Oreste Osmar Corbatta hizo un gol de antología. Fue contra Chile en 1957, en la cancha de Boca. No hay registros fílmicos. Bastaron una secuencia fotográfica más el relato de los hinchas, los periodistas y los jugadores testigos de la obra para que ese gol entrara en la historia del fútbol argentino.
Corbatta fue tal vez nuestro Garrincha. Wing derecho, analfabeto y alcohólico. Ídolo en Racing -club en el que se hizo conocido y ganó dos títulos-, también bicampeón con Boca, y estrella en una selección argentina en la que brilló junto a otros cracks. Después fueron el exilio en Colombia, el regreso a San Telmo y su refugio en el sur. Y al final se mezclaron la angustia, el ocio y el alcohol. Poco a poco, lo había perdido todo. Vivía debajo de la tribuna de Racing y se paseaba como un zombie por las calles de Avellaneda. Entonces se convirtió en un mito.
Alejandro Wall reconstruye aquí ese recorrido, y el relato de la búsqueda de la figura y su fantasma:
El 22 de noviembre de 2015, en Benito Juárez, una ciudad al sur de la provincia de Buenos Aires, apareció un muerto. Sin saber que estaba ante una revelación, Marcela Correa leyó en voz alta el nombre que figuraba con el orden 001 en el padrón de votantes:
—Corbatta, Oreste O.
Era un domingo de elecciones presidenciales en la Argentina. Marcela, una maestra de 48 años a la que le había tocado ser autoridad de la mesa 11 en la Escuela Técnica Nº 1, lo único que pretendía saber era cuántas personas quedaban por votar. No le había llamado antes la atención, pero cuando en ese momento de la tarde leyó el primer nombre de la lista, uno de los fiscales, Mario Cortez, quince años mayor, se sorprendió:
—¿Oreste Corbatta? ¿Corbatta? Corbatta era un jugador de fútbol, pero murió hace mucho tiempo.
Marcela no tenía idea de quién era Corbatta y tampoco le interesaba el fútbol. En ese instante, le salieron las preguntas más básicas. ¿Y si alguien quería votar con ese nombre? ¿Y si no era el Oreste Corbatta que creían? ¿Y si se trataba de un homónimo? Pero Oreste Corbatta, con Documento Nacional de Identidad 4.855.786 y domicilio en Moreno 228, no era un homónimo del futbolista.
Era Corbatta, el wing derecho, el mito.
—Apenas me contaron que podía ser un muerto llamé al fiscal general de la escuela para avisarle sobre la cuestión porque no sabía qué hacer. Me quedé atenta por si venía Corbatta —me dijo Marcela, por teléfono, en marzo de 2016.
Corbatta había llegado a Benito Juárez, una localidad de 14 mil habitantes a unos 400 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, en 1975. Ya no era el malabarista de Racing, Boca, el Deportivo Independiente Medellín de Colombia y la Selección argentina. No había gloria. Corbatta era un mito perdido en la geografía de la pampa bonaerense. Lo llevaron tres empleados de un sembradero de frutas después de encontrarlo como un vagabundo en la provincia de Río Negro, donde había jugado para pequeños equipos durante los últimos cuatro años. Defensores de Mariano Moreno, un club de la Liga Juarense, el sótano del fútbol profesional, lo contrató a cambio de una pieza en la que solo cabía una cama. No podía cocinarse y no tenía plata. Si en esos días no pasaba hambre era porque Tulio Fauret, un vecino que colaboraba en la comisión directiva del club y que pronto se convertiría en su amigo, le acercaba comida.
—Había venido sin nada —me relató Tulio, a los 75 años, desde Benito Juárez en abril de 2016—. Empecé a averiguar para sacarle el documento pero salía muy caro. Había que traer unos papeles desde La Plata. Al final, los trajo mi hermano, que viajaba seguido a Buenos Aires. Así que le hicimos el DNI y lo anotamos en la dirección que teníamos entonces, Moreno 228.
En esa dirección vivía Tulio con su padre y un hermano. Ahí vivió Corbatta cuando ya no tenía sentido que llevaran la comida a la pieza: podía quedarse con ellos, ser uno más de la familia Fauret. De sus tiempos como fiscal en elecciones durante la década del 90, Tulio Fauret se guardó la hoja de un viejo padrón en el que Corbatta figuraba con esa dirección después de morir a los 55 años, el 5 de diciembre de 1991.
Que hubiera personas fallecidas no era una novedad. Pero en noviembre de 2015 habían pasado casi veinticuatro años desde la muerte de Corbatta. Gustavo Díaz, un periodista de FM Sol, una radio local, le sacó una foto al padrón y la subió a las redes sociales. El nombre de Corbatta, un futbolista que nunca imaginó Twitter, se viralizó como el muerto que podía votar. En algunas publicaciones de internet se instaló la sospecha de que alguien, haciéndose pasar por él, había colocado el sobre en la urna porque, en la revisión del Registro de Infractores al deber de votar —un acto obligatorio en la Argentina—, Corbatta no figuraba como transgresor.
—Eso es porque el registro contiene a las personas que están obligadas, mayores de 18 años y menores de 70. Corbatta tendría que ser mayor —me explicó en un correo electrónico Alejandro Tullio, que hasta esas elecciones estaba a cargo de la Dirección Nacional Electoral.
Corbatta, que habría cumplido 80 años el 11 de marzo de 2016, no fue a votar ese 22 de noviembre de 2015. A las seis de la tarde —antes de abrir la urna para comenzar a contar los votos de la final entre los candidatos presidenciales Mauricio Macri y Daniel Scioli—, Marcela Correa, la presidenta de mesa, tachó el nombre del jugador, como el de todos los ausentes.
—Ese día Corbatta no votó —juró Marcela— pero, según contaron, una vez anterior sí lo hizo. Ahora, eso ya no lo te puedo confirmar.
Aunque podía estar ante una historia de denuncia periodística, un eventual fraude electoral que además incluía a una vieja figura del fútbol argentino, lo que el episodio me reveló fue que estaba tras los pasos de un fantasma. El día en que Corbatta apareció en las noticias por figurar en el padrón de Benito Juárez, en noviembre de 2015, yo llevaba tres años haciendo la investigación para este libro. Nunca antes se me había presentado tan cabalmente —tan espectralmente— como esa vez. Corbatta, el wing derecho, era una sombra que yo perseguía para reconstruir un pasado pero que actuaba sobre el presente.
¿Y qué es el pasado sino otra forma del presente?
La primera vez que escuché hablar de Corbatta, yo tenía ocho años. Fue un domingo a la tarde sin partidos de fútbol y, quizá para aplacar esa ausencia, mi papá buscó un libro sobre Racing —La Academia de campeones, que la editorial GAM había sacado en 1980 como fascículos coleccionables—, lo puso sobre la mesa del comedor de casa y comenzó a relatarme algunas historias. Sus preferidas eran las hazañas del Equipo de José, el Racing campeón de América y del mundo en 1967, del que le gustaba contarme que, de tan invencible, cada domingo antes de los partidos los diarios publicaban notas para explicar cómo había que jugar para intentar ganarle. Mientras pasaba las páginas, Osvaldo, mi papá, se frenó en una foto en blanco y negro, tomada desde atrás de un arco de la cancha de Racing, en la que un jugador acababa de patear un penal y, por lo que se podía presumir, había hecho el gol.
—Este es Corbatta. Le pegaba como los dioses y además era un gambeteador. Un crack. Pero perdió todo y ahora vive en la cancha, abajo de la tribuna —dijo mi papá.
