domingo, 7 de abril de 2019

Tucumantes: Relatos para vencer al silencio

Las cicatrices del terrorismo de Estado todavía persisten en Tucumán quizá como en ninguna otra parte de la Argentina, dice la periodista Sibila Camps. A partir de una historia comienza a buscar personajes, situaciones y hechos para rescatar un relato que muchos eligen ocultar “en una provincia que llegó a ser un campo de concentración a cielo abierto", sostiene y agrega en diálogo con Señales: "Tucumantes apela a la memoria y a las palabras en una provincia sellada por el silencio y el ocultamiento”
Te preguntas ¿cómo hizo un ex militante para vivir más de tres décadas durmiendo sobre los cadáveres?, ¿cómo es esa historia que da origen al libro?
Yo empecé a ir a Tucumán para hacer notas de distinto tipo, durante los años en que trabajé en Clarín; notas sobre salud, cultura, alguna entrevista, inundaciones, desastres, etc. Esto fue hacia finales de los ochenta y la sensación que yo tenía era como estar en Buenos Aires, en Rosario o Córdoba en el año 1984 o 1985 es decir en la postdictadura, y avanzados los 90 seguí teniendo esa misma impresión.
En el año 2010, cuando se hace el primer mega juicio por delitos de lesa humanidad en Tucumán, por las víctimas que habían estado secuestradas, e incluso, desaparecidas en el centro clandestino de la Jefatura de Policía de Tucumán, hubo un testigo que había sido un oficial Montonero; quebrado por la tortura, lo terminaron metiendo de prepo en la propia policía y se animó a renunciar en marzo del 84.
Juan Carlos Clemente, más allá de que en sus tiempos de activista barrial de la Juventud Peronista lo llamaban “el Perro”. Chupado en julio de 1976, lo habían paseado por varios centros clandestinos de detención y torturado en todos. El último día de ese año lo habían blanqueado y mandado a dormir a la casa de sus padres, pero todas las mañanas debía presentarse en el Servicio de Informaciones Confidenciales (SIC); allí lo hacían dibujar carteles y diagramas, y archivar papeles.
Pero antes de eso, cuando él estaba en el centro clandestino, lo tenían como administrativo, archivando papeles en biblioratos. En el lugar donde estaba, dentro del Servicio de Informaciones Confidenciales de la Policía, no había casi nadie de la patota que supiera leer y escribir, apenas sabían escribir sus propios nombres y él era un estudiante muy, muy avanzado, le faltó un año para terminar medicina, para recibirse de médico.

Él empezó a llevarse papeles a la casa cuando desmantelaban ese lugar y los entregó en ese juicio, treinta y tres años después. A mí me impactó. Me dije: ¿cómo hizo este tipo para sobrevivir treinta y tres años con semejante secreto? ¿Cómo hizo realmente para dormir sobre los cadáveres?; porque había listas de personas desaparecidas, de personas que iban a ser secuestradas, declaraciones tomadas bajo tortura y otras.

Son dos carpetas con aproximadamente doscientas sesenta y tres fojas. Eso me impactó muchísimo y me quedé pensando realmente en el después, en cómo habría sido la vida de ese tipo después, con semejante secreto. Y seguro que no pasó un solo día de su vida sin que se acordara de lo que tenía.

Y me dije: ¡cuánto terror habrá sentido para no entregar esto antes!; más allá de esa cuestión ambigua, ambivalente, de su propia situación.

Poco tiempo después, viene una amiga mía de Tucumán a Buenos Aires y nos quedamos charlando sobre esto. Me contó otra historia, de otra persona que había declarado en el juicio que había sido una mucama, en realidad reducida a la servidumbre, en la casa de Roberto "El Tuerto" Albornoz, que fue una especie de Miguel Etchecolatz de Tucumán, pero más terrible todavía, ya que iba personalmente a participar de los secuestros y también participaba de las violaciones a las mujeres y ejecutaba y torturaba (vive todavía, tiene varias condenas a perpetua, pero vive todavía).

