes él no había sabido despertar. Descubrió esa verdad y algunas más, así como que la voz no era ya aquel susurro, aquel rumor, sino una voz también plena, impregnada de odio pero a la vez liberada y ansiosa; como un puñal entraba a desgarrar las vestiduras y la carne. Lo que solía perturbarlo era esa alegría con que ella se lanzaba a cumplir el rito; justamente, era entonces cuando más preguntaba. Fue una de esas tardes en que vorazmente se arrebataban la palabra cuando tuvo la evidencia de que, pese al diálogo, seguían caminos diferentes. Lo supo de una vez
y para siempre: a medida que ella destruía implacablemente la imagen del marido, él la iba recomponiendo hasta salvarla.
En adelante, muchas veces estuvo tentado de salir en defensa de ese hombre al que sólo conocía a través de la descripción despiadada de la mujer. Cuando meditaba el asunto —cada vez más a menudo, por otra parte—, se veía no defendiendo a un extraño sino defendiéndose a sí mismo. Entre ese hombre y él había coincidencias, maneras, hábitos, sentimientos comunes; ese hombre y él —la convicción era serena y firme— habrían podido conversar. Algo le dijo, sin embargo, que debía esperar. A ella le faltaba dar el paso decisivo, paso al que tenía que llevarla el deseo definitivo de victoria. Una tarde lo dio. Él estaba junto a la ventana, mirando hacia afuera; más allá de las ramas casi desnudas del plátano se veía el cielo gris. La voz fue un grito contenido. "¿Te gustaría conocerlo?", dijo.
Urdieron un plan que no ofreciera complicaciones: él se presentaría como un amigo de la infancia, compañero de juegos y de escuela, vecino de puerta por medio. Veinticinco años sin verse, un encuentro casual, la invitación de ella, la aceptación de él. "Formidable", dijo ella. Días más tarde le trajo la noticia. Fue como un regalo de aniversario, o así por lo menos se mostró ella: hacía exactamente un año que se conocían. "Todo arreglado. El jueves, a las siete", le dijo.
Él se sabía la casa de memoria. Atravesó el vestíbulo que olía levemente a cera, entró en la salita que ella había heredado, se sentó en el sillón que estaba junto al piano y habló con ella acerca de aquel tiempo que jamás había existido. Al rato apareció el marido, tan alto y huesudo como ella se lo había retratado hasta el cansancio; lo que ella había omitido eran los ojos claros, con algo infantil en la mirada. Desde el otro sillón de terciopelo escuchó cómo ella, exuberante, repetía que no había época más hermosa que la niñez. Él pensó que la ironía no era tan sutil como para que el hombre no alcanzara a percibirla, y pensó también cómo habría reaccionado si le hubiera tocado vivir una situación semejante; pero tal vez los diez años que el hombre le llevaba y los otros diez de convivencia con la mujer eran la única y suficiente explicación. Después ella se paró: radiante, saboreaba la victoria, la ostentaba. "¿Toman vermut, cierto?", dijo y salió.
Fue él quien pronunció las primeras palabras, porque el marido se mantenía obstinadamente silencioso. Le preguntó por el piano, aunque sabía muy bien que era del marido. '"Sí, antes me gustaba tocar", dijo el hombre. Fue un comienzo difícil, pero cuando ella volvió con la bandeja los encontró conversando. No hablaban de la infancia de nadie: hablaban de música, de músicos, de orquestas. "¿Se aburren?", preguntó, mordaz. "No", dijo el marido, que era el que escuchaba. Conversaron mientras tomaban el vermut, y siguieron haciéndolo mientras daban cuenta del segundo. Él advirtió de pronto que ella se había quedado al margen de la charla; se hubiera dicho que vigilaba. Sin embargo, ellos no la habían excluido. Pero había algo más en la mirada, un tono sombrío que era nuevo para él.
—Arrímese —le dijo, sonriendo.
—Estoy bien aquí —respondió ella, tiesa.
—A veces es un poco rara —dijo el marido.
—Soy como se me da la gana —dijo ella.
—No discutamos —dijo el marido. Se había puesto de pie y estaba junto al piano—. ¿Conoce esto? —le dijo, y la mano derecha cantó un tema en los agudos.
—No —dijo él.
—Vale la pena —dijo el marido. Puso la otra mano sobre las teclas y arrancó de los graves un acorde denso y sostenido. De soslayo, él vio que ella salía precipitadamente de la pieza.
Después, el tiempo se les voló. En cierto instante a él se le cruzó la idea de que acostarse con esa mujer, no estando enamorado de ella y sabiendo que era la esposa de ese hombre, era realmente una indecencia.; no podía concretar por qué, para eso tendría que esperar a estar solo o a conocerlo mejor, pero era una verdad que le venía de adentro, una de esas intuiciones que cuando se respiran una sola vez ya son inconmovibles. Le resultó penoso seguir mirándolo de frente. Recurrió a la excusa de la hora y se paró; no quería abusar, dijo. "De ninguna manera", dijo el marido. "Vivimos demasiado solos. Venga. Háganos compañía." Entonces se vio atravesando la casa, entrando en la cocina y sentándose a la mesa. Ella se movía en un rincón, inadvertida, opaca. "Compartamos lo que haya", dijo el marido. Ella levantó los ojos y él supo que lo que había en la mirada era furia, una furia fría que le transmitía una palidez mortal a todo el rostro; luego pudo ir leyendo en esos ojos toda la gama de la ira. De esa furia ya caliente al odio debía de haber un breve trecho, y así fue. Era medianoche y se estaba despidiendo.
—Lo esperamos el sábado —dijo el marido—. Tendremos más tiempo.
Primero contestó. No necesitó pensarlo.
—Cómo no —dijo—. Le confieso que no me animaba a proponerlo. —Después la miró. Fue entonces cuando captó el relámpago de odio.
A la mañana siguiente ella lo llamó por teléfono. Quería verlo con urgencia, y él acudió. Se encontraron en el café en el que ya lo habían hecho un par de veces, al principio. Desde la fila de plátanos de la avenida los flanqueaba el paisaje del invierno. Ella no dio ningún rodeo. Se lo dijo sin mirarlo, mientras aplastaba cuidadosamente el cigarrillo a medio fumar contra el cenicero. Más tarde él comprendió que ese cigarrillo había sido el símbolo de algo.
—No vamos a discutir. Lo tengo pensado y resuelto. Llamale legítima defensa, chantaje o como mejor te parezca: si no dejás de verlo, se lo cuento todo.
Ella ya lo había pensado y resuelto. Ahora le tocaba a él pensar y decidir.
Jorge Riestra por Alejandro Lamas |