Dos cosas me generaron una curiosidad infantil en ese momento: el apellido tan extraño —¿cómo alguien podía llamarse Corbatta?— y que viviera debajo de la tribuna. A mí me parecía que vivir en la cancha estaba muy bien y hasta me imaginaba a mí mismo en esa situación, sin necesidad de viajar los días de partido desde Caseros, donde teníamos nuestra casa, hasta Avellaneda; si viviéramos en la cancha, pensaba, podría ver los entrenamientos cuando quisiera y —esto era lo más me interesaba— estaría cerca de los jugadores, que a esa edad me parecían personajes inalcanzables.
Años después, cuando yo tenía 12 años, junto a las noticias de su muerte vi en el diario Crónica una foto de Corbatta con una barba desprolija y el pelo cayéndole sobre la frente, acostado en la cama de un hospital, y entendí que vivir en la cancha no era un privilegio. Corbatta no era un rey en su palacio con vista al campo de juego sino un anciano en la miseria, una especie de Quasimodo, el jorobado de Nuestra Señora de París, la novela de Victor Hugo. Corbatta era un desclasado del fútbol, un marginal del que todos huían salvo sus compañeros de los bares que recorría por Avellaneda, donde tomaba vino y pasaba las horas hasta quedarse dormido sobre la mesa.
Algunos de los que fueron contemporáneos a Corbatta lo ubican entre los jugadores más notables del fútbol argentino, el éxtasis del wing derecho. El Garrincha argentino. “Para mí, el mejor de todos nosotros”, lo elogió una vez Néstor “Pipo” Rossi, su compañero en el Sudamericano de 1957. “Está entre los cuatro mejores punteros derechos que conocí en mi vida, junto a (los brasileños) Julinho, Garrincha y (el sueco, Kurt) Hamrin”, dijo Enrique Omar Sívori, otra de las figuras de esa Selección.
—Fue uno de los mejores en su puesto, si no el mejor —dijo, en agosto de 2013, Enrique Macaya Márquez, uno de los pocos periodistas argentinos que cubrió el Mundial de Suecia 58, el único que jugó Corbatta—. Era vivo. Incluso creo que tuvo que ver con el desarrollo de su cuerpo; el impedimento de no poder pelear físicamente lo obligó a agudizar el ingenio y a rebuscársela de otra manera. Y le pegaba muy bien a la pelota. Si tuviera que formar una Selección histórica, lo pondría como puntero derecho tirado atrás, de titular.
A los wines, los punteros o —como se los llamó en la posmodernidad del fútbol— los extremos, esos hombres que juegan sobre la raya, se los asocia con la locura, la libertad para jugar; los wines son los románticos del fútbol, los que juegan sin reglas y sin lógica, en la cornisa. Pero también se los vincula con la fatalidad. Los wines son los locos y los borrachos. Garrincha, el brasileño que hizo olvidar a Pelé en el Mundial de 1962, murió pobre y alcohólico a los 50 años. El norirlandés George Best no pudo abandonar la bebida incluso después de que le trasplantaran un hígado, y falleció a los 59. René Houseman, campeón del mundo en 1978, pasó veintidós días internado para dejar de tomar. Ariel Ortega, ídolo de River, dejó el fútbol entre tratamientos y recaídas en el alcohol. Pero todos ellos, y también Corbatta, derrocharon alegría en la cancha. Si el 10 es el jugador pensante, el intelectual del fútbol, el 7 siempre representó el caos, una bohemia ácrata.
“Estéticamente comparten la belleza torpe de sus movimientos, su monstruosidad un poco chaplinesca. Éticamente coinciden en desmontar la lógica del lujo, para vivirlo como necesidad: la pisada o la gambeta de más son ‘de más’ porque superan el cálculo económico llano de la búsqueda del éxito”, escribió el novelista Federico Levín en “Los jugadores borrachos”, un breve ensayo publicado en el libro De pies a cabeza (Interzona).
Para los que no vimos a Corbatta en la cancha quedan algunas imágenes en movimiento. Aunque son pocas. Su época de mayor inspiración ocurrió en la segunda mitad de la década del 50, en Racing y en la Selección, cuando el fútbol televisado recién nacía. Corbatta fue un jugador de radios, diarios y revistas. Pero las imágenes que existen lo muestran con la 7 en la espalda y las piernas flacas bailoteando sobre la pelota; rivales retorciéndose en el piso y goles con un ángulo imposible.
El tránsito de ese paraíso hasta su muerte convirtió a Corbatta en el prototipo de la estrella que termina en la ruina; una vida en círculo entre la pobreza, la fama y la pobreza, y que no es exclusiva de futbolistas. Como los wines son los boxeadores del fútbol, Corbatta tuvo la vida de un boxeador; la vida de José María Gatica, que pasó de pobre y analfabeto a ser un ídolo popular gracias a sus puños y su carisma. Aunque nunca fue campeón. Perseguido por peronista después del golpe de 1955, el Mono murió rengo y en la miseria, a los 38 años, dos días después de que un colectivo lo atropellara a la salida de la cancha de Independiente. La vida de Ubaldo Sacco, argentino, marplatense y campeón mundial de peso welter junior en 1985; después de atravesar problemas con las drogas y alcohol, Uby murió por un tumor en la nariz y una meningitis a los 41 años. Fue del oro a la oscuridad, como el Kid Pambelé —el apodo de Antonio Cervantes— que relató el escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos. Pambelé, welter junior, pasó de estar en la cúpula del boxeo, al conseguir en 1972 el primer título mundial para Colombia —y retirar en una defensa al argentino Nicolino Locche—, a descender al infierno con sus excesos, su locura, tirando piñas al aire en plena calle.
Como podría ocurrir con cualquier otra vida, reconstruir la de Corbatta se transformó en una lucha personal contra los falsos recuerdos. O contra los recuerdos que se impusieron por sobre lo que efectivamente sucedió. En diarios y revistas de la época —y también en algunas evocaciones que dan vueltas por internet— existen relatos contradictorios, hechos para los que no quedan —o quedan pocos— testigos; episodios que se contaron pero que no ocurrieron o que ocurrieron a medias, y leyendas que operaron para darle sentimentalismo a la historia.
La historia, o lo que yo había leído de la historia en viejas revistas y algunas enciclopedias, era esta: que nació pobre. Que jugó en Racing, en Boca y la Selección. Que le decían el Loco. Que fue tapa de revistas. Que era wing derecho. Que contra Chile hizo el mejor gol de la Selección argentina antes de que Diego Maradona se lo hiciera a los ingleses. Que era invencible en los penales. Que jugó un Mundial. Que llegaba borracho antes de los partidos, lo bañaban y salía a jugar. Que las mujeres lo arruinaron. Que en Medellín fue ídolo. Que vivió su destierro en la Patagonia. Que fue alcohólico y analfabeto. Que pasó sus últimos años en una pieza de la cancha de Racing. Que murió en la cama de un hospital público.
Eso era lo que yo sabía de Corbatta y ahora, después de cuatro años de perseguir su fantasma —o de que su fantasma me persiguiera a mí— , no sé si todo lo que yo sabía fue lo que ocurrió. Corbatta fue uno de los ídolos de mi papá; una de las fábulas que acompañó mi infancia. Si mi generación —nací en 1979— les hablará a sus hijos de Diego Milito, nuestros padres y abuelos nos hablaron de Corbatta, como nos hablaron del Bocha Maschio o Juan José Pizzuti. Pero pasa el tiempo y quedan cada vez menos hinchas de Racing —hinchas del fútbol— que hablen de Corbatta. No quería que la historia del wing derecho más emblemático del fútbol argentino quedara en el olvido, bajo el polvo del tiempo, y por eso lo perseguí todos estos años. Para saber, también, cómo seguían las historias que me contaba Osvaldo, mi papá. Pero rescatar del olvido a Corbatta también requería otra tarea: desentrañar los mitos que lo rodeaban, limar las ambigüedades de sus relatos y descubrir sus misterios. Ir al subsuelo de su historia, donde duerme el fantasma que un día de elecciones en 2015 apareció en una escuela de Benito Juárez.
