Ahora que estamos todos en estado de shock luego de la masacre en las oficinas de Charlie Hebdo, es el momento justo para juntar coraje y pensar. Debemos, por supuesto, condenar inequívocamente las muertes como un ataque a la mismísima esencia de nuestras libertades, y condenarlas sin reparos (del tipo: “Pero Charlie Hebdo estuvo provocando y humillando demasiado a los musulmanes…”). Sin embargo, este pathos de solidaridad universal no es suficiente. Debemos llevar el pensamiento más lejos.
Tal pensamiento no tiene nada que ver con la relativización barata del crimen (el mantra de: “¿Quiénes somos nosotros, los occidentales, perpetradores de masacres terribles en el Tercer Mundo, para condenar tales actos?”). Tiene menos que ver todavía con el miedo patológico de muchos liberales de izquierda occidentales de ser acusados de islamofobia. Para estos falsos izquierdistas, cualquier crítica al Islam es expresión de islamofobia occidental; Salman Rushdie fue denunciado por provocar innecesariamente a los musulmanes y en consecuencia ser responsable (al menos en parte) de la fatwa que lo condenó a muerte, etc. El resultado de tal posición es lo que uno podría esperar en tales casos: cuanto más se culpabilizan los liberales de izquierda, más son acusados por los musulmanes fundamentalistas de ser hipócritas tratando de conciliar su odio al Islam. Esta constelación reproduce perfectamente la paradoja del superyo: cuanto más obedeces lo que el Otro te demanda, más culpable te sientes. Como si, cuanto más toleraras al Islam, más fuerte fuera su presión sobre ti.
Por eso es que también encuentro insuficientes los pedidos de moderación tales como la declaración de Simon Jenkin (The Guardian, 7 de enero), que dice que nuestra tarea es “no reaccionar exageradamente, no sobre-publicitar las consecuencias. Hay que tratar cada evento como un accidente de horror pasajero”. El ataque a Charlie Hebdo no fue un mero “accidente de horror pasajero”, sino que respondió a un plan religioso y político; y, como tal, fue claramente parte de un patrón mucho más amplio. Por supuesto, no debemos exagerar, si por esto se entiende sucumbir a una islamofobia ciega. Pero debemos analizar despiadadamente este patrón.
Mucho más que la demonización de los terroristas –que los convierte en heroicos suicidas fanáticos–, lo que se necesita es demoler ese mito demoníaco. Hace mucho, Friedrich Nietzsche percibió que la civilización occidental se encauzaba hacia el Último Hombre, una criatura apática con poca pasión y compromiso. Incapaz de soñar, cansado de la vida, éste no toma riesgos, buscando sólo comodidad y seguridad, una expresión de tolerancia con el prójimo: “Un poco de veneno de vez en cuando: esto da sueños placenteros. Y mucho veneno al final, para una muerte placentera. Tienen sus pequeños placeres durante el día, y sus pequeños placeres durante la noche, pero se cuidan la salud. ‘Hemos descubierto la felicidad’, –dice el Último Hombre, y pestañea.”
Efectivamente pareciera que la división entre el Primer Mundo permisivo y la reacción fundamentalista contra éste va cada vez más en la línea de la oposición entre llevar una larga vida llena de riqueza material y cultural, y dedicar la vida a una Causa trascendental. ¿No es este antagonismo el mismo que había entre lo que Nietzsche llamaba nihilismo “pasivo” y “activo”? Nosotros, los occidentales, somos el Último Hombre nietzscheano, inmerso en placeres cotidianos estúpidos, mientras que los musulmanes radicales están dispuestos a arriesgar todo, comprometidos con la lucha hasta su autodestrucción. La “Segunda venida” de William Butler Yeats parece reproducir nuestro dilema actual: “Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de intensidad apasionada”. Esta es una excelente descripción de la división actual entre liberales anémicos y fundamentalistas fervientes. “Los mejores” ya no son capaces de comprometerse completamente, mientras que “los peores” se comprometen con fanatismos racistas, religiosos, sexuales.
No obstante, ¿se acomodan realmente los fundamentalistas terroristas a esta descripción? Lo que obviamente les falta a ellos es una característica fácilmente distinguible en todos los fundamentalistas auténticos, desde los budistas tibetanos hasta los amish de EU: la ausencia de resentimiento y envidia, la profunda indiferencia hacia el modo de vida de los no creyentes. Si los así llamados fundamentalistas actuales realmente creyeran que han encontrado el camino a la Verdad, ¿por qué se sentirían amenazados por los no creyentes?, ¿por qué deberían envidiarnos? Cuando un budista se encuentra frente a un hedonista occidental, apenas lo condena. Contrariamente a los verdaderos fundamentalistas, los terroristas pseudo-fundamentalistas se sienten profundamente molestos, intrigados, fascinados, por la vida pecaminosa de los no creyentes. Uno puede sentir que al combatir al pecaminoso prójimo no están haciendo más que combatir su propia tentación.
