sábado, 20 de julio de 2019

"Al gran pueblo argentino. Crónicas de una corresponsal mexicana"

Las magistrales crónicas de la corresponsal mexicana Cecilia González que retratan las últimas dos décadas de la Argentina que le tocó cubrir periodísticamente están compiladas en el libro "Al gran pueblo argentino", editado por Marea. "En realidad es una larga carta de amor a este país en donde crecí como periodista y persona gracias a su ejemplo de lucha y solidaridad. Ojalá lo disfruten", expresó González
Prólogo
Por: Josefina Licitra
La mirada es un ejercicio de distancia. Hay que estar cerca para ver de qué está hecho el universo que nos ronda. Y hay que estar lejos, también, para que esa materia que se observa –y sobre la que se escribe– no nos incorpore por completo a su sistema de saberes, esto es: para que no nos trague. ¿Dónde pararse, entonces, para tener la mejor vista de todas? ¿Dónde está la línea última sobre la que es posible detenerse a observar, y no caer del otro lado en el intento? No sé la respuesta exacta –ni siquiera importa que haya una respuesta exacta– pero sé que Cecilia González sabe, o al menos intuye, dónde está ese punto delicado donde el mundo se quita la máscara. Y sabe, o al menos intuye, que ese punto no es el resultado de una aritmética moral. Cecilia no tiene la clase de “mirada justa” que se enseña en los manuales de periodismo de salón. Ejerce, por el contrario, esa clase de justicia que se nutre del cruce perfecto entre la búsqueda y el chequeo de datos, y la puesta en juego de una honestidad individual que se traduce a todos los aspectos de la vida, incluido el profesional.

Cecilia llegó de México –su país– en el año 2002, y lo hizo pensando que venía de vacaciones. Se equivocó. Desde entonces cubrió Argentina –la materia– como corresponsal de Notimex, la agencia estatal de noticias de México. Y vive en Argentina –el territorio– con una entrega y una intensidad que le han permitido, en todo este tiempo, tomarle el pulso a la vida política local, pero también meterse en los recodos de nuestra idiosincrasia, en la trama de aciertos, prejuicios, saberes, dolores y apetitos que hacen a la identidad de un pueblo y que lo vuelven sanamente inclasificable. Las complejidades ásperas y apasionantes del kirchnerismo y sus doce años en el poder. Las luchas feministas intensificadas por el aumento de la violencia contra las mujeres y por la creación del colectivo Ni una Menos. Las heridas todavía frescas de la dictadura militar.

La ruta del narco en nuestro país y la coronación de Cecilia como “especialista” en la materia. La riqueza, las contradicciones y la condición combustible de la vida cultural local. El lado B del circuito de milongas donde el tango muestra su elegancia, pero también sus prejuicios. Los conductos del deseo que recorren las redes sociales hasta llegar a la calle y a la cama. La angustia de estar sola. La felicidad de estar sola.
Desde una perspectiva siempre intransferible, y con una prosa ágil, limpia, entretenida y bien argumentada, Cecilia demuestra que la eterna discusión sobre el carácter subjetivo del ejercicio periodístico es, aparte de eterna, intrascendente. Y que el verdadero
desafío que se abre cuando uno decide contar eso que ve es evidente y a la vez más complicado de lo que secree: contar eso que se ve. Dejar el confort de los lugares correctos y dar aire a las verdades incluso, o sobre todo, cuando son incómodas.

Bienvenido este libro, entonces, porque es eso–honestidad y belleza– lo que tiene entre manos Cecilia González. Y bienvenidos nosotros, que contamos con la suerte de poder leerla.

A modo de introducción
Yo solo venía de vacaciones
Por: Cecilia González
Una noche de septiembre de 2002 tuve una epifanía.

Estaba en México, en la redacción del diario Reforma, en donde trabajaba desde hacía nueve años. Me tocaba la guardia nocturna y debía revisar cables, mirar noticieros nocturnos y estar atenta por si surgía alguna noticia de última hora que hubiera que cubrir de urgencia.

"Pero si yo quiero estar en Buenos Aires, ¿qué estoy haciendo aquí?", pensé de pronto, mientras leía con desgano un comunicado oficial del gobierno enviado por fax que debía reescribir.

Ya había venido de vacaciones a Argentina en noviembre de 2001 y por trabajo en abril de 2002, a reportear la crisis. El lapso entre ambos viajes fue breve pero suficiente para producir cambios profundos en el país. Los precios, en primer lugar. En mi segunda visita todo era mucho más barato gracias a la devaluación. La evidente incertidumbre y la tensión social que sentí esas semanas no evitaron que me enamorara de Buenos Aires. Al atravesar la avenida 9 de Julio con la Vero (mi amiga mendocina), caminar por la calle Corrientes o mirar los letreros de alquiler en las ventanas de los edificios de Recoleta, soñaba con vivir aquí.

Era eso: un sueño.