Esta mujer, que no había sido ni militante, ni nada, estuvo prácticamente secuestrada dentro de la propia casa, violada por el Tuerto y por uno de sus hijos. Fue embarazada y obligada a abortar, varias veces. Me conmovió la historia de esta mujer que todavía seguía buscando a una hija, producto de una de las violaciones, que se la habían sacado a los quince minutos de nacer. Me di cuenta de que en Tucumán, los espacios de terror no han sido solamente los centros clandestinos, no han sido sólo pueblos que se transformaron en campos de concentración a cielo abierto: fue prácticamente toda la provincia; y eso me hizo empezar a mirar lo que yo recordaba de Tucumán, lo que me había llamado la atención, con otros ojos, y allí empecé a encontrar señales en todos lados. Por ejemplo las estatuas "más nuevas", de militares y curas, símbolo de una alianza estrecha entre crucifijos y armas que se perpetúa hasta hoy; están en el Parque 9 de Julio, el principal que tiene la ciudad de Tucumán. Encontré también las huellas en el lenguaje: hoy en día la gente sigue diciendo “la época de la subversión”, y no “la época de la dictadura”.

Seguí viendo distintas señales y empecé a detectar distintas historias, que muchas terminaron entrelazándose porque tienen personajes en común. Eso es algo que no se produjo ninguna otra parte del país: la persistencia, los efectos del terrorismo de Estado, no se dieron en ninguna otra parte del país, como se dio en Tucumán.

El libro tiene relatos sobre historias y situaciones reales que están tomadas desde el presente o desde los últimos años y que muestran esto.

Imagino que habrás encontrado muchos de estos protagonistas y algunos que quedaron afuera del libro.
Sí, porque llegó un momento en que dije basta. Tucumán tiene arriba de 700 personas desaparecidas, es una provincia pequeña donde las organizaciones armadas cómo la Compañía de Monte "Ramón Rosa Jimenez", del ERP, no tuvo más de cincuenta milicianos. Y los Montoneros, que estaban en la ciudad, tenían también un número muy pequeño, de los cuales no todos estaban armados. Entonces estamos hablando de 768 personas que la mayoría están desaparecidas, algunas otras fueron ejecutadas sin que los cuerpos fueran entregados o las tiraron por cualquier lado, a la vista. Y a pesar de eso Ricardo Bussi, el hijo del genocida Antonio Domingo Bussi, cosechó 155.000 votos en la última elección, reivindicando el terrorismo de Estado.

Hay algunas historias que son realmente increíbles, algunas absurdas, muy locas, muy llamativas; pero no sé hasta qué punto dentro de la propia provincia se conocen realmente estos temas.

Hay cuatro pueblos fundados por el Ejército que perpetúan el relato de los represoresLa historia de los cuatro pueblos creados durante el La historia de los cuatro pueblos creados durante el bussismo, cuando el genocida fue gobernador de facto, es una historia que no se conoce. Fueron cuatro pueblos creados de manera arbitraria para restarle apoyo a la guerrilla, que ya estaba de todas maneras liquidada, aniquilada. Se fundaron cuatro pueblos en lugares donde no hay absolutamente nada y se obligó a la población rural a desarraigarse, a vender sus animales, sus cosas; cuatro pueblos que prácticamente no han crecido, porque no tienen ninguna fuente de trabajo, pero llevan los nombres de presuntas víctimas del Operativo Independencia, es decir el que se armó, todavía en democracia, para “aniquilar la subversión”.

Tres de los cuatro pueblos llevan el nombre de un militar supuestamente caído en enfrentamientos con la guerrilla. "Supuestamente", digo, porque dos habrían muerto por disparos de sus propios camaradas, por impericia o por confusión. Un tercero habría muerto baleado por un lugareño, ofendido por una infidelidad. Y sólo el conscripto que da el nombre a Pueblo Soldado Maldonado habría sido alcanzado por un miliciano del ERP. Sin embargo los nombres de los pueblos siguen repitiendo al infinito el relato oficial, que está muy arraigado en casi toda la comunidad.

¿Por qué se llama Tucumantes?
Me hizo acordar a la palabra penitente. En la historia de la religión, los penitentes eran los que purgaban una pena. Elegí un participio presente justamente porque esas penas se perpetúan, siguen en la actualidad. La sociedad tucumana todavía está anclada en eso, sin poder elaborar lo que le pasó, es decir, en el silencio o en la negación, las dos formas que más se ven. O no se habla o bien se niega; si cuesta muchísimo se lo dice con otras palabras, el eufemismo permanente. Por eso inventé una palabra, que se reflejara con un participio presente, para expresar el dolor por algo todavía no termina de cerrar, o de hacer un clic para pasar a la etapa donde se pueda elaborar y poner las cosas en su lugar.

