Jorge Lanata cuenta su origen y sus cuatro décadas de periodista. Nuevo libro: "56. Cuarenta años de periodismo y algo de vida personal", editado por Sudamericana
Juan Gelman, en busca de su hijo. Un porteño del cine del cuarenta. Eso parecía Juan Gelman; un personaje de Amadori o de Moglia Barth, de esos que se vestían con corbata para ir al trabajo: pelo engominado, camisa blanca demasiado usada, corbata oscura. Era bastante alto, de modales suaves y su voz no tenía relación alguna con su cuerpo; su tono de voz, en verdad: hablaba muy despacio y con cierta ternura. Era difícil adivinar en él al oficial montonero que, en plena dictadura, aún usaba el uniforme para reunirse en París con un igual. Ya era, cuando lo conocí, el poeta vivo más importante de la Argentina a la que no podía volver. Ahora se discute, como si fuera una cucarda revolucionaria un poco trasnochada, quién lo trajo al país. Un profesor de la Facultad de Periodismo de La Plata, Alberto Moya —que en su blog se define como “el mejor de Berazategui” y reproduce una serie de notas en las que aparece citado—, planteó una polémica con respecto a si Gelman había vuelto al país gracias a Verbitsky o a mí, y que Horacio le había dado trabajo a Juan en el diario. Es difícil de creer que Horacio, un columnista, haya tenido el poder de tomar esa decisión, o que hubiera autorizado las decenas de solicitadas gratuitas que el diario publicó durante años en pos de la vuelta de Gelman, o que hubiera tenido la representación para adherir en nombre de Página/12. En cualquier caso, el diario hizo todo lo posible por el retorno de Gelman.
Gelman volvió, se le cubrieron sus necesidades económicas poniéndolo a cargo del suplemento de Cultura y se lo apoyó activamente en el reclamo por la aparición con vida de su hijo Marcelo, detenido y trasladado durante la dictadura a Automotores Orletti. En 1989 el cuerpo de Marcelo fue encontrado dentro de un tambor de doscientos litros relleno de cemento y de arena, exhumado por el Equipo Argentino de Antropología Forense. La noticia había trascendido a mitad de la semana pero aún no era oficial. Llamé a Juan para confirmarla y pedirle, a la vez, un texto para la contratapa de aquel domingo, cuando el cuerpo sería enterrado. Sin mucha explicación, me dijo que no quería escribir. Llamé entonces a Verbitsky, su amigo, para que lo convenciera. Fue en vano. Era inverosímil que, después de toda nuestra historia común, Juan se negara. A la vez, el diario no podía ocultar la noticia ni dejar de darle despliegue. Volví a rogarle que lo hiciera y entonces me contó la verdad: iba a dar, el lunes, una conferencia de prensa para corresponsales extranjeros.
—No quiero quemar la primicia —me dijo. No podía creer lo que escuchaba. Escribí entonces la contratapa de aquel domingo 7 de enero de 1990. Mi enojo era tal que en ningún momento menciono a Juan. Algo difícil, porque era su hijo al que enterraban. En un párrafo me refiero al “padre de Marcelo”, sin nombrarlo.
¿Cómo es Verbitsky? Realmente no sé cómo es Horacio Verbitsky, y lo conozco hace más de treinta años. Siempre lo vi más como un político que como un periodista. En nombre de la concordia, era Ernesto quien mantenía el diálogo cotidiano con él para su nota del fin de semana. Pequeño truco de director: no ser nunca la única y última instancia, siempre es mejor que otro actúe como colchón ante una dificultad. Mis diálogos con Verbitsky siempre fueron ásperos y calculados; una vez —en nombre del Lector, lo juro— le planteé que la extensión de sus notas conspiraba contra la lectura del común: —¿Por qué no agregás un par de recuadros? Lo haría más llevadero.
—Porque yo no escribo para la gente —soltó, de golpe.
—No te entiendo.
—Claro, yo escribo para un grupo de gente que me sigue, serán doscientas o mil personas, no sé.
Horacio seguía escribiendo para la “orga”, para sus militantes. Una lástima: sus crónicas del Juicio a las Juntas publicadas en El Periodista fueron de lo mejor que leí en mi vida. Nunca las publicó. Prefirió hacer best sellers olvidables como Robo para la Corona. “Ese es un libro que ilustra el sobaco”, me dijeron una vez. “Nadie lo leyó, pero todo el mundo lo compró porque queda bien tenerlo.” Como era de esperarse, Horacio no tenía en el diario compañeros sino “acólitos”, un pequeño grupo —que en la redacción llamaban “Los chicos Diez”— lo rodeaba adulándolo y se encontraban, semanalmente, para ver, grabadas, las participaciones de Horacio en la televisión.
La pantalla lo revelaba: Horacio aparecía increíblemente calculador, estudiaba cada palabra antes de que saliera de su boca, con la frialdad de alguien que todos los viernes podría ir a cenar con su amante y el esposo, y divertirse con ambos.
¿Trabajó para la Fuerza Aérea? Sé que sí, tengo el libro dedicado al brigadier Güiraldes y él mismo lo reconoce. He visto algunos recibos de sueldo publicados por Levinas en Doble agente. Recuerdo artículos suyos y de Soriano en la campaña Menem-Angeloz elogiando al riojano (acudan, por favor, al archivo) y en la pantalla de Día D admirando a Rodríguez Saá. Su conversión al kirchnerismo no fue nueva; hizo equilibrio por toda la cuerda floja del peronismo. Era lógico que frente a un resonante hecho de censura en Página/12 reaccionara como lo hizo.