2
La camioneta de Julio Corbatta, un abogado de 55 años, hincha de Racing, aceleró con dirección al cementerio de Daireaux, en el oeste de la provincia de Buenos Aires, un flashback que en menos de diez minutos nos dejó parados frente al inicio de esta historia. Esa tarde de agosto de 2015, caminé con Julio entre los difuntos, mientras me señalaba a otros de sus familiares, armando un árbol genealógico entre las tumbas, un necrotour de la familia Corbatta.
—Y bien, este es el padre —me lo presentó Julio, hijo de Nenete, uno de los primos de Corbatta, el wing derecho.
Si le preguntaban en qué ciudad había nacido, Corbatta respondía que en La Plata, una reescritura de su biografía que recién años después de su muerte se puso en duda. “Nací ahí, en la capital bonaerense, el 11 de marzo de 1936”, contó en la revista Goles del 23 de julio de 1957.
En cambio, no hablaba de Daireaux, el pueblo en el que vivió hasta los cinco años; el lugar en el que nació su madre, y donde su padre está sepultado bajo un monolito de cemento despintado y cubierto de musgo, gobernado por una cruz, apenas adornado por un ramo de flores artificiales carcomidas por el tiempo y por una placa de bronce que dice:
Gerónimo Corbatta
Falleció 4/4/1941
A los 46 años
Su esposa e hijos no lo olvidan
Si se tuviera que filmar el Big Bang que creó al wing derecho argentino más romántico, la escena no tendría que comenzar en Daireaux sino con una panorámica de Recanati, un pequeño pueblo italiano de la provincia de Macerata, en la región de Las Marcas, pegada al mar Adriático, y desde ahí hacer zoom al taller donde Oreste trabaja con paciencia en un par de zapatos mientras, en la casa, María atiende a Santa y a Gerónimo, los hijos del matrimonio, el día de principios del siglo XX en el que decidieron comenzar una nueva vida en América.
Pudo ser cualquiera de esos momentos en que una de las miles de familias italianas decidió de huir de su país, entre finales del siglo XIX y principios del XX, pero se trató de un instante que definió a la historia íntima de Racing y, de algún modo, a esa patria del fútbol argentino: el potrero. Si en las primeras décadas de juego organizado se estableció la idea de un estilo propio, la imagen del futbolista ágil, libre y virtuoso como antítesis de la tosquedad inglesa, Corbatta fue la expresión de ese mito fundacional. El día en que Oreste y María supieron que viajarían a América para dejar de ser pobres se activó el mecanismo dominó, la caída de la primera pieza que derribó otras piezas hasta llegar a su cauce, que en este caso se llamó Corbatta pero que podría llamarse Lionel Messi. Para ese mismo tiempo, los tatarabuelos de Messi salieron desde Recanati aunque para instalarse en Rosario, provincia de Santa Fe. El genio silencioso también fue una joya de raíces italianas.
Oreste y María partieron rumbo a Sudamérica junto a los pequeños Santa y Gerónimo en un viaje que les demandó más de un mes a bordo del barco. Pensaban llegar hasta la Argentina pero, como María estaba embarazada, tuvieron que quedarse en el sur de Brasil para que diera a luz. Todo lo que pude saber de esa estadía fue que en Brasil nació el tercer hijo, al que llamaron Américo, y que mientras Oreste trabajaba en las haciendas de café, María quedó embarazada de Elisa. Tres años después, con los cuatro hijos, siguieron el camino hacia la Argentina.
—Los Corbatta vinieron a hacer la cosecha de trigo —contó Nenete, 82 años, padre de Julio y primo del jugador—. Desde Brasil llegaron a Daireaux para trabajar en el campo de Máximo Guastini, un estanciero al que conocieron por intermedio de un amigo.
Daireaux se dice “deró”, un nombre que además de obligar a sus habitantes al deletreo es el producto de una confusión. Cuando Oreste se puso a las órdenes de Guastini, esas tierras eran una parte más de Bolívar. Pablo Guglieri, otro italiano que había llegado por esos años desde Génova —aunque con dinero para comprar campos—, impulsó la autonomía y en 1910 se creó el partido de Caseros. Pero el bautismo trajo problemas porque Buenos Aires ya tenía una localidad con ese nombre en Tres de Febrero, pegado a la Capital Federal. Para que no hubiera malentendidos, cuando se enviaba correspondencia al partido de Caseros se le agregaba la estación del ferrocarril: “Daireaux”. Pero esa aclaración tampoco alcanzaba para que las cartas no aparecieran en uno u otro pueblo por error. Hubo telegramas para los que se buscaron direcciones que no existían y postales que se entregaron a destinatarios equivocados.
Julio Corbatta me contó que la confusión con las direcciones de los pueblos homónimos llegó a ser tan grande que el edificio del Banco Nación de Daireaux —una excentricidad para su modestia campestre— se construyó ahí por una equivocación administrativa. La sucursal estaba destinada a Tres de Febrero; la plata tenía que ir a ese municipio y no al partido de Caseros.
—Cuando lo advirtieron, ya era tarde. Y ahí lo tenés, mirá lo que es eso, un edificio majestuoso —me mostró Julio, parado en la esquina de Roca y Pellegrini, frente a la mole de cemento rodeada de casas bajas y pequeños locales.
Recién en 1970 la ciudad tomaría oficialmente el nombre de Daireaux, y el partido de Caseros quedaría borrado de los mapas y las nomenclaturas bonaerenses. Oreste no se enteró de todas esas vueltas porque había muerto en agosto de 1909, después de tener otro hijo, Alberto, y meses antes de que naciera otra hija, Orestina.
Oreste tampoco supo que Gerónimo, al que llamaban Gino, el mayor de los varones, se especializaría con el tiempo en detectar errores en los envíos. Cuando su padre murió, Gerónimo tenía 14 años y tuvo que dedicarse a diferentes changas para ayudar a su madre. Hasta que ingresó a trabajar en el correo. Cada mañana, Gerónimo, que tenía una formación escolar limitada por el trajín de la inmigración y la muerte temprana de su padre, llenaba el bolso y terminaba su jornada solo cuando lo dejaba vacío de cartas y paquetes que entregaba en cada domicilio con el cuidado exhaustivo de que se tratara de un envío a ese pueblo y no al partido de Tres de Febrero.
Cuando ya era un cartero experimentado, Gerónimo se casó con Isabel Fernández, una chica nacida en Daireaux, hija de Pedro Fernández y Primitiva Díaz aunque criada desde pequeña por una curandera del pueblo, y se fueron a vivir a una casa de la que en agosto de 2015 ya no quedaba nada. Tuve que imaginarla parándome sobre la calle Pablo Guglieri y siguiendo la orientación de Julio, que me indicó una pared de ladrillos huecos pintados con cal y un portón de chapa oxidado, justo al lado de un chalet amarillo de dos plantas, casi en la esquina de Pellegrini.
—Ahí estaba la casa en la que nació Corbatta, pero otra casa, no esa que ves vos —me aclaró Julio, el hijo de Nenete.
La ubicación geográfica solo sirvió para saber que Corbatta, el hijo menor de los ocho que tuvieron Isabel y Gerónimo, vivió hasta los cinco años frente a una plaza, que en su tiempo solo era un baldío, la tierra perfecta para hacer ...
