El autor es uno de los más respetados consultores y catedráticos en management de crisis de la Argentina. Pese a las grandes dudas y especulaciones que generó el angustioso anuncio y luego la increíble desestimación del cáncer de la presidenta, sostiene que el proceso comunicacional fue prolijo y elogiable. “Suma prolijidad y lujo de detalles” dice Michael Ritter elogiando la labor del vocero presidencial, Alfredo Scoccimarro
Por: Michael Ritter
El pasado 27 de diciembre la casa Rosada informó oficialmente que cinco días antes a la presidente Cristina Fernández de Kirchner se le había sido detectado un cáncer de tiroides y que sería operada una semana después. En la oportunidad el secretario de Comunicación Pública, Alfredo Scoccimarro (foto), informó con suma prolijidad y lujo de detalle sobre la dolencia, el no hallazgo de metástasis y que la glándula sería extirpada. También que conforme lo prescribe la Constitución la presidente tomaría licencia por 20 días y que el poder Ejecutivo sería ejercido en el interín por el vicepresidente, Amado Boudou.
Estaba claro que la salud de la presidente es un asunto de Estado y de interés público.
Un cáncer es un cáncer, pero convengamos que el de tiroides –cuando es diagnosticado a tiempo- tiene una muy alta tasa de recuperación y una rápida reconvalecencia. De aquí en más CFK deberá estar medicada de por vida para compensar la falta de la glándula, mediante la administración de un comprimido diario de levotiroxina. Más allá de eso hará una vida totalmente normal.
Al día siguiente del anuncio y ante todo el gabinete y casi todos los gobernadores, CFK expuso con soltura y entereza su situación. Las bromas sobre el interinato de su vicepresidente y el cuadro de Eva Perón -que murió de un cáncer fulminante a los 32 años- detrás de ella no fueron casuales, eran parte de la puesta en escena para los medios de comunicación, como así también lo fueron las manifestaciones populares “espontáneas” de apoyo y rezo frente a las puertas del Hospital Austral.
Todo muy bien preparado, salvo posiblemente el papelón del inefable Chávez, que en cadena oficial de su país lanzó aquello de “¿Sería extraño que alguien hubieran desarrollado una tecnología para inducir el cáncer y nadie lo sepa hasta ahora y se descubra esto dentro de 50 años o no sé cuántos?” aludiendo al mal sufrido por los presidentes Fernando Lugo, Lula da Silva, Dilma Rousseff, él mismo y ahora Cristina Fernández.
La comunicación de la enfermedad de un presidente es compleja, no tanto por la enfermedad en sí misma, parte que le corresponde a los médicos, sino por la percepción del riesgo que ésta implica para el país en términos políticos y de los mercado. Riesgo implica incertidumbre y a mayor incertidumbre menor es la confianza en el futuro. Un futuro que – lo digan o no - tiene preocupada también a la propia presidente.
Durante su primer mandato, Eisenhower, viva imagen de la salud, hombre de mejillas siempre rosadas y ojos brillantes, sufrió un ataque cardíaco que fue anunciado por la Casa Blanca como un simple “trastorno digestivo”. Fue durante su convalecencia en el Centro Médico Fitz-Simons del Ejército cerca de Denver, donde enfermó, que fue establecida la tradición hoy universal en los países democráticos, de la emisión de boletines periódicos sobre la salud del Presidente.
Seis meses después de su regreso a Washington, fue golpeado por una inflamación dolorosa y peligrosa del intestino delgado. Eisenhower ganó abrumadoramente la reelección a pesar de sus secretas dolencias, pero diez meses después de su segundo mandato, sufrió un pequeño accidente cerebrovascular que causó pánico en Wall Street. La bolsa cayó casi $ 4.5 mil millones en media hora. Una semana más tarde se recuperó por completo y tomó las riendas del nuevo Gobierno de su vicepresidente Richard Nixon pero la reacción de los mercados fue una dura advertencia.
El tema de las enfermedades de los presidentes ha llenado bibliotecas. El desgaste de la función, sobre todo en los tiempos que corren donde a una crisis le sigue otra; la atención de la agenda política y la dura y difícil maniobrabilidad entre lo que debe y lo que puede hacerse no se lleva muy bien con la salud de quien tiene la responsabilidad de dirigir un país.
Además de Cristina Kirchner, ocho fueron los presidentes argentinos que sufrieron problemas de salud, algunos más graves que el cuadro de la mandataria. Muchos debieron ser intervenidos quirúrgicamente e incluso tres de ellos murieron en ejercicio de su mandato.
Manuel Quintana murió en marzo de 1906 siendo presidente. Roque Saenz Peña falleció en agosto de 1914 por una afección neurológica. Roberto Marcelino Ortiz, poco después de asumir padeció un serio cuadro de diabetes, que lo dejó completamente ciego y lo obligó a renunciar a su cargo el 27 de junio de 1942. Murió un mes después. Juan Domingo Perón padecía una cardiopatía isquémica crónica y falleció el 1° de julio de 1974, a los 78 años, en ejercicio de su tercera presidencia. Isabel Perón debió tomarse un descanso en 1975 por problemas de salud. Carlos Menem fue operado en 1993 por una obstrucción en la carótida, lo mismo que De la Rúa en 2001. Néstor Kirchner fue operado en 2004 y 2010 y falleció el 27 de octubre de ese año.
Posiblemente la peor dolencia, no ya para quien dirige el país sino para al menos parte de sus dirigidos es la que Nelson Castro formula en su libro Enfermos de Poder (Ediciones B, 2005). Allí el autor cita una descripción de Hemingway acerca de la enfermedad de los poderosos: “Los síntomas comenzaban con el clima de sospecha que lo rodea, seguían con una sensibilidad crispada en cada asunto en que intervenía y se acompañaban con una creciente incapacidad para soportar las críticas. Más adelante se desarrollaba la convicción de ser indispensable y de que, hasta su llegada al poder, nada se había hecho bien. En otra vuelta de tuerca, el hombre, ya enfermo, se convencía de que nada volvería a hacerse bien, a no ser que él mismo permaneciera en el poder”.
Fuente: Update semanal de la Revista Imagen