Al volver a México empecé un largo penar por Buenos Aires. Me sentía triste. Quería estar acá, no allá, pero parecía imposible. Me deprimí. Mi cuerpo deambulaba sin mi espíritu en las calles de la ciudad de México. Me sentía incompleta. Al pasar por los ventanales de la colonia Roma, esperaba escuchar los acordes de un bandoneón. En los diarios mexicanos buscaba noticias sobre la crisis argentina. Añoraba el olor de los asados callejeros. Comía en los restaurantes argentinos de la ciudad de México que ofrecen cortes de carne falsamente pampeanos, como "la arrachera". Caminaba por Paseo de la Reforma y esperaba que, por arte de magia, se convirtiera en la Avenida Santa Fe.

No sabía qué hacer.

Pasaron varios meses hasta que, esa noche en el periódico, lo supe con certeza: debía volver a Buenos Aires. Una voz interna me advertía que era una locura, pero no podía dejar de sonreír.

En la madrugada llegué a mi casa. Con las mejillas sonrojadas y la mirada brillante le pregunté a Diego, un amigo español que pasaba unos días conmigo, si le gustaría quedarse en mi departamento y pagar la hipoteca a modo de alquiler, porque yo partía a Buenos Aires. Él, recién llegado al DF para estudiar una maestría y en plena búsqueda de un lugar para vivir, aceptó encantado. Nos resolvíamos la vida.

Le conté mi plan maestro diseñado en las últimas horas: renunciaría al periódico, me iría de vacaciones a Buenos Aires durante tres meses con mis ahorros y en febrero de 2003 volvería a la Ciudad de México para buscar trabajo en otra redacción. Ahora todo parecía tan fácil. Mis problemas y mi depresión habían terminado.

Esa noche casi no dormí. Al día siguiente me levanté temprano, fui a comprar el boleto de avión y por la tarde presenté mi renuncia al diario.

–¿Por qué te vas? –preguntó mi jefe.

–Porque quiero ser feliz.

–Nadie se va por eso –desconfió.

No tenía más argumentos ni reclamo alguno. Era una decisión personal. Varios colegas, sorprendidos, me cuestionaron: "¿Cómo vas a dejar un trabajo tan bueno?", "pero si ganas bien aquí; allá no tienes nada", "Argentina está en crisis económica, ¿no te da miedo?". No entendían mi renuncia a la comodidad de un buen salario y a la seguridad laboral. Que dejara un departamento recién comprado (no lo ocupé ni dos meses) y me alejara de mi familia.

A mis padres les mentí. Les prometí que regresaría en diciembre a pasar las fiestas de fin de año con ellos a sabiendas de que sería imposible: mi boleto de avión tenía fechas octubre 2002 ida-febrero 2003 regreso. El resto de los días antes de partir junté todo el dinero posible. Algunos amigos me prestaron. Otros me donaron. Me la pasé en largos y amorosos brindis de despedida.

Mi romance con Buenos Aires había comenzado años antes gracias a Julio Cortázar. O más bien, por un golpe a mi ego.

En uno de los últimos semestres de la universidad, el profe de Literatura nos pidió que escribiéramos la biografía de algún escritor. De Julio yo solo conocía Historias de cronopios y de famas. Me bastaba para elegirlo. Lo consideraba un autor cursi, como yo.

Los alumnos debíamos leer la tarea en voz alta en el salón. Días después, me planté segura frente al grupo: "Julio Cortázar nació en Bruselas el 26 de agosto de 1914…".

El profe me destrozó. Le parecía un texto plagado de clichés, aburrido. Me enojé, aunque sabía que él tenía razón. Me pidió rehacer el trabajo y para eso debía leer en serio a ese escritor argentino que me había puesto en evidencia. ¿Cómo se atrevía?

En esa época ya trabajaba en el diario y estaba a punto de cumplir mi anhelo infantil de vivir sola y dejar de compartir espacio, habitaciones y camas con mis siete hermanos. Hecha la mudanza, Rayuela se convirtió en mi compañía. Por las noches llegaba a mi nuevo y semivacío hogar en Tlatelolco, cenaba cualquier cosa y leía hasta la madrugada las aventuras de Oliveira, la Maga, Traveler y Talita. Me enamoré de Julio. Cómo no hacerlo. Deseé ser parte del Club de la Serpiente, conocer el lado de allá (París) y el lado de acá (Buenos Aires). Soñé con el beso del capítulo 7. Lo leí consecutivo, por orden numérico y en desorden. Subrayé frases e hice anotaciones casi en cada página. La tarea de la clase de Literatura pasó a segundo plano. Ya no importaba. Rayuela y Julio se habían transformado en mi libro y en mi autor favorito. Y Buenos Aires, en un destino soñado.
Años más tarde estudié un posgrado en Madrid. Al terminar los cursos regulares podíamos postularnos a prácticas en otros países europeos o latinoamericanos. Elegí trabajar en Radio Francia Internacional, en París, porque París era Rayuela. Llegué a la ciudad en vísperas de un gélido invierno. Mi querida amiga Daniela me acompañó allá con mis maletas y, apenas llegar, me regaló Marelle, la traducción francesa. El primer día que salimos a pasear me acompañó a dejar flores en la tumba de Julio y Carol, el último gran amor del escritor.