Para cerrar, la tapa del libro tiene uno de los murales de la escuelita de Famaillá
La Escuelita de Famaillá fue el primer centro clandestino del país. Está en la ciudad de Famaillá, a unos 30 kilómetros de San Miguel de Tucumán. Se inauguró primero como centro clandestino y luego como escuela.
El Paseo de la Independencia de Famaillá, cuenta la historia con un estilo infantil y omite lo ocurrido en La Escuelita, el primer centro clandestino de detención del país, que siguió dictando clases hasta 2016.
Cuando dejó de ser centro clandestino para funcionar como escuela, se habilitaron centros clandestinos en otros lugares cercanos. Tucumán tuvo, entre centros clandestinos y de exterminio –algunos clandestinos durante mucho tiempo, y otros transitorios– cerca de 55, en una provincia muy pequeña; y muchos de ellos fueron escuelas.
Por La Escuelita de Famaillá –lo dice el propio Adel Vilas, que fue el primer jefe del Operativo Independencia, durante su período pasaron cerca de 1500 personas, de las cuales 400 están desaparecidas. Cuando él fue relevado – porque se había transformado en una especie de coronel Kurtz, el protagonista de la película Apocalypse Now–, otras 500 personas más pasaron por ahí.

Cuando se inauguró como escuela primaria, muchas personas, vecinos y vecinas de la ciudad llevaron a sus niños y niñas al lugar donde habían sido secuestradas, torturadas, donde habían desaparecido familiares. Ante esto, obviamente, ¿qué podían hacer, más que callarse la boca?

Después esos chicos y esas chicas estuvieron en el aula de cuarto grado que había sido la sala de torturas. Posteriormente empezó a funcionar un terciario en horario nocturno. La primaria siguió funcionando hasta el 2013, cuando se inaugura la nueva escuela “Diego de Rojas”; pero el terciario continuó funcionando en “La Escuelita” hasta mayo de 2016. La directora es bussista y se había negado a trasladarse al nuevo establecimiento.
En 2012, la “Escuelita de Famaillá” fue señalizada como Sitio de Memoria. A pesar del poco presupuesto otorgado por la Secretaría de Derechos Humanos de Nación y de la provincia, esta última puso algo de dinero para pintar murales muy bonitos, que recuerdan el trabajo en los ingenios –11 de los 27 fueron cerrados en la época de Onganía, entre 1966 y 1968–, y a los periodistas de Tucumán que están desaparecidos. Los murales cuentan todo eso, pero con muchos colores, y sirve para el trabajo que se está haciendo a favor de la memoria y para que la propia ciudad de Famaillá comience a hablar; eso es realmente maravilloso.

Fragmentos de "Tucumantes”, de Sibila Camps. Edita Marea Editorial
Un secreto de media vida
“Hace 34 años que trato de saber por qué estoy vivo y quién lo ordenó”, se ablandó Juan Carlos Clemente ante el Tribunal Oral Federal en lo Criminal de Tucumán. Lo leí en La Gaceta, en la nota sobre la audiencia del 10 de junio de 2010, durante el primer juicio por el centro clandestino de detención que funcionó en la Jefatura de Policía de esa provincia.

Pero no fue su incógnita atormentada lo que registraron los medios: después de declarar durante tres horas, el testigo había entregado dos biblioratos con documentación –formularios, sellos, membretes, escudos, firmas– que daba cuenta de secuestros, torturas y asesinatos cometidos por el militar y los policías sentados en el banquillo. Una de las carpetas se abría con una nómina prolijamente tipeada a máquina de 293 personas calificadas como “DS (Delincuentes Subversivos)”. De esos nombres, 196 estaban marcados con las iniciales “DF”, la “disposición final” que encubría su ejecución.

Se trataba de la primera lista de desaparecidos elaborada por los propios represores que se conocía en toda la Argentina. Y esas 259 hojas eran las primeras constancias oficiales que emergían de los casi nueve años de Estado terrorista. En la insondable trascendencia de esos papeles amarillentos pusieron el acento los canales de noticias y los diarios; algunos incluso lo anunciaron en tapa.