Acá es donde el diagnóstico de Yeats se queda corto respecto del dilema presente: la intensidad apasionada de los terroristas revela una falta de convicción verdadera. ¿Cuán frágil debe ser la creencia de un musulmán si se siente amenazado por una estúpida caricatura en un semanario satírico? El terror islámico fundamentalista no está basado en una convicción de los terroristas sobre su superioridad y su deseo de salvaguardar su identidad religioso-cultural ante la embestida de la civilización consumista occidental. El problema con los fundamentalistas no es que los consideremos inferiores a nosotros, sino que, por el contrario, ellos mismos secretamente se consideran inferiores. Por eso es que nuestras condescendientes afirmaciones políticamente correctas de que no nos sentimos superiores a ellos sólo los enfurece más y alimenta su resentimiento. El problema no es la diferencia cultural –su esfuerzo para preservar su identidad–, sino todo lo contrario: que los fundamentalistas ya son como nosotros, que secretamente ya han internalizado nuestros parámetros y se miden a sí mismos de acuerdo con ellos. Paradójicamente, lo que a los fundamentalistas realmente les falta es precisamente una dosis de aquella convicción verdaderamente “racista” sobre su propia superioridad.
Las vicisitudes recientes de los fundamentalistas musulmanes confirman aquella vieja observación de Walter Benjamin: “Cada ascenso del Fascismo da testimonio de una revolución fallida”. El ascenso del Fascismo es el fracaso de la izquierda, pero al mismo tiempo es una prueba de que había un potencial revolucionario, un inconformismo, que la izquierda no logró movilizar. ¿Y no se sostiene lo mismo actualmente respecto del así llamado “Islamo-Fascismo”? ¿Acaso no es el ascenso del islamismo radical exactamente correlativo a la desaparición de la izquierda secular en los países islámicos? En la primavera de 2009, cuando los Talibán se apoderaron del valle de Swat, en Paquistán, el New York Times informó que éstos dirigían “una revuelta de clase que se aprovechó de fisuras profundas entre un pequeño grupo de terratenientes ricos y sus locatarios sin tierra”. Sin embargo, si “aprovechándose” del malestar de los agricultores los Talibán están “alertando de los riesgos a Paquistán, que sigue siendo en gran medida feudal”, ¿qué previene a los demócratas liberales de Paquistán, así como a EU, de “aprovecharse” del mismo modo de este malestar y tratar de ayudar a los agricultores sin tierra? La triste implicación de este hecho es que las fuerzas feudales de Paquistán son los “aliados naturales” de la democracia liberal.
¿Qué decir entonces de los valores centrales del liberalismo: libertad, igualdad, etc.? La paradoja es que el liberalismo mismo no es suficientemente fuerte como para resguardarlos de la embestida fundamentalista. El fundamentalismo es una reacción –falsa, mistificadora, por supuesto– contra un defecto real del liberalismo, y por eso es que es una y otra vez generado por el mismo liberalismo. Abandonado a su suerte, el liberalismo lentamente se irá autodestruyendo. Lo único que puede salvar sus valores centrales es una izquierda renovada. Para que sobreviva este legado clave, el liberalismo necesita la ayuda fraternal de la izquierda radical. Esa es la única forma de vencer al fundamentalismo, de barrer el piso bajo sus pies.
Pensar una respuesta a los asesinatos de París significa abandonar la autosatisfacción petulante del liberal permisivo y aceptar que el conflicto entre la permisividad liberal y el fundamentalismo es en última instancia un falso problema –un círculo vicioso de dos polos que se generan y se presuponen mutuamente–. Lo que dijo Max Horkheimer sobre el Fascismo y el capitalismo ya en la década de 1930 –que los que no quieren hablar críticamente del capitalismo deberían mantenerse en silencio respecto del Fascismo– debería aplicarse también al fundamentalismo actual: los que no quieren hablar críticamente sobre la democracia liberal deberían también mantenerse en silencio respecto del fundamentalismo religioso.
Traducción de Martín Azar para Revista Paquidermo del artículo “Are the worst really full of passionate intensity?”,
Fuente: NewStatesman, vía regeneracion.mx
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