Tiempo después, ya de regreso en México, me inscribí en un club por internet de admiradores de Cortázar. Ahí conocí a un tal Martín que vivía en un barrio llamado Almagro. Chateamos durante meses. En noviembre de 2001, con declaraciones de amor mutuo de por medio, me invitó a venir a Buenos Aires. Estaba feliz. Iba a conocer el lado de acá, a vivir mi propia historia rayueliana con un cortazariano confeso. El espejismo amoroso con Martín se desvaneció muy pronto, pero ese encuentro me alcanzó para descubrir que Argentina era mi lugar en el mundo.

El 5 de octubre de 2002, solo dos semanas después de la epifanía nocturna en el periódico, aterricé de nuevo en Buenos Aires por tercera vez en menos de un año.

Llegué el mediodía de un cálido sábado con una maleta de mano y un póster de Woody Allen como único equipaje. En Ezeiza tomé un taxi y me dirigí a la pensión de estudiantes de Palermo en donde había reservado un cuarto mientras buscaba el alquiler temporal de un departamento.

Ahora sí había recuperado mi espíritu. Nunca me sentí tan feliz, tan libre. Tenía 31 años. Podía hacer lo que quisiera con mi vida. Y lo estaba haciendo.

Ya instalada en la pensión, llamé a mi amigo Nacho Rodríguez Reyna, quien había venido a Buenos Aires para hacer un curso de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (la de García Márquez) con Ryszard Kapuściński, el maestro de la crónica.

Nacho me invitó a pasar al día siguiente por su hotel para caminar por la ciudad. Era domingo y llegué puntual, pero Kapu, los amigos de la Fundación, el escritor Martín Caparrós y los alumnos del taller tenían el plan de ver un partido en la Bombonera. De buena onda nomás, me dejaron colar en la excursión. Nos fuimos en una combi turística y, ahí y en la cancha, me senté al lado de Kapu. Me daba vergüenza hablarle. Él charlaba, sonreía y preguntaba. Sobre todo eso: preguntaba. Caparrós filmaba.

Miraba la Bombonera, en dónde y con quiénes estaba, periodistas que admiraba hacía años, y me parecía surrealista. Era la mejor bienvenida que me podía dar Buenos Aires.

En la pensión estuve apenas dos días porque enseguida encontré un monoambiente amueblado en el centro, en Sarmiento y Rodríguez Peña. Lo tomé como otro buen augurio, aunque la verdad es que la facilidad para alquilar se debía a algo muy concreto: la crisis. Apenas entrar en mi nueva y temporal casa, desenrollé mi póster de Woody y lo pegué con cinta adhesiva en la pared.

El departamento era minúsculo. Tenía dos camas individuales, varias goteras en el techo del lado de la ventana y colecciones de miniaturas de porcelana en las mesas de luz. Los fines de semana se escuchaban los ruidos del boliche brasileño que estaba enfrente y, ya de madrugada, a los borrachos que cantaban, gritaban o se peleaban. Nada me importaba. Estaba tan contenta.

En mis viajes anteriores había conocido a mi amigo Jorge, quien en este regreso se convirtió en mi ángel de la guarda. Gracias a él, a sus cuidados y a su cariño, las reuniones en su casa de la calle Salguero y las historias de su pueblito Pirovano, empecé a tejer una nueva red de profundos afectos. Entre asado y asado, yo leía todos los libros posibles. Ofrecía trabajos freelance a medios mexicanos y los redactaba en los locutorios con internet típicos de esa época en Buenos Aires. También paseaba con amigos que venían a turistear de improviso, apurados por mí para aprovechar el alojamiento gratuito en mi casa.

Pasado el año nuevo de 2003 fui con Paola, una amiga italiana, a Porto Alegre, a cubrir el Foro Social Mundial, cita de los movimientos de izquierda y uno de mis anhelos como periodista. Había un clima festivo, reflejo de los cambios políticos que se vivían en Sudamérica. Luiz Inácio Lula da Silva, el nuevo presidente de Brasil, se juntó en el Foro con Hugo Chávez, quien ya cumplía cuatro años en el poder. Evo Morales, también presente, había perdido su primera elección presidencial pocos meses antes, pero su Movimiento al Socialismo crecía y se fortalecía. Tardaría tres años más en ganar la presidencia de Bolivia. Recuerdo en particular a Evo porque en Porto Alegre sacaba en todas partes sus hojas de coca y defendía el derecho de los bolivianos a cultivar y consumir la planta.

