Una ley que regule los servicios de comunicación no es sólo un marco normativo para una actividad de servicio público. Implica también definiciones sobre qué tipo de democracia y de construcción de ciudadanía se quiere hacer como país.
Por Luciano Pedro Sanguinetti*
Con cierta ingenuidad uno podría preguntarse por qué, después de 25 años de democracia, la ley que rige el funcionamiento de los medios de comunicación e información sigue siendo la de la dictadura. El interrogante inquieta si además aclaramos que, en el marco del desarrollo contemporáneo de las sociedades modernas, los medios de información y comunicación son esenciales para la existencia misma de nuestras sociedades complejas. Cuando Aristóteles fundó teóricamente la polis, advirtió que ésta debía respetar un número determinado de habitantes que hiciera posible la comunicación entre sus miembros. En la actualidad, la función de vínculo social, como la definió Dominique Wolton, la cumplen los medios. El comunicólogo francés pensaba todavía en aquella vieja televisión generalista, lo que Alejandro Piscitelli llamó la televisión paleolítica. Hoy, cuando la expansión de las últimas tecnologías nos habla de más de 10 millones de abonados a Internet, del aumento de los usos en cibers, de movilizaciones que se organizan en cuestión de minutos a través de mensajes de texto y mails, del triple play y la convergencia en el futuro casi inmediato de la televisión digital, la pregunta que nos hacíamos al principio no es ya ingenua sino incómoda, al menos, para los medios y periodistas con un mínimo de honestidad intelectual.
Que las grandes instituciones mediáticas no hayan empujado, como lo han hecho en otros casos, la reforma de la norma dictatorial, no deberíamos atribuírselo a una conspiración contra la sociedad, sino más bien a la tendencia tradicionalmente conservadora de todas las instituciones. Evidentemente, a la que le toca entonces impulsar este cambio es a la propia sociedad que da vida a los medios. Desarrollar mejores y más medios conduce necesariamente a tener mejores y más televidentes, lectores, oyentes o internautas. Está probado que los medios no son omnipotentes. También está probado científicamente que el sentido de los mensajes no es neutro. Basta recordar a los medios y periodistas que llamaron “campesinos” a los propietarios de tierras de más de 200 hectáreas en la Pampa Húmeda o “paro” del campo a lo que fue en realidad el acaparamiento de mercaderías y el corte de la circulación de bienes y personas en la búsqueda de un mejor precio de sus productos en el mercado. Pero se equivoca quien piense que una nueva ley de radiodifusión está destinada a controlar estos desaciertos. Para eso, en todo caso está la propia elección de las audiencias. Pero también hace algunos años las investigaciones cualitativas de la comunicación probaron que el consumo cultural es una práctica que se aprende. Es decir, que el mismo consumo de los bienes simbólicos nos constituye a su vez como consumidores. ¿Cómo salir de este aparente reproductivismo simbólico en el que se ven reflejados los clásicos aforismos: “tenemos la televisión que nos merecemos” o “yo programo lo que me piden”? Por el momento, no hay otra forma que enseñar a leer, mirar o escuchar medios y tener cada vez más opciones para poder elegir.
Me gustaría dar un ejemplo práctico. Días atrás una de mis hijas miraba por Canal 7 la señal Encuentro que transmitía, a las siete de la tarde, un documental biográfico sobre el científico británico Michael Faraday, mientras rasgaba la guitarra en un sillón y estudiaba lo que supongo que eran unas notas en un pentagrama. Lo interesante fue comprobar que a esa misma hora Telefé ofrecía Telefé noticias, Canal 13 Duro de Domar, el 2, América Noticias y Canal 9 Telenueve, más lo que seguramente eran las infinitas opciones de la televisión por cable para quienes lo tienen. No sé cuánto tiempo sostuvo la atención sobre la biografía de Faraday o si se la pasó haciendo zapping. Lo que me interesó fue comprobar que, con las opciones, mi hija se educaba como televidente a partir de poder comparar y juzgar lo que quería ver. Sin alternativas condenamos a las generaciones futuras al pensamiento único.
Es para esto que necesitamos una nueva ley de radiodifusión. Para que el Estado garantice más comunicación y mejor información, que promueva una pluralidad de voces e intereses, que respete la libertad de expresión de todos. Una ley que incorpore instituciones como el defensor del lector o los observatorios de medios para darles a los consumidores instancias que protejan sus derechos, que impulse un verdadero federalismo cultural en la circulación de los bienes simbólicos, que acentúe la educación de lectores, oyentes, televidentes e internautas desde la primera infancia, que articule las instancias que promueven las últimas tecnologías a los usos democratizadores de la sociedad civil, que defienda la diversidad cultural, la innovación y nuestras industrias culturales, que desarrolle un sistema federal de medios públicos no gubernamentales. En fin, se trata de la construcción de una ciudadanía más completa. Que la sociedad que formamos, en el doble sentido, que nos forma y que colaboramos en formar, nos brinde y desarrolle nuestras capacidades de elegir y construir nuestro propio mensaje en la interacción con los mensajes de los otros.
* Docente e investigador, Facultad de Periodismo y Comunicación Social, Universidad Nacional de La Plata
Fuente: PáginaI12