Por Tomás Eloy Martínez
Nadie sabe cuánto daño le han hecho a la paz del mundo los agentes y directores de la CIA, sigla en inglés de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos. Sin duda, más del que se sabe, pero menos del que se llegará a saber cuando se debilite la omnipotencia con que dispuso de vidas humanas y gobiernos cómplices en todos los continentes, desde que Harry Truman la fundó, en 1947.
La CIA ha encendido la imaginación de incontables libretistas de Hollywood y de novelistas de toda laya, algunos meros comerciantes afortunados, como Tom Clancy y Robert Ludlum, y otros verdaderamente grandes, como Graham Greene y John Le Carré. También desató la paranoia de panfletistas sin información y de políticos oportunistas. De cada brote de miedo la CIA obtuvo beneficios que le permitieron comprar más conciencias, sumirse en más pantanos de corrupción e imponer dictaduras indignas en países que estaban levantando cabeza. Todos esos secretos, que se mantuvieron bajo una llave envenenada durante más de seis décadas, acaban de salir a la luz en un libro de investigación tan abrumador como escalofriante: Legacy of Ashes. The History of the CIA (“Legado de cenizas. La historia de la CIA”), distribuido hace pocas semanas.
El autor es Tim Weiner, uno de los corresponsales en Washington de The New York Times y quizás el mejor dotado de los periodistas norteamericanos en temas de inteligencia. Ya había ganado un premio Pulitzer en 1988 por sus artículos sobre los rubros secretos en el presupuesto del Pentágono, publicados por The Philadelphia Inquirer. Hace diez años escribió también una formidable biografía del espía Aldrich Ames. Sabe tanto del tema que la CIA –si acaso alguna vez fue eficaz– debió de haber hecho lo imposible para evitar que se publicara este libro.
Es una novela tan apasionante como verdadera de más de 500 páginas, a las que siguen otras 200 de notas y menciones de fuentes que no se deberían pasar por alto. En conjunto, Weiner revela que la arrogancia, la inepcia y el desdén por el mundo de unos dos mil agentes –asistidos por un número impreciso de empleados: por lo menos 20 mil– indujeron a once presidentes de los Estados Unidos a tomar decisiones equivocadas, involucrarse en conspiraciones delirantes y arrastrar a la muerte a cientos de miles de personas en Asia, Africa, Europa y América latina. La CIA merece mucha de la pésima reputación que se ha ganado en el mundo, pero no toda. Algunos de los altos dirigentes de Washington han ganado también un sitio en el cuadro de honor –o deshonor– por haber creído en mentiras evidentes que convenían a sus intereses.
Los tiempos han ido desplazando la brújula de esos intereses. El primer fantasma contra el que se combatió fue el poderío bélico de la Unión Soviética, que desnudó su fragilidad al caer el Muro de Berlín, justo cuando la Agencia asustaba a Ronald Reagan con el cuento de una fortaleza política y una expansión económica crecientes. Luego, se agitó el espantajo de la expansión comunista en Africa y América latina, lo que impidió una política de diálogo y buena voluntad entre los Estados Unidos y el Congo de Patrice Lumumba, la Guatemala de Jacobo Arbenz y el Chile de Salvador Allende. Tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, el terrorismo fundamentalista, último de los fantasmas adversarios, se ha vuelto tan difícil de investigar y de infiltrar, que el poder de la CIA ha ido pasando a manos del Pentágono y de corporaciones de ex agentes clandestinos.
Algunos de los fiascos de la Agencia van a quedar en la historia. Weiner los describe a todos sin la menor piedad. Dwight Eisenhower, que era extremadamente celoso de su reputación de honestidad, se apresuró a decir que la Agencia había sido creada para preservar la paz. Era un anticomunista fervoroso y habría hecho lo que fuera para que el comunismo no se moviera más allá de China y Europa del Este. No contaba con que Allen Dulles, su director de la CIA, desconfiaba de la diplomacia y andaba diciendo por ahí que le “encantaría matar comunistas donde los encontrara”. En las últimas semanas de su mandato, Eisenhower estaba furioso porque la Agencia no había previsto que el régimen de Castro se arrojaba velozmente en brazos de la Unión Soviética y le abría las puertas al comunismo en todo el hemisferio. El diligente Dulles ordenó entonces la inmediata eliminación del hombre fuerte de Cuba, lo que condujo a un fracaso tras otro. El asesinato político para quitar de en medio a un adversario potencial o verdadero se había vuelto ya un recurso habitual de la CIA. Lo había probado con Lumumba en 1961 y lo intentaría de nuevo con Salvador Allende, veintidós años más tarde.
