Vengo pensando en esta columna desde hace algunas semanas. Vengo dando vueltas, imaginando comienzos y sobre todo finales. Quiero escribir sobre mi oficio y sobre lo que queda de esta forma que tenemos algunos de contar el mundo, cuando la tecnología y las razones políticas dieron vuelta como un guante la magia y la mística de esta tarea tanto como los tradicionales criterios de independencia profesional y de fidelidad a los hechos. Lo que no esperaba era que el flamante presidente de los Estados Unidos también estuviera "reflexionando" al mismo tiempo sobre el papel de la prensa, y no precisamente con respeto. "Estoy embarcado en una guerra con los medios. (Los periodistas) están entre los seres humanos más deshonestos de la Tierra", dijo el líder de la nación más poderosa, una persona acostumbrada a comprar voluntades, a dictar comunicados, a fabricar verdades y a confundir vulgaridad con franqueza. No sé qué les pasa a ustedes, pero a mí me violenta que duden de mi honestidad, y no estoy hablando en nombre de intereses corporativos, sino de una generalidad que me interpela y que esta vez enunció Trump, pero que se escucha de manera reiterada ("los periodistas son..."), en tiempos en los que además comienzan a brotar neologismos inquietantes como "posverdad" y ahora, recién nomás, el truculento "hechos alternativos", que suena tan pero tan parecido a realidad customizada, ¿verdad?
"Los periodistas no somos importantes. Importantes son los maestros y las enfermeras", dice regularmente Juan Carlos Algañaraz, un viejo periodista radicado en España que fue el único argentino que cubrió la caída de Saigón, en el final de la guerra de Vietnam. Por entonces no se usaban fotitos de los periodistas que permitieran identificarlos, no había mails para escribirles y no había foros ni redes sociales en las cuales desde el anonimato cualquier energúmeno (o cualquier equipo profesional al servicio de alguien) se propusiera demoler tus artículos, cuestionar tu moral o menospreciar tu prosa. Naturalmente, no hablo de erratas o errores que ahora pueden ser subsanados en la red, sino de aquellos que seguramente arrastran algún viejo conflicto con su deseo y siempre creen que pueden escribir tu artículo o poner un título mejor que vos.
Está muy bien esa idea de que hoy todos somos nuestro propio medio a través de las redes, pero la mayoría de los periodistas que vivimos de esto aún trabajamos en medios que tienen propietarios y, seguramente, intereses que no siempre coinciden con los nuestros. En esa tensión, más o menos agobiante, nos manejamos ayer y hoy, y en este punto voy a decepcionar las miradas conspirativas: no es cierto que los periodistas se vean obligados a firmar notas con las que no acuerdan. Amigos: nadie nos pide tanto. Sí es cierto, en cambio, que siempre existieron personas temerosas o "papistas" de escritorio, como también seres pequeñitos ("jefecitos", los llamaba Bourdieu) que ambicionan ganarse el cielo de una redacción y allá van, siempre un paso más adelante del deseo del superior. Por supuesto, Mr. Trump, debemos admitir que en este gremio también existen los deshonestos y los miserables, pero no más que en el resto de los órdenes de la vida. Por eso, más allá del efectismo demagógico de su frase, y pese a que ya nos vimos obligados a desistir de la idea heroica de la independencia (como Papá Noel, sabemos que no existe y es apenas un principio filosófico), a la mayor parte de nosotros todavía nos queda la decencia como credencial.
Me gusta decir que un periodista es un curioso profesional; alguien que quiere saberlo y contarlo todo y que se mueve por la vida con determinadas reglas y coordenadas discursivas, retóricas y éticas. Contar el mundo a nuestro modo: en eso estuvimos durante estos años, en este espacio adorable e intenso. En eso mismo seguiremos estando: aquí, allá y en todas partes.
Fuente: Diario La Nación