Las crónicas dieron una síntesis del contenido: listado de cadáveres identificados; fotos de rostros; algunas actas de entrega de cuerpos; nombres de “subversivos en la clandestinidad” a quienes había que capturar. También cuadros con referencias de los oficiales y suboficiales que integraban el Servicio de Informaciones Confidenciales (SIC) de la Policía de Tucumán; manuscritos con datos de inteligencia; notas con sello y firma del comisario Roberto Heriberto Albornoz, entonces jefe del SIC y uno de los ocupantes del banquillo.

Por si había dudas después de cuatro meses de escuchar los doloridos relatos de sobrevivientes y de familiares que habían presenciado los secuestros, esos documentos remataban las pruebas de culpabilidad del “Tuerto” Albornoz y de los demás acusados: el ex jefe del Tercer Cuerpo del Ejército, general de división Luciano Benjamín Menéndez, y los ex oficiales de Policía y hermanos Luis Armando y Carlos De Cándido. El ex general de división Antonio Domingo Bussi había quedado fuera del juicio por problemas de salud. A otros dos militares imputados, la muerte les había hecho un favor.

Poco se decía sobre Juan Carlos Clemente, más allá de que en sus tiempos de activista barrial de la Juventud Peronista lo llamaban “el Perro”. Chupado en julio de 1976, lo habían paseado por varios centros clandestinos de detención y torturado en todos. El último día de ese año lo habían blanqueado y mandado a dormir a la casa de sus padres, pero todas las mañanas debía presentarse en el SIC; allí lo hacían dibujar carteles y diagramas, y archivar papeles. Unos meses después, contó, el teniente primero Félix González Naya, enlace entre el SIC y la Inteligencia del Ejército, le tiró un carné sobre el escritorio y lo convirtió en policía; se atrevió a renunciar recién a los tres meses de gobierno democrático, en marzo de 1984 [1].

Para entonces ya habían pasado más de seis años del desmantelamiento del centro clandestino de la Jefatura. Poco antes el nuevo supervisor militar, teniente primero Luis Ocaranza, había ordenado revisar los archivos del SIC, trasladar una parte y quemar la mayoría. Fue entonces cuando Clemente empezó a llevarse los papeles que más de tres décadas después entregaría a los jueces. Hasta entonces, dijo, los había mantenido sepultados bajo un contrapiso. Tan encerrados en el terror como su boca: nunca había dejado de recibir aprietes de sus captores. El último, poco antes del juicio: “Ojo con lo que hablás, acordate de Julio López” [2].

Solo Clarín daba un perfil del Perro Clemente. “Hijo de un suboficial cocinero del Ejército, comenzó su militancia en la Parroquia de Montserrat del Barrio Echeverría y en la Juventud Obrera Católica”. Estaba por inscribirse en 6º año de Medicina cuando se desataron los allanamientos a su casa, en 1975; en el último se llevaron a su hermano y a su cuñada. Los liberaron cinco días después, pero Clemente decidió irse con su mujer a Salta; en esa ciudad nació el hijo de ambos. Esperó dos meses y regresó solo a Tucumán, donde lo levantaron. Poco después secuestraron a su compañera, quien permanece desaparecida.

“Durante mucho tiempo –apuntaba el corresponsal, Rubén Elsinger– los compañeros de Clemente sospecharon que fue un ‘traidor’, incluso un ‘infiltrado de los servicios’, en particular con la Policía de Tucumán, y llegaron a acusarlo no solo de ‘colaborar con los represores’ sino hasta de ‘participar en las torturas’. Su caso es similar al de otro testigo clave del juicio, Juan Martín Martín, ex responsable local de la Juventud Universitaria Peronista (JUP). La diferencia es que cuando este zafó de la Jefatura, fue a España y denunció en plena dictadura a sus captores; aunque nadie puede juzgar moralmente a quienes pasaron por estas situaciones extremas”.

Sin embargo no fue esa ambigüedad lo que comenzó a rondarme desde ese mismo día, sino el enigma del después: ¿cómo había hecho Clemente para vivir treinta y tres años durmiendo sobre los cadáveres?