En los últimos días de la aventura brasileña, recibí un correo electrónico de un desconocido editor de la agencia mexicana de noticias. Me preguntaba si quería hacer una prueba para ser su corresponsal en Argentina. Me asusté porque no esperaba quedarme y menos conseguir un trabajo mitificado que, según yo, solo podía ejercer una élite del periodismo internacional. Tomé valor y acepté. Con intentar no perdía nada, salvo el boleto de regreso a México. Ya tenía los días contados para la vuelta, pero el cronómetro arrancó de nuevo.

A principios de febrero volví de Porto Alegre a Buenos Aires y comencé la prueba. Mis jefes me daban indicaciones por mail desde Chile, porque allá estaba la coordinación sudamericana de la agencia. Ellos no sabían que yo solo estaba acá de paso y que no tenía ni computadora. Ese mes, mi rutina consistió en despertarme a diario a las seis y media de la mañana y trabajar en el cíber chino de la vuelta de mi casa, que abría las 24 horas. Tenía que ir temprano porque tardaba mucho en revisar y entender la información de los diarios (hoy lo hago en quince minutos). Debía enviar, con el formato de la agencia y la acreditación del medio ("Según Clarín…", "El diario La Nación reveló…", "En una entrevista con Página/12, X dijo que…"), las noticias que me parecieran importantes. Era la Argentina de principios de 2003. Todas las noticias eran importantes.

Al mediodía comía en el monoambiente y después volvía al cíber. De tanto ir, me hice amiga de los chinos. Les daba curiosidad que estuviera metida ahí casi todo el día. También estudiaba la historia de la relación bilateral México-Argentina y entrevistaba a políticos, líderes sociales y académicos sobre la situación del país. Me costaba. Eduardo Duhalde era un gobernante interino en la cuerda floja. Elisa Carrió, la candidata progresista (hoy parece inverosímil). Carlos Menem, el ex presidente que podía volver. Y Néstor Kirchner, el gobernador patagónico que quería ocupar la Casa Rosada. Seguían los piquetes en calles y autopistas, las marchas en Plaza de Mayo y los bancos enrejados. Me parecía caótico. De cubrir temas políticos y sociales en México, ahora reporteaba a todo un país.

Al terminar el mes de prueba, mi jefe me llamó desde Chile, alabó mi trabajo y me dijo que estaba contratada. Yo no podía creer mi suerte.

Pensé en el lugar común de que la vida te premia si tomas decisiones difíciles. La mía había sido renunciar a mi (aparentemente) cómoda vida en la ciudad de México. También recordé esas típicas historias de personas ubicadas en el lugar y en el momento indicados. Yo estaba de paso en el país sudamericano más disputado por los periodistas internacionales justo cuando la agencia de noticias más importante de América Latina no tenía corresponsal. Años más tarde supe que mi amiga Clara había movido sus influencias en México e instado a que me hicieran la prueba. Para mí, atea militante, la suya fue una intervención divina. Además de conseguirme trabajo (sin decírmelo), Clara me mandó maletas con mi ropa de abrigo para enfrentar el invierno porteño que yo no había contemplado en mi plan inicial.

Convertida en corresponsal inexperta, me mudé a otro departamento amueblado y más amplio, en el piso 17 de un edificio en Suipacha y Perón, en el microcentro. Desde su enorme balcón podía ver todos los tonos posibles del Río de la Plata. Con mi primer sueldo y los ahorros que me quedaban, compré una computadora, enmarqué el póster de Woody, me despedí de los chinos del cíber y empecé una nueva vida en Buenos Aires.

La Argentina que me tocó escribir
ALCA, ALCA, al carajo
Mi prueba de fuego como aprendiz de corresponsal mexicana en Argentina fueron las elecciones presidenciales de 2003.

Fue un lío contar que había tres candidatos del mismo partido peronista; que a Carlos Menem al final
no lo odiaban tanto como parecía, porque había sido el más votado en la primera vuelta; y que un político de complicado apellido y gobernador de una lejana provincia del Sur se iba a convertir en presidente, aunque había quedado en segundo lugar.

Ni hablar de lo difícil que era explicar la segunda vuelta o ballottage, mecanismo inexistente en el sistema político mexicano, en donde triunfa quien obtenga más votos, así sea uno solo. Con ese modelo, en Argentina habría ganado Menem. No tienen nada que envidiarnos.

Más allá de la política, los corresponsales debemos escribir notas de todo tipo porque los medios que nos contratan necesitan contenidos para todas las secciones. Por eso, en mis primeros años en Argentina me empapé de la vida de Diego Armando Maradona (siempre fue, es y será noticia), leí todos los libros posibles de autores argentinos, seguí la historia musical (y clínica) de Charly García y reporté con detalle, semana a semana, los resultados de los torneos de fútbol.

En esas coberturas iniciáticas supe que, aquí, jamás me aburriría.

La inexperiencia me pesó al principio, sobre todo en temas políticos y económicos.

En noviembre de 2005, por ejemplo, fui muy estresada a la Cumbre de las Américas de Mar del Plata.