A fines de 2004, Página/12 decidió censurar el panorama económico de los sábados firmado por Julio Nudler durante más de diez años. La nota de referencia denunciaba la designación de Claudio Moroni al frente de la Sindicatura General de la Nación (SIGEN) y sus vínculos irregulares con el entonces jefe de Gabinete de Néstor Kirchner, Alberto Fernández. El escándalo se potenció porque varios miembros del diario lo eran a la vez de la Asociación Periodistas por la Libertad de Expresión. Tiffenberg, Verbitsky y Martín Granovsky (luego presidente de Télam denunciado por corrupción), por ejemplo, estaban en esos dos lados del mostrador. El propio Nudler publicó entonces en las redes (en 2004, a un año de la asunción del kirchnerismo): “Personalmente apoyo diversos aspectos de la política de este gobierno, pero veo que su corrupción va en aumento (la designación de Martín Pérez Redrado y Miguel Pesce al frente del Banco Central ha sido otro hecho muy preocupante, además de las exacciones que cometen a diario los ministerios de Roberto Lavagna y Julio de Vido, con total impunidad) […]
Los fraudes cometidos por Fernández y Moroni son alevosos, y ya pueden imaginarse para qué se designa a un delincuente al frente de la SIGEN, donde por otro lado permanece la mujer de De Vido, carente de toda idoneidad […] Así como no quiero perjudicar a este gobierno sino evitar, con mi modesto aporte, que se suicide, tampoco quiero afectar al diario, que también se está suicidando. No le adjudico al director ni a nadie el derecho a censurar mis notas, aunque él lo haga cada tanto y yo no pueda evitarlo y no pienso negociar nada al respecto”. La timorata reacción de Tiffenberg fue previsible: se consideró —escribió— que “las afirmaciones de Nudler merecían mayores explicaciones antes de ser publicadas”, y lo acusó de haber iniciado negociaciones laborales con Szpolski, que en ese momento adquiría la revista Veintitrés, y de “haber entregado la nota tarde”. Verbitsky y Granovsky apoyaron la censura basándose en argumentos alambicados, desde falta de confirmación de fuentes hasta necesidad de pagar los salarios en el diario, ergo necesidad de recursos publicitarios estatales. La polémica fue vergonzosa. “La extensa nota del comisario político Horacio Verbitsky en la edición dominical de Página/12 confirma, lamentablemente, su degradación moral, ya tal vez sin redención posible —escribió Nudler—. ¡Demasiados años de enjuagar ropa sucia y publicar aguas servidas!” Aquel escándalo implotó en Periodistas. Julio murió al poco tiempo.
La relación de Página y La Tablada. Lo que recuerdo de aquel día es el viento, y el ruido del árbol. Y después la radio, que hablaba de un ataque terrorista al regimiento de La Tablada. “Hay mujeres”, dijo alguien en la radio. Tomaban ese dato como la confirmación de que no era una de las tantas crisis militares de Alfonsín. Después comenzaron a aparecer nombres conocidos: un grupo del MTP había intentado tomar el cuartel. Entre los atacantes había un cadete del diario. Hasta ese momento la relación del MTP y el diario era básicamente financiera; cada tanto el abogado Jorge Baños o el sacerdote Puigjané escribían alguna columna. Nunca, en aquel año, discutí periodismo o política con ellos. Varios ex integrantes del ERP estaban en la empresa: Hugo Soriani, un ex vendedor de camisas Chemea que manejaba la administración con Alberto Elizalde —aquel que se apropió de la marca-, Julio Mogordoy, en la distribución. Un abogado de trayectoria mediocre que con los años se creyó William Randolph Hearst, Jorge Prim, había entrado al directorio por amistad con Francisco Pancho Provenzano y luego el propio Sokolowicz, entre todos -básicamente Soriani y Prim- manejaban los aportes. Nadie pensó que algo así podía pasar. Escribí el 24 de enero, al día siguiente, lo que aún sigue siendo mi hipótesis de lo que en realidad pasó: o locura autónoma del grupo o una operación de inteligencia del Ejército, al que le servía reavivar viejos fantasmas. El Informador Público y otros medios vinculados a los servicios comenzaron a publicar notas en las que se nos adjudicaba la “autoría ideológica” del hecho. Aquellas noches fueron una sola: Sokolowicz y yo nos mudábamos de hotel en hotel. Alberto Dearriba, nuestro cronista en el Congreso, me citó entonces en La Biela con un mensaje: el Ejército nos quería ver.
—Mañana, en La Plata —dijo. A Fernando y a mí. “Pero me dicen que si tienen una sola mancha no vengan, porque no salen”. A la mañana siguiente Juan Carlos “El Chueco” Mazzón, un operador político de Manzano, nos llevó hasta una base de inteligencia militar. Nos atendió un coronel de apellido italiano. Sokolowicz y yo frente al escritorio del coronel, Mazzón detrás de nosotros. En esos momentos de tensión, por increíble que parezca, mantengo la tranquilidad: era como un juego de inteligencia. El coronel bromeaba. “Debe ser un amigo torturador que tengo”, decía, antes de atender una llamada. Tenía un sobre con decenas de fotos de La Tablada, me las exhibía preguntándome a quiénes conocía. La mayoría eran fotos de cadáveres irreconocibles. Cuando reconocía a alguien, el diálogo seguía: —¿Y cómo se conocieron? Y así. Sokolowicz estaba enmudecido. Estuvimos allí poco más de una hora. En un momento el coronel se levantó y nos acompañó hasta la puerta del despacho: “Esta no es una confesión en la que yo soy un cura que los absuelve”, me dijo, estirando la mano para saludar. “Por otro lado, Lanata, usted sabe que la institución le ha hecho la cruz”.
Fuente: Diario Clarín