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El primer encuentro con Fernando Araldi Oesterheld, el 16 de abril de 2011, me dejó conmocionada durante el resto del día. No por el contenido de lo que conversamos, ni tampoco porque exteriorizara emociones intensas. Ni siquiera hablamos sobre el hallazgo de los restos de su padre, que habían sido identificados por el EAAF en diciembre de 2010, en una fosa común del Cementerio del Norte. Creo que fue más bien por intentar ponerme en su pellejo y proyectar el arrasamiento de toda la familia Oesterheld, aun cuando la entrevista se hubiera centrado en Diana, Raúl y él mismo.

Esa noche había quedado en encontrarme con un amigo de toda la vida. Me traía un ejemplar del libro Caso. Miguel Ángel Soler [3], que reproduce el proceso judicial por el que se condenó a sus asesinos. Soler, padre de mi amigo, era el secretario general del Partido Comunista de Paraguay, exiliado con su familia en la Argentina. En 1975 entró clandestinamente a su patria, pero fue detectado, secuestrado y torturado hasta la muerte; hasta la fecha continúa desaparecido. [4] Fafo resultó la persona justa para contenerme; aquella noche compartíamos la persistente continuidad de las dictaduras militares latinoamericanas.

Su acompañamiento no alivió del todo el agobio, al punto de que, al día siguiente, domingo, me acordé de un episodio que me había contado el Malevo Ferreyra. Lo había entrevistado por varias horas en tres oportunidades, mientras cumplía una condena a perpetua que terminó en siete años y medio, por gentilezas de Bussi durante su gobernación en democracia. Fue en 1995, bajo el manto de impunidad de las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida. Por esa razón, si bien había formado parte de Jordán las patotas –entonces era un oficial de bajo rango, que se había ofrecido voluntariamente a participar del Operativo Independencia–, no ahondé en el tema; sabía que iba a mentirme. Solo le pregunté a cuántas personas había matado durante ese período. Hizo cuentas: “A ver… una… dos… tres… cuatro… Cuatro nomás. Y han bajao también a uno nuestro ahí, el comisario Timoteo Marcial”.

El operativo tuvo lugar el 26 de julio de 1976. Transcribo lo que volqué en El sheriff:

[…] me [lo] contó espontáneamente, en un relato cronológicamente tan desquiciado, que debí repreguntarle varias veces, reordenar un poco las instancias del episodio y reponer en sus diálogos el walkie talkie que seguramente utilizó en esa toma por asalto.

Ocurrió en una casa de la ciudad de Tucumán, en Crisóstomo Álvarez y Güemes. “Yo no he llorado porque Marcial no era del equipo mío, era de otra dependencia; pero yo lo’ he visto llorar a los compañeros de él. Tan es así que les pregunto: ‘¿Qué les pasa? ¿Por qué lloran?’ –había muerto una mujer subversiva ahí–. Me dicen: ‘¿Vos sabés que ha muerto Marcial?’ Ellos habían derribado la puerta principal. Yo vine solo por una parte de la casa, y l’ otros por la galería, cuando ya hemos ingresado a los tiros. Cuando ya estoy en mitad del comedor, lloraba un chiquito. Yo le trasmitía al otro: ‘Está una mujer caída, abatida’. Sigo más adelante y estaba éste; yo lo toco así con los pies: estaba lleno de sangre. ‘Otro muerto más, puede que sea subversivo’, le comentaba (y había sido Marcial, el comisario).