Alejandro Wall nació en Buenos Aires. Tiene 37 años y es periodista especializado en deportes. Fue editor de las webs de Ámbito Financiero, Infobae y Perfil, y redactor del diario Crítica. Publicó artículos en las revistas Caras y Caretas, Veintitrés, Crisis, Un Caño y Anfibia, y en los diarios La Nación (Chile) y El País (España).
Es autor de ¡Academia, carajo! (Sudamericana, 2011) -una crónica que mezcla el fútbol con el estallido social del país- y El último Maradona: cuando a Diego le cortaron las piernas (Aguilar, 2014), con Andrés Burgo.
En la actualidad trabaja en la sección Deportes de Tiempo Argentino, escribe en la revista Acción y el sitio Informe Escaleno, y participa del programa "Era por abajo" junto con Ezequiel Fernández Moores y Andrés Burgo (Radio Ciudad).
El Padre Mugica, uno de los amigos que quiso enseñarle a leer y escribir a Corbatta
Adelanto de Corbatta. El wing, el nuevo libro del periodista de Tiempo, Alejandro Wall. Una minuciosa reconstrucción de la vida de un jugador diferente, autor de un gol mitólogico contra Chile en 1957 que sólo fue eclipsado por el barrilete cósmico de Maradona. Un ídolo de Racing, analfabeto y alcohólico, que se convirtió en fantasma. Murió en la indigencia, a los 55 años.
En esos encuentros de Parque Leloir, Corbatta conoció a Carlos Mugica, un cura hincha de Racing que a los 30 años trabajaba en los barrios populares y sería uno de los referentes en la Argentina de Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo. Mugica, que había crecido en una familia acomodada, se haría peronista, tendría fuertes vínculos con la militancia de esos años y sería asesinado en 1974 por la Alianza Anticomunista Argentina, la Triple A.
—El padre Mugica se conocía de chico con mi papá porque había relación entre las familias. Ya de grande, lo casó y me bautizó a mí. Y además iban juntos a la cancha. El cura era muy futbolero y fanático de Racing. En un partido con Independiente una vez le gritaron "puto" y se agarró a trompadas en medio de la tribuna —recordó Augusto Rodríguez Larreta.
"El padre Mugica nos llevaba al Seminario. Y Oreste iba con nosotros. El cura era wing izquierdo, jugaba muy bien", dijo Mansilla.
Eran los sesenta, con golpes militares, fusilamientos, gobiernos condicionados y peronismo proscripto. Mugica se acercó a los sectores de la resistencia a través de la Juventud de Acción Católica, uno de los embriones de lo que sería Montoneros. Su amigo Rodríguez Larreta, además de ser un hombre de negocios y cultivar el hedonismo, era economista y colaborador del radical Arturo Frondizi, presidente del país hasta su derrocamiento en marzo de 1962. Frondizi fundó por esos años —junto al dirigente Rogelio Frigerio— el Movimiento de Integración y Desarrollo (MID), un partido que coquetearía con Perón en el exilio y que sería la plataforma desde la que Rodríguez Larreta continuaría su carrera política.
Pero la lucha de clases y los asuntos del poder no le interesaban a Corbatta, que orbitaba ese universo tan extraño como un futbolista. Rodríguez Larreta tenía dos años más que él, y Mugica, el más grande de los tres, era seis años mayor que Corbatta. Y le admiraban algo que no tenían, el talento para jugar al fútbol.
—Mi viejo decía que el gol más impresionante se lo había visto hacer a Corbatta. El gol a los chilenos en 1957 — recordó Augusto Rodríguez Larreta sobre el gol fantasma.
(...) Corbatta formaba parte de una de las pasiones más mundanas de Rodríguez Larreta y Mugica, el fútbol; era el ídolo, un tótem tímido y plebeyo. Si Rodríguez Larreta lo paseaba por los bares, lo acompañaba a terminar las noches en el cabaret Karim o lo invitaba a su quinta para que diera exhibiciones privadas entre sus amigos, Mugica también lo llevaba al Seminario de Villa Devoto para hacerlo jugar en partidos donde se mezclaban futbolistas y religiosos.
"Todos los jueves jugábamos al fútbol", le dijo el sacerdote Domingo Bresci, que estudió con Mugica, a la periodista María Sucarrat, autora de El inocente (Norma, 2010), una biografía del cura villero. "Hicimos un seleccionado del Seminario, y él trajo para hacer un partido con el equipo de Racing. Era, se diría hoy, el asesor espiritual del equipo. Tenía ese rasgo muy popular del tipo de la cancha, que iba y gritaba, y se volvía loco por el fútbol", agregó Bresci.
—Yo jugué con ellos en la quinta de Rodríguez Larreta y también en el Seminario —recordó Fernando Galmarini, dirigente peronista y amigo de Mugica—. Había otro cura tercermundista muy futbolero llamado Alejandro Mayol, un tipo que tocaba la guitarra y que después se casó. Y siempre iban jugadores de Racing, entre ellos Corbatta.
—El padre Mugica nos llevaba al Seminario —confirmó Mansilla—. Y Oreste iba con nosotros. El cura era wing izquierdo, jugaba muy bien.
(...) Horacio Rodríguez Larreta no sólo salía por las noches con Corbatta o lo invitaba a jugar en su quinta. También quiso educarlo, una tarea que le encargaría a su madre, Adela Leloir. Rodríguez Larreta convenció a Corbatta de que era necesario que supiera leer y escribir, y durante un tiempo el jugador visitó la casa de los Leloir para tomar clases. Pero tampoco duró demasiado como alumno.
—Mi papá me contó que mi abuela pretendió enseñarle pero que Corbatta era un reo, un bohemio, no quería saber nada con el tema — relató Augusto Rodríguez Larreta, el hijo de Horacio.
El padre Carlos Mugica también avanzó en la misión de alfabetizar a Corbatta. Le pidió ese favor a su amiga Lucía Cullén, una estudiante de trabajo social que ayudaba al cura con las tareas que realizaba en la Villa 31 del barrio de Retiro, y que en 1976, durante la dictadura militar, sería secuestrada y desaparecida.
—Lucía llegó a darle algunas clases a Corbatta en un bar, pero el Loco se escapaba. Creo que, al final, Lucía hasta se hizo hincha de Racing por Carlos —recordó Galmarini, amigo de Mugica.
El analfabetismo, la pobreza y el alcohol formaron la santísima trinidad del mito, el dogma sobre el que se construyó la empatía con Corbatta. Y los fundamentos que explicarían su drama personal.
—En su mayoría, lo que le pasó después fue por no saber leer. Le ponían cualquier cosa en los contratos. Y lo cagaban siempre —dijo Mansilla.
—No sabía cuánta guita le daban. Se abusaron mucho del flaco —sostuvo Cantera.
Fueron muchos los que estuvieron de acuerdo con esa idea. Y también fueron muchos los que aseguraron haber sido testigos de cuando Corbatta disimulaba su ignorancia con un diario en la mano.
—Hacía que leía —recordó Pizzuti—. Pero sólo leía los chistes.
Sin embargo, el episodio que me relató Mansilla mostraba a Corbatta, más que como un impostor, como un bromista:
—La primera vez que concentré con Racing un compañero me pidió que le comprara el diario a Oreste. Yo fui y se lo compré. Cuando se lo alcancé, empezó a leerlo, y todos se largaron a reír. Y Corbatta también se reía. Las limitaciones por no saber escribir se presentaban en los contextos menos esperados. Cuando Corbatta se subía a un avión, su problema era completar los datos en la tarjeta migratoria. Pero siempre tenía alguien a mano para que lo hiciera por él. En 1961, durante un viaje con la Selección a Ecuador, tuvo que recurrir a Walter Jiménez, uno de sus compañeros: "Santiagueño —le pidió al aterrizar—, haceme la cosa esa que hay que llenar".