El tema del encuentro y los personajes que venían eran muy importantes. Hasta entonces, mis únicas coberturas internacionales habían sido una cumbre de la Internacional Socialista en París y una gira de la ex primera dama mexicana Martha Sahagún a Quito.

Después de estudiar en Europa tenía teoría suficiente en relaciones internacionales, pero cero práctica para cubrir a líderes mundiales.

El mayor reto en Mar del Plata era la presencia de George W. Bush. El presidente de Estados Unidos estaba metido en su guerra contra el terrorismo y venía con la intención de que los países latinoamericanos (salvo Cuba, que no era invitada a estas cumbres) firmaran el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas, el famoso ALCA. No sabía que Hugo Chávez, Néstor Kirchner
y Luiz Inácio Lula da Silva iban a aliarse y a echar abajo su plan. ¿Cuándo le habían hecho esto a Estados Unidos? Nunca. Y menos en su “patio trasero”, como nos decían a los latinoamericanos.

Años después de la Cumbre, Chávez nos contó  a varios periodistas que él y Kirchner se pusieron de
acuerdo para “cansar” a Bush. La estrategia era así: Kirchner, en su papel de anfitrión, le daba a cada rato la palabra a Chávez, quien hablaba sin parar hasta que el presidente argentino le hacía una seña y le pasaba el micrófono a Lula. Tabaré Vázquez, el primer presidente de izquierda elegido en Uruguay, también ayudó.

En sus discursos criticaron el imperialismo y el neoliberalismo y defendieron la autonomía de los pueblos latinoamericanos. Fue muy emocionante. Por primera vez los presidentes de la región se enfrentaban juntos a Estados Unidos. Y ganaban.

En Mar del Plata me la pasé corriendo de las sesiones de los presidentes en el Hotel Hermitage al Estadio Mundialista, en donde organizaciones de la sociedad civil hacían la Cumbre de los Pueblos.

Las estrellas, los más convocantes, eran Maradona, Eduardo Galeano, Silvio Rodríguez y Manu Chao.

En ese estadio, Chávez lanzó su ya legendario grito: “ALCA, ALCA… al carajo” y dio por enterrado el acuerdo. El presidente venezolano reía y repetía su nuevo lema en cada discurso o entrevista. Parecía un niño que disfrutaba una gran travesura.

Bush, por el contrario, estaba bien enojado. En la sesión plenaria, fastidiado, a ratos se sacaba los auriculares y dejaba de escuchar a los traductores. Como no entendía los largos discursos de Chávez, la unión de los líderes sudamericanos ni la negativa al acuerdo, le pedía ayuda a Vicente Fox. El presidente mexicano se iba a ir de Mar del Plata al mediodía del segundo y último día de la Cumbre, pero Bush no lo dejó. Lo necesitaba para que ambos presionaran en favor del ALCA. Perdieron.

Los voceros presidenciales corrían de un lado a otro en la sala de prensa con vista al mar en la que
trabajábamos cientos de periodistas. La negativa al ALCA era una sorpresa. La irritación y el desconcierto del rostro de Bush me alegraban. La nula solidaridad y compromiso latinoamericano del presidente de mi país me avergonzaban.

Después de la Cumbre, ya en Buenos Aires, tuve todavía más trabajo porque Fox y Kirchner se pelearon. De regreso en México, Fox responsabilizó a Kirchner del “fracaso” de la Cumbre. No entendía que, para el argentino y para los otros presidentes sudamericanos, había sido una victoria.

“Que Fox se ocupe de los asuntos de México, a mí me votaron los argentinos y me voy a ocupar de los argentinos”, le respondió Kirchner, quien, como bien sabemos, no solía quedarse callado. La relación bilateral permaneció tensa durante varios años. Se recompuso cuando Cristina Fernández y Felipe Calderón coincidieron como presidentes de Argentina y México y se hicieron amigos a pesar de sus supuestas diferencias ideológicas, lo que siempre me sorprendió. El pragmatismo se impuso.

En los años siguientes cubrí cumbres iberoamericanas, del Mercosur, de la Celac, de Unasur y del G20. En cada encuentro, a los periodistas nos limitaron cada vez más para trabajar. Al principio teníamos acceso directo a los presidentes o cancilleres. Los podíamos entrevistar en los pasillos de los hoteles o pedir encuentros exclusivos o conjuntos pero, de a poco, las cumbres se hicieron más cerradas. Hoy, la cobertura se limita a amplias salas de prensa en donde vemos, a través de pantallas, los discursos o parte de las sesiones porque ya ni siquiera las transmiten completas. Nos ofrecen café y comida, pero tenemos prohibido el acceso a salones y pasillos y estamos sometidos a limitadas conferencias. Así es muy difícil retratar a los personajes o contar con mayor precisión determinados momentos políticos.

El único presidente que eludía las limitaciones era Chávez. Solía buscarnos en las salas de prensa o llamarnos para encuentros con pequeños grupos de corresponsales. Nos preguntaba nuestros nombres, de dónde éramos. Charlaba y nos hacía bromas. Lo más importante: nos daba notas y declaraciones con garantía de repercusión. Era el presidente más carismático y, también, el más controvertido..