“Y le digo que estaba un chiquito llorando en la otra pieza (estaba abierta la puerta). Me dice: ‘Dispará’. ‘No, no vuá disparar’, digo. ‘¿Por qué?’ ‘¿Y si lo mato al chico?’ ‘¿Y si es una trampa?’, me dice. ‘L’ afronto a la trampa’, le digo. Me dice: ‘Espereló’. ‘Yo l’ afronto –le digo–. Dejemé’. Era terrible eso. Y he entrao, por supuesto dando saltos ahí a la puerta, y h’ ametrallao una cama que estaba vecina –porque el chiquito estaba muy dentro. El colchón se sacudía, parecía una bandera. Y de la cama del chiquito no me han contestado. Doy gracias, hasta ahora doy gracias a Dios que no he tirao donde ’taba solito el rubito; ’taba la colcha extendida, así, estaba de espaldas llorando. ¡Un terrible tiroteo! ¡Cómo será el sufrimiento de esa criatura! Y lo han rescatao, no sé dónde ha terminao el chico. ¿Sabe qué lindo chiquito?: un rubito. Después ya se ha callao. Yo calculo, por la forma que lo tenían en los brazos y por el iris de él, que más o menos tenía nueve meses. Por más que esa guerra sea ‘lícita’ o ‘sucia’, como le llamen, nunca m’ iba a reponer de eso si me mataba a la criatura. Por el solo hecho de que yo tengo una predilección muy especial por cualquier chico”. La mujer estaba embarazada y recibió un tiro en el vientre.

Envié un correo a Emilio Guagnini. Como él no tenía mi libro –todavía no nos conocíamos personalmente– le describí las circunstancias y le copié esos párrafos. “¿Tenés idea de quién puede haber sido ese chiquito?”, pregunté.

Si bien no era su abogado, Emilio y Fernando habían enlazado amistad y confianza; Fernando le enviaba la información que iba reuniendo acerca de la madre y el padre, y Emilio se la ponía en contexto. Respondió a mi mensaje copiando una crónica del diario porteño La Opinión del 30 de julio de 1976, cuya fotocopia le había dejado Fernando. Allí, la versión oficial del Comando del III Cuerpo del Ejército hablaba de tres “extremistas muertos” (dos mujeres y un hombre) pertenecientes a Montoneros; identificaba a Jorgelina María Almenares (a) “Paula”; y coincidía con la “baja” del comisario principal Timoteo Marcial. Emilio agregó una postdata: “Ya le mandé el texto del Malevo a Fernando. Quedó helado: el niño rubio del relato es Fernando”.

Estaba en la redacción de Clarín cuando leí el mensaje, y me largué a llorar y a sollozar con una angustia incontenible. Fernando era consciente del asesinato de su madre; lo que cambiaba era que ya no habría hermano o hermana a quien buscar. Le envié unas líneas, pidiéndole autorización para llamarlo por teléfono. Me contestó al toque y me llamó más tarde desde la casa. A la noche, cuando volví a la mía, le envié el capítulo completo de El sheriff sobre el Operativo Independencia, y la desgrabación textual del fragmento de la entrevista al Malevo, donde relataba el episodio.

Noté entonces –y se lo comenté a Fernando– que Ferreyra no me había dicho que esa mujer estuviera embarazada, ni que hubiera recibido un tiro en el vientre; yo lo había consignado fuera de las comillas. Busqué el audio correspondiente: en efecto, no habían sido sus palabras. ¿De dónde había sacado esa información? Revolví todo el archivo de ese libro, sin poder encontrarlo. Entretanto llamé a Pablo Gallo, entonces antropólogo del EAAF, a quien ya había consultado algunas veces en relación con este libro. “Me parece que hay algo que tenés que saber”, y le conté lo ocurrido. Me respondió que en el EAAF habían establecido otra versión sobre lo ocurrido; que Diana Oesterheld había escapado ilesa. “Es importante que puedas determinar cuál fue tu fuente”, pidió.

El archivo de la investigación para El sheriff es voluminoso pero ordenado. Lo revisé varias veces, sin poder encontrar de dónde había tomado ese dato. Por una parte, sabía que no lo había inventado. Por la otra, recordaba los testimonios de Clemente y de Juan Martín sobre el intento de suicidio de Diana Oesterheld en Jefatura.

Después de una semana de hurgar por todos lados se me ocurrió escribir “Timoteo Marcial” en el Google, y ahí di con la cita, en el auto de elevación a juicio de la causa por el centro clandestino Arsenales. Estaba en el testimonio de un “choro” –como les dicen en Tucumán– que ofició de saqueador en la casa donde se produjo el enfrentamiento, a pedido de un policía de la patota, de apellido Chaile, que fue quien le contó lo de la mujer embarazada muerta, el tiro en el vientre y un niñito. Como coincidían los datos de la mujer muerta, el niñito, la calle y el nombre de Timoteo Marcial, y todo ese testimonio formaba parte de la prueba de la elevación a juicio, lo di por bueno.