—Pero yo hice la mía y no le di bola. "¿Quién se cree que es este?", pensé. Yo no tenía idea de que no sabía escribir. Después vino el Marqués Sosa y me cagó a pedos por no haberlo ayudado —recordó Jiménez más de cincuenta años después del episodio.
Alejandro Wall reconstruye aquí ese recorrido, y el relato de la búsqueda de la figura y su fantasma:
El 22 de noviembre de 2015, en Benito Juárez, una ciudad al sur de la provincia de Buenos Aires, apareció un muerto. Sin saber que estaba ante una revelación, Marcela Correa leyó en voz alta el nombre que figuraba con el orden 001 en el padrón de votantes:
—Corbatta, Oreste O.
Era un domingo de elecciones presidenciales en la Argentina. Marcela, una maestra de 48 años a la que le había tocado ser autoridad de la mesa 11 en la Escuela Técnica Nº 1, lo único que pretendía saber era cuántas personas quedaban por votar. No le había llamado antes la atención, pero cuando en ese momento de la tarde leyó el primer nombre de la lista, uno de los fiscales, Mario Cortez, quince años mayor, se sorprendió:
—¿Oreste Corbatta? ¿Corbatta? Corbatta era un jugador de fútbol, pero murió hace mucho tiempo.
Marcela no tenía idea de quién era Corbatta y tampoco le interesaba el fútbol. En ese instante, le salieron las preguntas más básicas. ¿Y si alguien quería votar con ese nombre? ¿Y si no era el Oreste Corbatta que creían? ¿Y si se trataba de un homónimo? Pero Oreste Corbatta, con Documento Nacional de Identidad 4.855.786 y domicilio en Moreno 228, no era un homónimo del futbolista.
Era Corbatta, el wing derecho, el mito.
—Apenas me contaron que podía ser un muerto llamé al fiscal general de la escuela para avisarle sobre la cuestión porque no sabía qué hacer. Me quedé atenta por si venía Corbatta —me dijo Marcela, por teléfono, en marzo de 2016.
Corbatta había llegado a Benito Juárez, una localidad de 14 mil habitantes a unos 400 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, en 1975. Ya no era el malabarista de Racing, Boca, el Deportivo Independiente Medellín de Colombia y la Selección argentina. No había gloria. Corbatta era un mito perdido en la geografía de la pampa bonaerense. Lo llevaron tres empleados de un sembradero de frutas después de encontrarlo como un vagabundo en la provincia de Río Negro, donde había jugado para pequeños equipos durante los últimos cuatro años. Defensores de Mariano Moreno, un club de la Liga Juarense, el sótano del fútbol profesional, lo contrató a cambio de una pieza en la que solo cabía una cama. No podía cocinarse y no tenía plata. Si en esos días no pasaba hambre era porque Tulio Fauret, un vecino que colaboraba en la comisión directiva del club y que pronto se convertiría en su amigo, le acercaba comida.
—Había venido sin nada —me relató Tulio, a los 75 años, desde Benito Juárez en abril de 2016—. Empecé a averiguar para sacarle el documento pero salía muy caro. Había que traer unos papeles desde La Plata. Al final, los trajo mi hermano, que viajaba seguido a Buenos Aires. Así que le hicimos el DNI y lo anotamos en la dirección que teníamos entonces, Moreno 228.
En esa dirección vivía Tulio con su padre y un hermano. Ahí vivió Corbatta cuando ya no tenía sentido que llevaran la comida a la pieza: podía quedarse con ellos, ser uno más de la familia Fauret. De sus tiempos como fiscal en elecciones durante la década del 90, Tulio Fauret se guardó la hoja de un viejo padrón en el que Corbatta figuraba con esa dirección después de morir a los 55 años, el 5 de diciembre de 1991.
Que hubiera personas fallecidas no era una novedad. Pero en noviembre de 2015 habían pasado casi veinticuatro años desde la muerte de Corbatta. Gustavo Díaz, un periodista de FM Sol, una radio local, le sacó una foto al padrón y la subió a las redes sociales. El nombre de Corbatta, un futbolista que nunca imaginó Twitter, se viralizó como el muerto que podía votar. En algunas publicaciones de internet se instaló la sospecha de que alguien, haciéndose pasar por él, había colocado el sobre en la urna porque, en la revisión del Registro de Infractores al deber de votar —un acto obligatorio en la Argentina—, Corbatta no figuraba como transgresor.
—Eso es porque el registro contiene a las personas que están obligadas, mayores de 18 años y menores de 70. Corbatta tendría que ser mayor —me explicó en un correo electrónico Alejandro Tullio, que hasta esas elecciones estaba a cargo de la Dirección Nacional Electoral.
Corbatta, que habría cumplido 80 años el 11 de marzo de 2016, no fue a votar ese 22 de noviembre de 2015. A las seis de la tarde —antes de abrir la urna para comenzar a contar los votos de la final entre los candidatos presidenciales Mauricio Macri y Daniel Scioli—, Marcela Correa, la presidenta de mesa, tachó el nombre del jugador, como el de todos los ausentes.
—Ese día Corbatta no votó —juró Marcela— pero, según contaron, una vez anterior sí lo hizo. Ahora, eso ya no lo te puedo confirmar.
Aunque podía estar ante una historia de denuncia periodística, un eventual fraude electoral que además incluía a una vieja figura del fútbol argentino, lo que el episodio me reveló fue que estaba tras los pasos de un fantasma. El día en que Corbatta apareció en las noticias por figurar en el padrón de Benito Juárez, en noviembre de 2015, yo llevaba tres años haciendo la investigación para este libro. Nunca antes se me había presentado tan cabalmente —tan espectralmente— como esa vez. Corbatta, el wing derecho, era una sombra que yo perseguía para reconstruir un pasado pero que actuaba sobre el presente.
¿Y qué es el pasado sino otra forma del presente?
La primera vez que escuché hablar de Corbatta, yo tenía ocho años. Fue un domingo a la tarde sin partidos de fútbol y, quizá para aplacar esa ausencia, mi papá buscó un libro sobre Racing —La Academia de campeones, que la editorial GAM había sacado en 1980 como fascículos coleccionables—, lo puso sobre la mesa del comedor de casa y comenzó a relatarme algunas historias. Sus preferidas eran las hazañas del Equipo de José, el Racing campeón de América y del mundo en 1967, del que le gustaba contarme que, de tan invencible, cada domingo antes de los partidos los diarios publicaban notas para explicar cómo había que jugar para intentar ganarle. Mientras pasaba las páginas, Osvaldo, mi papá, se frenó en una foto en blanco y negro, tomada desde atrás de un arco de la cancha de Racing, en la que un jugador acababa de patear un penal y, por lo que se podía presumir, había hecho el gol.
—Este es Corbatta. Le pegaba como los dioses y además era un gambeteador. Un crack. Pero perdió todo y ahora vive en la cancha, abajo de la tribuna —dijo mi papá.
Dos cosas me generaron una curiosidad infantil en ese momento: el apellido tan extraño —¿cómo alguien podía llamarse Corbatta?— y que viviera debajo de la tribuna. A mí me parecía que vivir en la cancha estaba muy bien y hasta me imaginaba a mí mismo en esa situación, sin necesidad de viajar los días de partido desde Caseros, donde teníamos nuestra casa, hasta Avellaneda; si viviéramos en la cancha, pensaba, podría ver los entrenamientos cuando quisiera y —esto era lo más me interesaba— estaría cerca de los jugadores, que a esa edad me parecían personajes inalcanzables.