Los presidentes de la llamada “oleada progresista” sudamericana cometieron errores políticos. Algunos, incluso, delitos. No escatimé críticas hacia ellos. En mis notas reporté y cuestioné la corrupción, el autoritarismo, el abuso de poder, el mesianismo y la falta de liderazgos sustitutos. Nicolás Maduro es uno de los principales fracasos de ese modelo de poder.

Pero el balance de sus gobiernos se escribirá en otros libros. En mi caso, personal y profesional, me queda la satisfacción de haber cubierto una etapa de la historia latinoamericana en donde coincidieron personajes como Chávez, Michelle Bachelet, Lula, Evo Morales, Dilma Rousseff, los Kirchner, Tabaré Vázquez, José Mujica y Rafael Correa. En sus primeros años de gobierno, cuando alimentaron la esperanza de justicia social en sus países y aun en medio de sus pleitos bilaterales, contradicciones, escándalos y problemas judiciales, me daba gusto verlos juntos, abrazarse y tratarse como amigos. Con el tiempo desconfié cada vez más de la manera en que algunos de ellos ejercían el poder, sin dejar de coincidir en sus discursos en favor de la integración latinoamericana y en sus críticas a poderes no votados, en particular las empresas mediáticas y el sistema financiero internacional.

No había pasado antes y no sabemos si volverá a ocurrir. Siempre lamentaré que mi país no haya sido parte de ese proceso.

Mareada de tanta exposición
En mis primeros años como corresponsal me di cuenta, con preocupación, del avance de la frivolidad en los medios. Una frivolidad con la que yo misma colaboraba.

Una tarde de noviembre de 2007, mientras merendaba en mi casa en Montserrat, vi en el programa “Duro de Domar” una entrevista con Jorge Lafauci. “Son los más feos, los mexicanos; no lo vayas a sacar, pero los únicos lindos están en la tele”, decía a cámara el periodista que, en ese momento, era jurado de la versión internacional de “Bailando por un Sueño” en México.

Como el cantante italiano Tiziano Ferro acababa de despreciar a las mexicanas por “bigotonas”, venía bien denunciar otra muestra internacional de discriminación. Y siendo Lafauci, era hasta gracioso que él evaluara la belleza de cualquier persona. La nota que mandé a mi agencia repercutió de inmediato en algunos programas nocturnos de México. Al otro día, ya era un escándalo nacional.

Mi jefe me llamó temprano, apurado. Necesitábamos el video del programa para demostrar que el periodista había dicho lo que ahora negaba. “Quieren violentar mi estadía en México. Yo estoy muy a gusto y quiero mucho a los mexicanos. Tengo miedo de que sea provocado por Notimex, para jorobar y hacerme sentir mal en mi estadía”, denunciaba ante medios mexicanos y después de jurar inocencia “por la Virgen de Guadalupe”.

Notimex era yo y mi intención había sido escribir una nota curiosa, pero intrascendente. Mientras le pedía al Canal 13 la grabación del programa, en México se burlaban de Lafauci o pedían su expulsión del país. En Argentina, en los programas de la tarde y en los noticieros discutían si de verdad los mexicanos éramos feos. Era El Tema del Día. Por la tarde, el canal emitió otra vez la entrevista que confirmaba mi nota. Mi jefe y yo respiramos tranquilos.

El escándalo no se aplacó. Adal Ramones, el conductor mexicano de “Bailando por un Sueño”, amenazó con echar a Lafauci del programa. No fue necesario. El periodista se disculpó en vivo y ofreció pedir perdón de rodillas. La venganza del ofendido público mexicano fue votar a Laura Fidalgo y Maxi Diorio, la pareja argentina de la competencia, como los bailarines más feos del concurso. La patria estaba vengada.

Otro caso similar fue el de los tacos falsos de Maru Botana.

En noviembre de 2013, mi amiga Ana Cecilia Pujals posteó en Facebook, indignada, un video en el que la famosa chef argentina enseñaba a preparar tacos. La secuencia era tragicómica. La mediática cocinera preparaba verduras en un wok (que, como todos sabemos, de Oaxaca no es) con la intención de usarlas como relleno en las tortillas. Hasta ahí, podía ser un taco de verduras. Una rareza en nuestro menú, pero posible. La tragedia culinaria comenzaba con la preparación de la masa para las tortillas. Botana mezclaba harina de trigo y de maíz y añadía cucharadas de aceite. En México, las harinas no se mezclan y tampoco se le echa aceite a la masa.

Lo más irritante −o divertido, según el caso− era el momento en el que Botana colocaba directo en el fuego una prensa redonda de metal típica de México. Esa máquina nunca se calienta, no es una sartén. Solo sirve para aplastar las bolitas de masa cruda y formar una tortilla que, enseguida, se pasa a una plancha o sartén que está en el fuego para que se cueza.

