Clara Riveros Sosa
Ayer fue un día que está a punto de cambiar el nombre y el sentido con que venía conmemorándose. Está bien que así suceda si es para ubicarlo en su justa dimensión histórica.
No es posible concebir una celebración que festeje el comienzo de una época en la que se consumó el exterminio, masivo o indirecto, de aproximadamente el ochenta por ciento de la población nativa de un continente y se arrasaba una rica lista de de culturas diferentes, singulares, algunas de ellas extraordinariamente complejas y florecientes. Con ellas sepultaron a millones de personas, al espíritu y a la dignidad de la mayoría de los sobrevivientes y a todo un intrincado universo de cosmovisiones, memorias, conocimientos y tecnologías que, en su mayor parte, hoy constituyen un enigma y, para la humanidad entera, una pérdida irreparable e inmensa.
Tampoco será el 12 de octubre un día para dejar caer en el olvido, ya que el casual descubrimiento que hiciera Europa de esta parte del mundo cambió sustancialmente el curso de los tiempos y de los acontecimientos globales. La dominación y el sometimiento de un continente entero por parte de un grupo de europeos no se hubiera logrado, ni mucho menos consolidado, sin que jugaran múltiples factores pero, esencialmente, sin la paralela destrucción de las civilizaciones, de su organización y de sus medios de vida. Esos medios se asentaban en una relación armónica con el ambiente; relación que lo modificaba sin contrariarlo, practicando una ingeniería sutil que no lo agredía sino que lo interpretaba y que, de todos los modos posibles, colaboraba con él, manteniéndolo en función y permitiendo a los antiguos pueblos vivir por siglos en buenas condiciones, sin carencias, en lugares que actualmente, y a partir de la conquista, resultan áridos e inhabitables. Entre tantas cosa valiosas, desaparecieron también numerosas especies autóctonas de cultivos comestibles que los conquistadores no supieron consumir y despreciaron.
Hoy, la cuestión no estriba solamente en asentar reivindicaciones legítimas, ni siquiera en intentar la restauración de ambientes y culturas, por prioritario que esto sea, ni en poner nuevos nombre o rescatar los antiguos. La mayor urgencia está en detener ese proceso de aniquilación que –pese a los discursos- no se ha frenado todavía en lo que respecta a la gente y a la naturaleza, de la que esta última depende porque es parte de ella.
Es demasiado fácil y cómodo depositar las culpas en el pasado y en algunos de sus personajes que, obviamente, ya no están y que, mal que nos pese, respondían a ideas y criterios generalizados y fuertemente enraizados en la sociedad de otras épocas. Hoy, ya no más, no tenemos ningún atenuante: sabemos lo que ocurrió en tiempos históricos, más lejanos o recientes, y también lo que está ocurriendo ahora mismo, en un presente en el cual la aniquilación inicua y de permanente vigencia de seres humanos, de su dignidad y de sus medios de subsistencia, no puede ni debe ser tapado con una cortina de palabras aparentemente bienintencionadas.
Si creemos disponer actualmente de otra visión del mundo, de otro concepto, integrador, respetuoso de la vida y de la diversidad, no podemos avalar absolutamente nada que implique o devenga en degradación, depredación, despojo, hambre, falta de agua dulce, contaminación, enfermedad.
No podemos sin asomo de culpa y vergüenza ya no avalar, sino tampoco tolerar, obras ni proyectos tales como la asoladora y polucionante minería a lo largo de la cordillera andina e incluso en las sierras cordobesas, la que genera movimientos de resistencia lugareños muy silenciados y sin espacios en los medios; los destructores monocultivos que arrasan con flora, fauna, pequeños productores, pobladores rurales, comunidades aborígenes, y que siembran, además de desertificación e intoxicación del ambiente, el combustible que continuará el modelo contaminante; la deforestación irrestricta que sólo arrastra males mayores y permanentes y los emprendimientos industriales que, bajo la cubierta de una endeble oferta de trabajo hecha a una población sumamente necesitada, pretenden justificar la expoliación irrecuperable de gente y naturaleza.
Respecto a este último punto, frente a los proyectos que localmente se nos presentan (caso de la planta de arrabio en Puerto Tirol) supongo que no querríamos parecernos a la sumergida y vulnerada población de la Puna jujeña, en la jurisdicción de Abra Pampa, que la televisión nacional ha mostrado en varias ocasiones. Los lugareños, abandonados por la empresa minera que se marchó cuando le convino hacerlo, ellos y sus hijos, físicamente muy disminuidos, en la más absoluta miseria, desmoralizados, con altos niveles de metales pesados en la sangre, conviviendo con montañas de contaminación no removida, en medio de una tierra que sólo provee minerales, en la desesperación por alimentarse siquiera, llegan a asegurar resignadamente que si se volviera a dar en la zona un nuevo emprendimiento minero no dudarían en presentarse a trabajar.
¿Tienen que ponernos en condiciones semejantes para que aceptemos tanto oprobio? Por eso requerimos la mayor cantidad de información posible sobre la planta de la empresa Vetorial, e información para toda la población, antes del debate que se dará en la Cámara de Diputados el próximo 17; porque nadie puede opinar sobre aquello de lo que no fue informado, y en ese caso esto jugaría a favor de quienes se reservan los detalles y están interesados en concretar un proyecto que, de entrada, ya plantea, increíblemente, la deforestación de nada menos que muchos miles de hectáreas de monte nativo.
Hoy los conquistados y colonizados somos todos los que admitimos la autodestrucción socavando el suelo que nos sustenta debajo de nuestros propios pies.
Publicado hoy en El Diario de la Región, de Resistencia, Chaco, Argentina.