Años después, cuando yo tenía 12 años, junto a las noticias de su muerte vi en el diario Crónica una foto de Corbatta con una barba desprolija y el pelo cayéndole sobre la frente, acostado en la cama de un hospital, y entendí que vivir en la cancha no era un privilegio. Corbatta no era un rey en su palacio con vista al campo de juego sino un anciano en la miseria, una especie de Quasimodo, el jorobado de Nuestra Señora de París, la novela de Victor Hugo. Corbatta era un desclasado del fútbol, un marginal del que todos huían salvo sus compañeros de los bares que recorría por Avellaneda, donde tomaba vino y pasaba las horas hasta quedarse dormido sobre la mesa.
Algunos de los que fueron contemporáneos a Corbatta lo ubican entre los jugadores más notables del fútbol argentino, el éxtasis del wing derecho. El Garrincha argentino. “Para mí, el mejor de todos nosotros”, lo elogió una vez Néstor “Pipo” Rossi, su compañero en el Sudamericano de 1957. “Está entre los cuatro mejores punteros derechos que conocí en mi vida, junto a (los brasileños) Julinho, Garrincha y (el sueco, Kurt) Hamrin”, dijo Enrique Omar Sívori, otra de las figuras de esa Selección.
—Fue uno de los mejores en su puesto, si no el mejor —dijo, en agosto de 2013, Enrique Macaya Márquez, uno de los pocos periodistas argentinos que cubrió el Mundial de Suecia 58, el único que jugó Corbatta—. Era vivo. Incluso creo que tuvo que ver con el desarrollo de su cuerpo; el impedimento de no poder pelear físicamente lo obligó a agudizar el ingenio y a rebuscársela de otra manera. Y le pegaba muy bien a la pelota. Si tuviera que formar una Selección histórica, lo pondría como puntero derecho tirado atrás, de titular.
A los wines, los punteros o —como se los llamó en la posmodernidad del fútbol— los extremos, esos hombres que juegan sobre la raya, se los asocia con la locura, la libertad para jugar; los wines son los románticos del fútbol, los que juegan sin reglas y sin lógica, en la cornisa. Pero también se los vincula con la fatalidad. Los wines son los locos y los borrachos. Garrincha, el brasileño que hizo olvidar a Pelé en el Mundial de 1962, murió pobre y alcohólico a los 50 años. El norirlandés George Best no pudo abandonar la bebida incluso después de que le trasplantaran un hígado, y falleció a los 59. René Houseman, campeón del mundo en 1978, pasó veintidós días internado para dejar de tomar. Ariel Ortega, ídolo de River, dejó el fútbol entre tratamientos y recaídas en el alcohol. Pero todos ellos, y también Corbatta, derrocharon alegría en la cancha. Si el 10 es el jugador pensante, el intelectual del fútbol, el 7 siempre representó el caos, una bohemia ácrata.
“Estéticamente comparten la belleza torpe de sus movimientos, su monstruosidad un poco chaplinesca. Éticamente coinciden en desmontar la lógica del lujo, para vivirlo como necesidad: la pisada o la gambeta de más son ‘de más’ porque superan el cálculo económico llano de la búsqueda del éxito”, escribió el novelista Federico Levín en “Los jugadores borrachos”, un breve ensayo publicado en el libro De pies a cabeza (Interzona).
Para los que no vimos a Corbatta en la cancha quedan algunas imágenes en movimiento. Aunque son pocas. Su época de mayor inspiración ocurrió en la segunda mitad de la década del 50, en Racing y en la Selección, cuando el fútbol televisado recién nacía. Corbatta fue un jugador de radios, diarios y revistas. Pero las imágenes que existen lo muestran con la 7 en la espalda y las piernas flacas bailoteando sobre la pelota; rivales retorciéndose en el piso y goles con un ángulo imposible.
El tránsito de ese paraíso hasta su muerte convirtió a Corbatta en el prototipo de la estrella que termina en la ruina; una vida en círculo entre la pobreza, la fama y la pobreza, y que no es exclusiva de futbolistas. Como los wines son los boxeadores del fútbol, Corbatta tuvo la vida de un boxeador; la vida de José María Gatica, que pasó de pobre y analfabeto a ser un ídolo popular gracias a sus puños y su carisma. Aunque nunca fue campeón. Perseguido por peronista después del golpe de 1955, el Mono murió rengo y en la miseria, a los 38 años, dos días después de que un colectivo lo atropellara a la salida de la cancha de Independiente. La vida de Ubaldo Sacco, argentino, marplatense y campeón mundial de peso welter junior en 1985; después de atravesar problemas con las drogas y alcohol, Uby murió por un tumor en la nariz y una meningitis a los 41 años. Fue del oro a la oscuridad, como el Kid Pambelé —el apodo de Antonio Cervantes— que relató el escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos. Pambelé, welter junior, pasó de estar en la cúpula del boxeo, al conseguir en 1972 el primer título mundial para Colombia —y retirar en una defensa al argentino Nicolino Locche—, a descender al infierno con sus excesos, su locura, tirando piñas al aire en plena calle.
Como podría ocurrir con cualquier otra vida, reconstruir la de Corbatta se transformó en una lucha personal contra los falsos recuerdos. O contra los recuerdos que se impusieron por sobre lo que efectivamente sucedió. En diarios y revistas de la época —y también en algunas evocaciones que dan vueltas por internet— existen relatos contradictorios, hechos para los que no quedan —o quedan pocos— testigos; episodios que se contaron pero que no ocurrieron o que ocurrieron a medias, y leyendas que operaron para darle sentimentalismo a la historia.
La historia, o lo que yo había leído de la historia en viejas revistas y algunas enciclopedias, era esta: que nació pobre. Que jugó en Racing, en Boca y la Selección. Que le decían el Loco. Que fue tapa de revistas. Que era wing derecho. Que contra Chile hizo el mejor gol de la Selección argentina antes de que Diego Maradona se lo hiciera a los ingleses. Que era invencible en los penales. Que jugó un Mundial. Que llegaba borracho antes de los partidos, lo bañaban y salía a jugar. Que las mujeres lo arruinaron. Que en Medellín fue ídolo. Que vivió su destierro en la Patagonia. Que fue alcohólico y analfabeto. Que pasó sus últimos años en una pieza de la cancha de Racing. Que murió en la cama de un hospital público.
Eso era lo que yo sabía de Corbatta y ahora, después de cuatro años de perseguir su fantasma —o de que su fantasma me persiguiera a mí— , no sé si todo lo que yo sabía fue lo que ocurrió. Corbatta fue uno de los ídolos de mi papá; una de las fábulas que acompañó mi infancia. Si mi generación —nací en 1979— les hablará a sus hijos de Diego Milito, nuestros padres y abuelos nos hablaron de Corbatta, como nos hablaron del Bocha Maschio o Juan José Pizzuti. Pero pasa el tiempo y quedan cada vez menos hinchas de Racing —hinchas del fútbol— que hablen de Corbatta. No quería que la historia del wing derecho más emblemático del fútbol argentino quedara en el olvido, bajo el polvo del tiempo, y por eso lo perseguí todos estos años. Para saber, también, cómo seguían las historias que me contaba Osvaldo, mi papá. Pero rescatar del olvido a Corbatta también requería otra tarea: desentrañar los mitos que lo rodeaban, limar las ambigüedades de sus relatos y descubrir sus misterios. Ir al subsuelo de su historia, donde duerme el fantasma que un día de elecciones en 2015 apareció en una escuela de Benito Juárez.
2
La camioneta de Julio Corbatta, un abogado de 55 años, hincha de Racing, aceleró con dirección al cementerio de Daireaux, en el oeste de la provincia de Buenos Aires, un flashback que en menos de diez minutos nos dejó parados frente al inicio de esta historia. Esa tarde de agosto de 2015, caminé con Julio entre los difuntos, mientras me señalaba a otros de sus familiares, armando un árbol genealógico entre las tumbas, un necrotour de la familia Corbatta.