Para que se entienda: la receta de la conductora equivalía a cortar carne en tiritas, meterla al horno de microondas, gratinarla y presentarla como el verdadero asado argentino.

Mi detallada reseña de las barbaridades que Botana hacía con el platillo más popular de la comida mexicana repercutió a las pocas horas en los medios de México. A periodistas y público en general les sorprendía que una chef tan famosa fuera tan poco profesional. La reacción ante las imágenes oscilaba entre carcajadas y gritos de “¡¡¡noooooooo!!!”.

“Con X de México”, el programa de la colectividad mexicana en Argentina, inició una campaña para defender la gastronomía nacional –reconocida como patrimonio de la humanidad− de “prácticas mediáticas muy poco respetuosas”.

Un periodista la bautizó como “Maru Bin Laden” por cometer “un verdadero acto terrorista” en contra de la cocina mexicana. El nuevo nombre de la cocinera fue retomado por medios argentinos. “Maru Botana se llevó ‘tacos mexicanos’ a marzo”, “Ahora Maru Botana se echa encima a la comunidad mexicana”, titularon otros portales.

Sin acusar recibo de las críticas, la chef agradeció en Twitter la recomendación de videos en los que se mostraba el uso correcto de la máquina de las tortillas. La tormenta no cesó. En Change.org se recolectaron firmas de mexicanos que, en plena sobreactuación, le reclamaban un pedido disculpas. En las redes continuaron las burlas, los insultos y las críticas. Al final, Botana cedió y escribió: “Perdón si me equivoqué en la receta de los tacos, es un error, no todos somos perfectos”.

Las notas de Lafauci y Botana tuvieron récord de lectores y de repercusión en los dos países.

Me parecía muy gracioso.

Al mismo tiempo, algo me incomodaba.

Me daba cuenta de que mis coberturas sobre política, derechos humanos o violencia machista no tenían el mismo impacto. Yo quería contrarrestar la liviandad informativa y profundizar en temas sociales, hacer trabajos más serios.

Entonces apareció el narcotráfico.

A mediados de 2008, la Policía Bonaerense descubrió un laboratorio de metanfetaminas manejado por una banda de mexicanos en la provincia de Buenos Aires. En esa época, más allá de operativos específicos, el narcotráfico no formaba parte de la agenda de los medios argentinos.

Tampoco me interesaba a mí. Ni siquiera había cubierto fuentes policiales, pero la guerra contra el narcotráfico había convertido a los periodistas de mi país en nuevas víctimas y sentía la obligación de vincularme de alguna manera con ellos. Tenía el pretexto ideal: el paso de los cárteles mexicanos por la Argentina, ahora que la famosa “ruta de la efedrina” producía interesantes y desconocidas historias que podía reunir en un libro. Lo titulé Narcosur.

Un par de años más tarde tuve listo un primer borrador y lo ofrecí en varias editoriales. Solo encontré rechazos. Un editor me dijo que ese tema no tenía lectores aquí. “¿A quién le va a interesar un libro sobre narcotráfico en Argentina, escrito por una mexicana, en lenguaje mexicano?”, cuestionó otra. “Es un asunto muy complicado, preferimos no tenerlo en nuestro catálogo”, se sinceró uno más.

El recuerdo de esas respuestas me parecía paradójico a principios de 2014, cuando decenas de medios demandaban mi opinión y me entrevistaban sobre un libro que ya se encaminaba a una segunda edición gracias a que, previa recomendación del periodista Cristian Alarcón, la editora Constanza Brunet había aceptado publicarlo en Marea.

Ahora sí, el narco estaba de moda.

Las advertencias de la Iglesia sobre “el flagelo” narco; la captura, nueva fuga y recaptura del Chapo Guzmán; la conversión mediática de Rosario en “ciudad narco”; el éxito de la serie “El patrón del mal” y los interminables escándalos de “la ruta de la efedrina” −que influyeron en las elecciones de 2015− se tradujeron en una inesperada y permanente campaña de promoción para mi libro.

En esa gira, que me pareció interminable, pasé por primera vez de entrevistadora a entrevistada. Me llevé muchas sorpresas.

Una de las más desagradables fue la grabación de un programa de televisión para un exitoso canal de cable. Todo empezó mal. Antes de entrar en el estudio, me pusieron plastas de maquillaje y me alaciaron el cabello. No era yo. Ya sentada en el panel, la conductora −y famosa periodista− me interrumpía y retaba sin dejarme exponer mis ideas. “Ese no es el tema”, me decía a cada rato. Entendí que me había convocado solo para completar una mesa de seis invitados, no porque le interesara lo que pensaba o supiera quién era yo y qué había escrito. Me relajé y me puse en plan observadora. Me sentía un personaje de “Vas a decir lo que necesito que digas”, el sketch en el que Capusotto se burla de este tipo de periodistas que presumen “un periodismo inquisitivo sin concesiones” y que, en verdad, solo quieren que los entrevistados confirmemos sus prejuicios con lugares comunes. Cuando terminamos, la conductora me advirtió que iban a cortar gran parte de mis intervenciones porque ella no estaba de acuerdo con mi posición. “Lo tengo clarísimo”, le dije.

