Por: Gabriel Rafart*
Durante la disputa sostenida entre el gobierno y las corporaciones rurales surgió un novedoso actor. Hablamos del "colectivo" de los intelectuales. Ensayistas y académicos de diversas disciplinas, artistas y poetas llevaron a cabo distintas reuniones y, con mayor o menor organicidad, decidieron participar públicamente de los temas en debate. Hubo por lo menos tres de esos colectivos que lograron reunir un número considerable de adherentes en condiciones de fijar "posición" pública. Otros intelectuales prefirieron elevar su voz a modo de solistas, insistiendo en su autonomía.
El más numeroso y de mayor organicidad entre esos colectivos es el que se dio a conocer como "Carta Abierta". Su punto de reunión sigue siendo la sede de la Biblioteca Nacional. El director de esa institución Horacio González, junto con el filósofo José Pablo Feinmann, son sus figuras relevantes. Siendo inicialmente cerca de trescientos los firmantes de la primera carta, en su cuarto pronunciamiento han logrado la adhesión de más de mil quinientos intelectuales. La difusión de esas cartas y la autorizada voz de algunos de sus suscriptores avivaron un intenso debate, haciendo que algunos pasajes del conflicto fueran sacudidos en su monotonía y primarización del lenguaje utilizado por no pocos de los actores en disputa. Sobre todo ante las exigencias de un conflicto que desnudó las limitaciones de la videopolítica. Imitando esta experiencia, Carta Abierta está presente en varios puntos del país. Rosario, Córdoba, entre otros escenarios, cuentan con sus propios "colectivos" de intelectuales. Recientemente se ha conformado una sede en Neuquén. Quien escribe esta columna es uno de sus adherentes.
Sobre los intelectuales de Carta Abierta se ha dirigido una mirada crítica e interesada que apunta a la falta de autonomía de sus integrantes, a la "opción" sólo discursiva por la redistribución de las riquezas; en otros términos, por el acompañamiento a la iniciativa estatal respecto de las retenciones sobre el agro. Se los acusa por su "organicidad", sin reparar en matices, trayectorias ni pertenencias; en definitiva, sin detenerse en las biografías políticas e intelectuales de sus miembros. Tampoco en la importancia de su presencia. Difícil resulta realizar ese trabajo de precisión, ya que esos críticos recurren al mismo método que se supone en manos de quienes son enjuiciados: el de la simplificación. Los reproches hablan además de un intelectual filisteo, mercader de su propia producción, "aprendientes de Maquiavello, genuflexo ante el poder y varias de esas otras retahílas descalificatorias que parecieran ubicar a nuestro mundo de pensadores en una equivalente línea al "charrismo intelectual" imperante en la historia de México del siglo XX. Es que, sin decirse, se iguala a nuestro actual conjunto de intelectuales "orgánicos" al que existió en territorio mexicano durante el largo dominio del Partido Revolucionario Institucional.
La crítica tampoco se detiene en lo que se dice o en todo caso en sus hipótesis de trabajo. Todo pareciera supeditado a una supuesta relación de mando/obediencia. Por ello la descalificación de una profesión a partir de un exceso de vocabulario como el que engordaba la narrativa de Joseph Proudhon hace siglo y medio. Esas frases disparadas seguramente tienen un fondo "doctrinario": el anarquismo de la antipolítica de estos tiempos que poco aporta al debate. Sin duda algo más elegante en el uso del vocabulario, pero no muy distinto en cuanto a sus fines que el que surge de aquella frase lanzada al aire por un periodista radial después de escuchar la opinión crítica de Nicolas Casullo (firmante de Carta Abierta) hacia las corporaciones agrarias. Ese periodista decía: "Cuando escucho a este tipo de intelectuales tengo ganas de vomitar".
Ese discurso antipolítico remite a un tipo de intelectual -dejando de lado nuestra observación de si "mercadea" con su propia crítica- participante de una "práctica política kitsch" que identificó el politólogo Martin Plot para dar cuenta de los comportamientos de muchos actores frente a los sucesos del 2001. Este tipo de prácticas escapa a "la complejidad de lo real a través de lo que podría sumariamente describirse como una actitud política empirista". La ausencia de la "complejidad de lo real" deja de lado todo lo que dicen esos intelectuales pa-ra ubicarse exclusivamente en la denuncia de una oligarquía prebendaria. Dicha fórmula es equivalente al "enunciado" público de aquellos años que hablaba de una única dirigencia política que debía ser vilipendiada y "escrachada" no por el sentido de sus políticas sino por su conformación en términos de "clase política". La crítica ahora está dirigida a la "clase intelectual".
Lo curioso de esa voz es que afirma algo que no sostienen esos "intelectuales del poder". Ninguno de ellos se arroga funciones representativas. De hecho hay presencias muy modestas en cuanto a su protagonismo público. Sólo mencionar el bajo perfil del abogado y politólogo José Nun en la Secretaría de Cultura. Y aun aquellos cuya biografía tiene cierto pasado setentista ya no plantean esas pretensiones vanguardistas de otrora. Tampoco parecieran dispuestos a otorgarle una "buena conciencia" al gobierno. En todo caso hay un conjunto de materiales de "advertencia" sobre ciertas conductas del propio equipo gobernante y el retraso en su agenda favorable a una política de mayor equidad social. También hay una fuerte crítica a quienes ocupan el necesario rol opositor, especialmente por su apego a la volátil política de las calles. Además de las observaciones sobre el papel de los medios, la emergencia de ciertos dispositivos contrademocraticos -la hipótesis de lo "destituyente"- y los riesgos de esa política de la antipolítica que muchas veces procura soluciones antidemocráticas.
* Profesor de Derecho Político de la Universidad Nacional de Comahue
Fuente: Diario Río Negro