—Y bien, este es el padre —me lo presentó Julio, hijo de Nenete, uno de los primos de Corbatta, el wing derecho.
Si le preguntaban en qué ciudad había nacido, Corbatta respondía que en La Plata, una reescritura de su biografía que recién años después de su muerte se puso en duda. “Nací ahí, en la capital bonaerense, el 11 de marzo de 1936”, contó en la revista Goles del 23 de julio de 1957.
En cambio, no hablaba de Daireaux, el pueblo en el que vivió hasta los cinco años; el lugar en el que nació su madre, y donde su padre está sepultado bajo un monolito de cemento despintado y cubierto de musgo, gobernado por una cruz, apenas adornado por un ramo de flores artificiales carcomidas por el tiempo y por una placa de bronce que dice:
Gerónimo Corbatta
Falleció 4/4/1941
A los 46 años
Su esposa e hijos no lo olvidan
Si se tuviera que filmar el Big Bang que creó al wing derecho argentino más romántico, la escena no tendría que comenzar en Daireaux sino con una panorámica de Recanati, un pequeño pueblo italiano de la provincia de Macerata, en la región de Las Marcas, pegada al mar Adriático, y desde ahí hacer zoom al taller donde Oreste trabaja con paciencia en un par de zapatos mientras, en la casa, María atiende a Santa y a Gerónimo, los hijos del matrimonio, el día de principios del siglo XX en el que decidieron comenzar una nueva vida en América.
Pudo ser cualquiera de esos momentos en que una de las miles de familias italianas decidió de huir de su país, entre finales del siglo XIX y principios del XX, pero se trató de un instante que definió a la historia íntima de Racing y, de algún modo, a esa patria del fútbol argentino: el potrero. Si en las primeras décadas de juego organizado se estableció la idea de un estilo propio, la imagen del futbolista ágil, libre y virtuoso como antítesis de la tosquedad inglesa, Corbatta fue la expresión de ese mito fundacional. El día en que Oreste y María supieron que viajarían a América para dejar de ser pobres se activó el mecanismo dominó, la caída de la primera pieza que derribó otras piezas hasta llegar a su cauce, que en este caso se llamó Corbatta pero que podría llamarse Lionel Messi. Para ese mismo tiempo, los tatarabuelos de Messi salieron desde Recanati aunque para instalarse en Rosario, provincia de Santa Fe. El genio silencioso también fue una joya de raíces italianas.
Oreste y María partieron rumbo a Sudamérica junto a los pequeños Santa y Gerónimo en un viaje que les demandó más de un mes a bordo del barco. Pensaban llegar hasta la Argentina pero, como María estaba embarazada, tuvieron que quedarse en el sur de Brasil para que diera a luz. Todo lo que pude saber de esa estadía fue que en Brasil nació el tercer hijo, al que llamaron Américo, y que mientras Oreste trabajaba en las haciendas de café, María quedó embarazada de Elisa. Tres años después, con los cuatro hijos, siguieron el camino hacia la Argentina.
—Los Corbatta vinieron a hacer la cosecha de trigo —contó Nenete, 82 años, padre de Julio y primo del jugador—. Desde Brasil llegaron a Daireaux para trabajar en el campo de Máximo Guastini, un estanciero al que conocieron por intermedio de un amigo.
Daireaux se dice “deró”, un nombre que además de obligar a sus habitantes al deletreo es el producto de una confusión. Cuando Oreste se puso a las órdenes de Guastini, esas tierras eran una parte más de Bolívar. Pablo Guglieri, otro italiano que había llegado por esos años desde Génova —aunque con dinero para comprar campos—, impulsó la autonomía y en 1910 se creó el partido de Caseros. Pero el bautismo trajo problemas porque Buenos Aires ya tenía una localidad con ese nombre en Tres de Febrero, pegado a la Capital Federal. Para que no hubiera malentendidos, cuando se enviaba correspondencia al partido de Caseros se le agregaba la estación del ferrocarril: “Daireaux”. Pero esa aclaración tampoco alcanzaba para que las cartas no aparecieran en uno u otro pueblo por error. Hubo telegramas para los que se buscaron direcciones que no existían y postales que se entregaron a destinatarios equivocados.
Julio Corbatta me contó que la confusión con las direcciones de los pueblos homónimos llegó a ser tan grande que el edificio del Banco Nación de Daireaux —una excentricidad para su modestia campestre— se construyó ahí por una equivocación administrativa. La sucursal estaba destinada a Tres de Febrero; la plata tenía que ir a ese municipio y no al partido de Caseros.
—Cuando lo advirtieron, ya era tarde. Y ahí lo tenés, mirá lo que es eso, un edificio majestuoso —me mostró Julio, parado en la esquina de Roca y Pellegrini, frente a la mole de cemento rodeada de casas bajas y pequeños locales.
Recién en 1970 la ciudad tomaría oficialmente el nombre de Daireaux, y el partido de Caseros quedaría borrado de los mapas y las nomenclaturas bonaerenses. Oreste no se enteró de todas esas vueltas porque había muerto en agosto de 1909, después de tener otro hijo, Alberto, y meses antes de que naciera otra hija, Orestina.
Oreste tampoco supo que Gerónimo, al que llamaban Gino, el mayor de los varones, se especializaría con el tiempo en detectar errores en los envíos. Cuando su padre murió, Gerónimo tenía 14 años y tuvo que dedicarse a diferentes changas para ayudar a su madre. Hasta que ingresó a trabajar en el correo. Cada mañana, Gerónimo, que tenía una formación escolar limitada por el trajín de la inmigración y la muerte temprana de su padre, llenaba el bolso y terminaba su jornada solo cuando lo dejaba vacío de cartas y paquetes que entregaba en cada domicilio con el cuidado exhaustivo de que se tratara de un envío a ese pueblo y no al partido de Tres de Febrero.
Cuando ya era un cartero experimentado, Gerónimo se casó con Isabel Fernández, una chica nacida en Daireaux, hija de Pedro Fernández y Primitiva Díaz aunque criada desde pequeña por una curandera del pueblo, y se fueron a vivir a una casa de la que en agosto de 2015 ya no quedaba nada. Tuve que imaginarla parándome sobre la calle Pablo Guglieri y siguiendo la orientación de Julio, que me indicó una pared de ladrillos huecos pintados con cal y un portón de chapa oxidado, justo al lado de un chalet amarillo de dos plantas, casi en la esquina de Pellegrini.
—Ahí estaba la casa en la que nació Corbatta, pero otra casa, no esa que ves vos —me aclaró Julio, el hijo de Nenete.
La ubicación geográfica solo sirvió para saber que Corbatta, el hijo menor de los ocho que tuvieron Isabel y Gerónimo, vivió hasta los cinco años frente a una plaza, que en su tiempo solo era un baldío, la tierra perfecta para hacer ...
Seguí durante cuatro años los pasos de un fantasma, un mito del fútbol argentino. En unos días sale Corbatta. pic.twitter.com/KYzIzFjXho— Alejandro Wall (@alejwall) 26 de agosto de 2016
Alejandro Wall nació en Buenos Aires. Tiene 37 años y es periodista especializado en deportes. Fue editor de las webs de Ámbito Financiero, Infobae y Perfil, y redactor del diario Crítica. Publicó artículos en las revistas Caras y Caretas, Veintitrés, Crisis, Un Caño y Anfibia, y en los diarios La Nación (Chile) y El País (España).