En esos días, un productor televisivo me preguntó por teléfono mi opinión sobre la posible “mexicanización” de Argentina advertida por el Papa. Es una idea absurda y sin sustento, le expliqué. “Ah, queríamos invitarte hoy al programa, pero no nos sirve lo que decís”, me interrumpió. Querían que le diera la razón a Francisco. Seguía en el sketch.

La manipulación fue otro hallazgo. Una vez un productor me dijo, justo antes de entrar en el estudio, que si hablaba mal del gobierno kirchnerista tenía garantizada la portada de los diarios más influyentes del día siguiente. Por supuesto, me abstuve de cualquier crítica. Ya me estaba cansando. Y decepcionando.

El ego pesaba. De pronto me buscaban periodistas famosos y no tanto, me entrevistaban en la tele, la radio, los diarios y los portales y acumulaba seguidores en las redes sociales. Tanta atención halagaba, cómo no, es para marear a cualquiera. Hasta que recordé que yo solo había querido escribir un libro, no convertirme en un personaje mediático.

Eso lo terminé de entender la tarde en que un movilero de C5N tocó el timbre de mi casa. Yo esperaba una entrevista similar a otras, con ambos sentados en la tranquilidad de mi sala, pero él llegó preparado para un enlace en vivo que incluía un camión, luces, cables kilométricos, camarógrafo y dos asistentes de producción. Cuando bajé a abrir y me di cuenta del amplio operativo noticioso, me avergoncé. Para peor, la entrevista se hizo en la entrada del edificio porque querían aprovechar la luz del día. Como iba a ser transmitida en directo debíamos esperar ahí parados durante media hora hasta que la conexión estuviera lista.

Al ver la cámara, los automovilistas se detenían con la ilusión de ver a alguien famoso. “¿A quién mataron?, ¿qué pasó aquí?”, preguntó alarmado un vecino. El notero me contó que, cuando hacen un móvil de televisión en la calle, la gente que pasa siempre espera la noticia de un asesinato o un asalto. Es resultado de la obsesión de los canales por mostrar la “inseguridad” de Argentina, un país en donde, según el discurso mediático “no podés salir porque te matan”.

Durante los quince minutos que duró la entrevista estuve nerviosa porque debía hablar directo a cámara como si estuviera frente a una persona. Por suerte en el piso estaba Paulo Kablan, un periodista experto en policiales que sabía del tema y, a diferencia de la mayoría de los periodistas que me entrevistaban, había leído mi libro.

Después de despedirme del notero y del resto del equipo entré en mi edificio y esperé el ascensor. En cuanto las puertas se abrieron, una vecina desconocida se me abalanzó. “Voy ya mismo a comprar tu libro, pero me lo firmás, ¿eh? ¡Quiero tu autógrafo!”, me dijo entre eufóricos besos y abrazos. Gracias a la magia de la pantalla chica, le había surgido un repentino afecto por mí.

La larga gira de Narcosur se estaba convirtiendo en una experiencia surrealista. Me superaba.

El dilema era qué hacer con tanta exposición. Al principio me negué a dar más entrevistas, pero luego decidí que aprovecharía las invitaciones de los medios argentinos para hablar del fracaso de la guerra contra el narcotráfico en el mundo y de la tragedia mexicana de la que aquí se sabía tan poco.

Hacía ya más de diez años que contaba en México lo que pasaba en Argentina. Ahora recorrería el camino inverso.
Sobre la autora
Cecilia González es periodista mexicana radicada en Buenos Aires. Fue corresponsal de la agencia Notimex durante dieciséis años. Es licenciada en Comunicación y experta en Información Internacional por la Universidad Complutense de Madrid.

Es columnista del diario Tiempo Argentino y brinda talleres de periodismo. Es autora de los libros Escenas del periodismo mexicano, Narcosur. La sombra del narcotráfico mexicano en la Argentina, Todo lo que necesitás saber sobre el narcotráfico y Narcofugas. De México a la Argentina, la larga ruta de la efedrina, por el que obtuvo el premio FoPeA al mejor libro de periodismo de investigación.

Trabajó en la producción de los documentales Los nuestros, sobre la vida y obra de Roque Dalton, John Reed y Rodolfo Walsh, Ernesto Guevara, también conocido como el Che y La noche de Ayotzinapa, emitidas en Netflix. En 2014 ganó el Concurso de Crónicas del Espacio Memoria y Derechos Humanos (ex ESMA). Participó en los proyectos 72 migrantes, Tú y yo coincidimos en la noche terrible y Periodistas con Ayotzinapa, esfuerzos colectivos que rescatan historias de víctimas de la violencia en México. Es coorganizadora del festival de no ficción Basado en Hechos Reales. Su cuenta de Twitter es @ceciazul.

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