El terrorismo islámico y el desconcierto del gobierno harían que la Agencia recomendara los interrogatorios con tortura y el aislamiento de los sospechosos. Weiner explica que la degradación sobrevino desde que las operaciones encubiertas de la Agencia se hicieron con el asesoramiento de agentes educados por instructores nazis y fascistas sin escrúpulos, algunos de los cuales eran también maestros en una escuela situada en Los Fresnos, Texas, de la que salieron los escuadrones de la muerte que asolaron Honduras y El Salvador.
De todos los directores de la CIA, uno de los pocos cuya integridad defiende Tim Weiner es Richard Helms, el agente al que John y Robert Kennedy responsabilizaron por el fracaso de la invasión a Playa Girón. En 1962 circulaban por los pasillos de la Casa Blanca los más disparatados planes para liquidar a Castro. A Helms no le gustaba ninguno. Pensaba que un crimen político en tiempos de paz era una intolerable aberración moral. “Si empiezas asesinando a un líder extranjero”, diría Helms, “¿por qué los de afuera no tendrían derecho a matar también a uno de tus propios líderes?”
John F. Kennedy era un lector ávido de las novelas sobre James Bond escritas por Ian Fleming y almorzó con él meses antes de que lo eligieran presidente. Como quien propone un acertijo, le preguntó qué haría Bond si su misión principal fuera matar a Castro. Hay testimonios verosímiles según los cuales a Fleming se le ocurrieron varios planes enloquecidos, todos tendientes a poner a Fidel en ridículo, ya fuera dejándolo sin barba o asustándolo con la aparición de una cruz luminosa en el cielo de La Habana. Weiner, que es un escritor mucho más serio que Fleming –y no menos entretenido–, supone que el plan más cercano al éxito fue verter una cápsula de un veneno inodoro e insípido en el café que Castro tomaba en el desayuno, permitiendo que su efecto retardado le diera tiempo al camarero para huir. Pero Castro ya lo había previsto y hacía analizar los alimentos antes de llevárselos a la boca.
Uno de los fiascos más desastrosos de la Agencia fue haber convencido al gobierno de George W. Bush de que el gobierno de Saddam Hussein estaba fabricando armas químicas y nucleares de destrucción masiva. Todas las evidencias contrariaban esa hipótesis, pero los asesores de Bush no necesitaban argumentos. Ya estaban seguros de que las cosas eran así. El presidente tenía a Hussein entre ceja y ceja desde que la CIA le atribuyó un complot para asesinar a su familia en 1993. En abril de ese año, Bush padre –el ex presidente– viajó con su esposa y dos de sus hijos a Kuwait, para conmemorar la victoria en la Guerra del Golfo. La policía secreta kuwaití arrestó a 17 hombres y los acusó de tramar la muerte de los Bush con una bomba plástica de 90 kilos que estaba escondida en el vehículo que los llevaba. Los supuestos conspiradores declararon bajo tortura que la inteligencia iraquí había tramado el crimen, y los técnicos de la CIA confirmaron que la bomba había sido armada por soldados de Hussein.
Lo que no verificaron esos expertos era que la banda de conspiradores no estaba integrada por fanáticos del dictador de Bagdad, sino por traficantes de hashish, contrabandistas de whisky y veteranos de guerra mercenarios. Bush hijo creyó en la versión de la CIA y nunca le perdonó a Hussein el atentado.
Si la Agencia muere derrotada por sistemas de computación que se cuelan en todas partes y son de una eficacia insuperable en la conspiración y el espionaje, pocos seres humanos van a lamentarlo. La excepción serán, sin duda, los veinte mil empleados que trabajan en la central de Langley, Virginia –y los desamparados libretistas de Hollywood–.
Fuente: Diario La Nación