Para no generar más ruido se lo pasé a Pablo Gallo, para que lo evaluara. Respondió que en el EAAF ya conocían ese testimonio, completo; y me explicó en detalle la procedencia dudosa y poco confiable de esa fuente; algo que ya le había señalado a Fernando hacía tiempo, y volvió a observarle esa semana. Además, Pablo me contó la reconstrucción de lo hecho por los militantes durante ese día y los subsiguientes –en los cuales fue secuestrada Diana–, a partir de lo que les dijo un compañero que escapó con Diana y sobrevivió.

Aprendí varias cosas de esa experiencia. En primer lugar, le hice notar a Emilio que si aparecen informaciones que parecen nuevas, antes de comunicárselas a quien po-dría interesarle es imprescindible chequearlas con investigadores neutrales, para saber si realmente son nuevas, o si ya no fueron desestimadas por las razones que sean. Me impactó muchísimo cómo un dato que era mínimo en mi libro, en un relato que no ocupa ni una carilla de un libro de 470 páginas, podía convertirse en algo gigantesco en la vida de una persona. Aprendí sobre la responsabilidad, y sobre la angustia ajena. Cuando no se conoce la verdad, el pasado queda estancado, invadiendo el presente.

Sin embargo, aun las hilachas de verdad descuidadas en los recovecos del pasado irrumpen cuando menos se lo espera. Buscaba un dato bien distinto en las carpetas de Clemente, cuando me topé con una nota enviada a Albornoz en tanto jefe del Departamento de Inteligencia, el 7 o 9 de agosto de 1976 (la fecha está sobreescrita). Allí, el jefe de Policía de la provincia, teniente coronel Mario Alberto Zimmermann, mandaba preguntar si en la “Oficina Policial” del D-2 se encontraban “un juego de cocina completo, un juego de vajilla completo, un calefón, ropas varias, un televisor, colchas, una bicicleta, una licuadora, un reloj de mesa, como así herramientas varias, que fueran recogidos del domicilio de calle Crisóstomo Alvarez Nº 2588”. Esa vez, la rapiña había sido detectada. O los saqueadores habían omitido compartirla.

[1] A partir de la página 221 se incluye la “Línea de tiempo”, para ubicar cronológicamente los hechos narrados en el contexto político de la provincia y del país. 
[2] Jorge Julio López, albañil y militante peronista, fue secuestrado el 27 de octubre de 1976 en Los Hornos (provincia de Buenos Aires) y mantenido en cuatro centros clandestinos de detención. Fue “blanqueado” el 4 de abril de 1977 y liberado el 25 de junio de 1979. Fue un testigo de cargo en el juicio contra el ex comisario Miguel Etchecolatz, quien se desempeñó como director de Investigaciones de la Policía Bonaerense. El 18 de septiembre de 2006 –la víspera de la condena a Etchecolatz–, López desapareció sin dejar rastros. Los indicios apuntan a que fue secuestrado por miembros de las fuerzas de seguridad retirados y en actividad.
[3]Aseretto, Rodolfo Manuel (compilador). Caso: Miguel Ángel Soler, Cipae (Comité de Iglesias para Ayudas de Emergencia), Asunción, 2007.

[4]Terminé de escribir este capítulo el 24 de agosto de 2016. Seis días después, el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, se anunció la identificación de los restos de Soler por parte del EAAF; fueron los primeros –junto con los de una mujer– individualizados, de más de 500 personas desaparecidas durante el stronismo (1954-1989). Estaban enterrados en una fosa de la Agrupación Especializada de la Policía Nacional.
Sibila Camps es periodista, docente y escritora. Trabajó, entre otros medios, en los diarios Clarin y La Opinión. Algunas de sus publicaciones son: “Así se hace periodismo. Manual práctico del periodista gráfico” y “Periodismo sobre catástrofes. Cómo cubrir catástrofes, emergencias y accidentes en medios de trasporte”; “Ladran, Chacho”, sobre el líder político Carlos “Chacho” Álvarez; “Justicia y televisión. La sociedad dicta sentencia”; “El sheriff. Vida y leyenda del Malevo Ferreyra”; “La red. La trama oculta del caso Marita Verón”. Su sitio oficial es sibilacamps.com

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