Es autor de ¡Academia, carajo! (Sudamericana, 2011) -una crónica que mezcla el fútbol con el estallido social del país- y El último Maradona: cuando a Diego le cortaron las piernas (Aguilar, 2014), con Andrés Burgo.
En la actualidad trabaja en la sección Deportes de Tiempo Argentino, escribe en la revista Acción y el sitio Informe Escaleno, y participa del programa "Era por abajo" junto con Ezequiel Fernández Moores y Andrés Burgo (Radio Ciudad).
El Padre Mugica, uno de los amigos que quiso enseñarle a leer y escribir a Corbatta
Adelanto de Corbatta. El wing, el nuevo libro del periodista de Tiempo, Alejandro Wall. Una minuciosa reconstrucción de la vida de un jugador diferente, autor de un gol mitólogico contra Chile en 1957 que sólo fue eclipsado por el barrilete cósmico de Maradona. Un ídolo de Racing, analfabeto y alcohólico, que se convirtió en fantasma. Murió en la indigencia, a los 55 años.
En esos encuentros de Parque Leloir, Corbatta conoció a Carlos Mugica, un cura hincha de Racing que a los 30 años trabajaba en los barrios populares y sería uno de los referentes en la Argentina de Movimiento de Sacerdotes por el Tercer Mundo. Mugica, que había crecido en una familia acomodada, se haría peronista, tendría fuertes vínculos con la militancia de esos años y sería asesinado en 1974 por la Alianza Anticomunista Argentina, la Triple A.
—El padre Mugica se conocía de chico con mi papá porque había relación entre las familias. Ya de grande, lo casó y me bautizó a mí. Y además iban juntos a la cancha. El cura era muy futbolero y fanático de Racing. En un partido con Independiente una vez le gritaron "puto" y se agarró a trompadas en medio de la tribuna —recordó Augusto Rodríguez Larreta.
"El padre Mugica nos llevaba al Seminario. Y Oreste iba con nosotros. El cura era wing izquierdo, jugaba muy bien", dijo Mansilla.
Eran los sesenta, con golpes militares, fusilamientos, gobiernos condicionados y peronismo proscripto. Mugica se acercó a los sectores de la resistencia a través de la Juventud de Acción Católica, uno de los embriones de lo que sería Montoneros. Su amigo Rodríguez Larreta, además de ser un hombre de negocios y cultivar el hedonismo, era economista y colaborador del radical Arturo Frondizi, presidente del país hasta su derrocamiento en marzo de 1962. Frondizi fundó por esos años —junto al dirigente Rogelio Frigerio— el Movimiento de Integración y Desarrollo (MID), un partido que coquetearía con Perón en el exilio y que sería la plataforma desde la que Rodríguez Larreta continuaría su carrera política.
Pero la lucha de clases y los asuntos del poder no le interesaban a Corbatta, que orbitaba ese universo tan extraño como un futbolista. Rodríguez Larreta tenía dos años más que él, y Mugica, el más grande de los tres, era seis años mayor que Corbatta. Y le admiraban algo que no tenían, el talento para jugar al fútbol.
—Mi viejo decía que el gol más impresionante se lo había visto hacer a Corbatta. El gol a los chilenos en 1957 — recordó Augusto Rodríguez Larreta sobre el gol fantasma.
(...) Corbatta formaba parte de una de las pasiones más mundanas de Rodríguez Larreta y Mugica, el fútbol; era el ídolo, un tótem tímido y plebeyo. Si Rodríguez Larreta lo paseaba por los bares, lo acompañaba a terminar las noches en el cabaret Karim o lo invitaba a su quinta para que diera exhibiciones privadas entre sus amigos, Mugica también lo llevaba al Seminario de Villa Devoto para hacerlo jugar en partidos donde se mezclaban futbolistas y religiosos.
"Todos los jueves jugábamos al fútbol", le dijo el sacerdote Domingo Bresci, que estudió con Mugica, a la periodista María Sucarrat, autora de El inocente (Norma, 2010), una biografía del cura villero. "Hicimos un seleccionado del Seminario, y él trajo para hacer un partido con el equipo de Racing. Era, se diría hoy, el asesor espiritual del equipo. Tenía ese rasgo muy popular del tipo de la cancha, que iba y gritaba, y se volvía loco por el fútbol", agregó Bresci.
—Yo jugué con ellos en la quinta de Rodríguez Larreta y también en el Seminario —recordó Fernando Galmarini, dirigente peronista y amigo de Mugica—. Había otro cura tercermundista muy futbolero llamado Alejandro Mayol, un tipo que tocaba la guitarra y que después se casó. Y siempre iban jugadores de Racing, entre ellos Corbatta.
—El padre Mugica nos llevaba al Seminario —confirmó Mansilla—. Y Oreste iba con nosotros. El cura era wing izquierdo, jugaba muy bien.
(...) Horacio Rodríguez Larreta no sólo salía por las noches con Corbatta o lo invitaba a jugar en su quinta. También quiso educarlo, una tarea que le encargaría a su madre, Adela Leloir. Rodríguez Larreta convenció a Corbatta de que era necesario que supiera leer y escribir, y durante un tiempo el jugador visitó la casa de los Leloir para tomar clases. Pero tampoco duró demasiado como alumno.
—Mi papá me contó que mi abuela pretendió enseñarle pero que Corbatta era un reo, un bohemio, no quería saber nada con el tema — relató Augusto Rodríguez Larreta, el hijo de Horacio.
El padre Carlos Mugica también avanzó en la misión de alfabetizar a Corbatta. Le pidió ese favor a su amiga Lucía Cullén, una estudiante de trabajo social que ayudaba al cura con las tareas que realizaba en la Villa 31 del barrio de Retiro, y que en 1976, durante la dictadura militar, sería secuestrada y desaparecida.
—Lucía llegó a darle algunas clases a Corbatta en un bar, pero el Loco se escapaba. Creo que, al final, Lucía hasta se hizo hincha de Racing por Carlos —recordó Galmarini, amigo de Mugica.
El analfabetismo, la pobreza y el alcohol formaron la santísima trinidad del mito, el dogma sobre el que se construyó la empatía con Corbatta. Y los fundamentos que explicarían su drama personal.
—En su mayoría, lo que le pasó después fue por no saber leer. Le ponían cualquier cosa en los contratos. Y lo cagaban siempre —dijo Mansilla.
—No sabía cuánta guita le daban. Se abusaron mucho del flaco —sostuvo Cantera.
Fueron muchos los que estuvieron de acuerdo con esa idea. Y también fueron muchos los que aseguraron haber sido testigos de cuando Corbatta disimulaba su ignorancia con un diario en la mano.
—Hacía que leía —recordó Pizzuti—. Pero sólo leía los chistes.
Sin embargo, el episodio que me relató Mansilla mostraba a Corbatta, más que como un impostor, como un bromista:
—La primera vez que concentré con Racing un compañero me pidió que le comprara el diario a Oreste. Yo fui y se lo compré. Cuando se lo alcancé, empezó a leerlo, y todos se largaron a reír. Y Corbatta también se reía. Las limitaciones por no saber escribir se presentaban en los contextos menos esperados. Cuando Corbatta se subía a un avión, su problema era completar los datos en la tarjeta migratoria. Pero siempre tenía alguien a mano para que lo hiciera por él. En 1961, durante un viaje con la Selección a Ecuador, tuvo que recurrir a Walter Jiménez, uno de sus compañeros: "Santiagueño —le pidió al aterrizar—, haceme la cosa esa que hay que llenar".
—Pero yo hice la mía y no le di bola. "¿Quién se cree que es este?", pensé. Yo no tenía idea de que no sabía escribir. Después vino el Marqués Sosa y me cagó a pedos por no haberlo ayudado —recordó Jiménez más de cincuenta años después del episodio.