Por: Alvaro Abos*
Al Gobierno le sobra astucia. Cualquier truco es bueno para sacar ventaja. Todo es cálculo, ganancia sin costo.
La astucia, cuando la ejerce un débil, es simpática, como recurso de supervivencia. El Chapulín Colorado, ese perdedor nato, sobrevive a todos los golpes que le propina el mundo, y al hacerlo proclama su lema: "¡No contaban con mi astucia!".
En cambio, cuando el astuto es un poderoso, la astucia muestra su cara desagradable. En el siglo XIX, Víctor Hugo la condenó con estas palabras: "Donde sólo hay astucia, hay meramente pequeñez".
Quizás el lector me tome por ingenuo, pues la astucia es un ingrediente elemental de la política. ¿Acaso algún gobierno se suicida? Sin embargo, cuando la astucia es el principal rasgo de un gobierno, se vuelve en contra del astuto.
¿Qué necesidad había de plantear la reforma previsional, un tema estructural, en un suspiro? Fue un acto de oportunismo. Muchas voces críticas le han reprochado al Gobierno la inconveniencia de resolver entre gallos y medianoche el futuro de varias generaciones. La respuesta del Gobierno y sus sostenedores fue: "Se trata de un gran mérito, pues asesta un golpe progresista, en un momento favorable, contra intereses nefastos".
Una forma de viveza criolla es lo que el paisano llama "primerear": saber ganar la iniciativa. La sorpresa, uno de los atributos de la astucia, es indudablemente una especialidad del Gobierno. Pero hasta para ser vivo hay que saber perder alguna vez.
El Gobierno podría leer menos a Maquiavelo y más el Evangelio en aquel fragmento que dice: "Los últimos serán los primeros".
No es cuestión de ética, sino de sentido común. Si usted trata con gente que todo el tiempo se muestra taimada, al final desconfiará hasta de su sombra. Sí, el Gobierno nos hace desconfiar hasta de aquello en lo que creemos. Por ejemplo, que es función primordial del Estado el buen manejo de la solidaridad entre los ciudadanos, activos y pasivos, como base de un sistema social. Algo similar pasó con la política impositiva agraria.
Me incluyo entre quienes aceptamos reformas fiscales progresivas que graven patrimonios y operaciones, pero rechazamos que esa, o cualquier otra política impositiva se convierta en un instrumento para inflar la hegemonía, aplastar la crítica, intimidar opositores, perpetuarse en el poder y otras maneras de rascar ventajas y alimentar la máquina promocional del oficialismo. Estamos cansados de los discursitos autoidealizadores pronunciados -¡oh casualidad!- a la hora en que salen al aire las ediciones nacionales de los telediarios.
Hace años que aguantamos chicanas y estratagemas que hacen de este país, que aún padece necesidades lacerantes, una infinita interna en la que prevalecen los taimados.
Es dudoso, en este momento oscuro del país, que semejante acción, gastada ya a través de un largo lustro, tenga el mismo resultado que cuando la bonanza económica lo tapaba todo. Es que muchos argentinos se han vuelto escépticos y remisos a "comprar".
Es cierto que la viveza criolla tiene hondas raíces en esta tierra. Como muestra véase la falta de deportividad de muchos de los futbolistas argentinos -campeones de la queja, la ventaja artera, el fingimiento y la trampa-, un espectáculo que cada semana nos muestran los estadios y la televisión.
Podría llenar páginas enteras con ejemplos de "viveza argentina", pero elijo sólo uno, que nos dolerá siempre. Cuando la última dictadura militar boqueaba, ya acosada por su deterioro final, intentó una jugada postrera: invadir las Malvinas.
La finalidad del operativo era poner a quienes impugnaban el régimen, por entonces la mayoría de la opinión pública, ante un hecho consumado que nadie podría contestar, a riesgo de pasar por traidor a la patria. Fue un cálculo miserable y no pretendo equipararlo con las menudencias de hoy. Pero lo cierto es que gobiernos democráticos no han vacilado en acudir una y otra vez a conductas que pueden resumirse así: ¿cómo podemos sacar ventaja y, al mismo tiempo, hundir a nuestros adversarios, sin pagar costos? De esa usina surgió la última jugada maestra de los cerebros que piensan para el poder: estatizar las AFJP. ¿Qué argentino puede estar en contra de que los jubilados cobren más y mejor? Y así, a caballo de la causa noble, cae el zarpazo, bajo la forma de un buen bocado para la caja. Inagotable la inventiva de los cráneos oficialistas. En tales porfías, el Gobierno desperdicia el tiempo y la energía de la sociedad, obligada a empeñarse en querellas, protestas y pataleos.
Otro ejemplo de tales maneras perversas es lo que sucede con el subterráneo de Buenos Aires, un lugar en el que la distribución de competencias es confusa. La ciudad es dueña de los actuales túneles y encargada de perforar y abrir nuevos. Pero la gestión del servicio es función de una empresa privada, contratada por el gobierno nacional, que también tiene a su cargo proveer nuevos vagones.
¿Cómo se llegó a esto? Durante los primeros setenta años de la vida argentina, Buenos Aires y las provincias libraron una guerra civil para dominar la ciudad y su tesoro, las ganancias del puerto.
En 1880, esa diferencia pareció saldarse: la capital quedó en manos del gobierno nacional en los límites actuales, salvo en el costado este, donde la frontera es el río. Lo que queda fuera de esa línea es jurisdicción de la provincia de Buenos Aires. Pero han pasado muchas décadas y el área metropolitana es hoy una aglomeración de 13 millones de seres humanos, que supera largamente esas fronteras trazadas con regla y abarca, sin solución de continuidad, la Capital misma y 24 partidos suburbanos. De manera que ambas jurisdicciones se mezclan de manera inextricable.
En 1994, la Constitución de la ciudad autónoma recuperó para los porteños ciertos derechos que eran letra muerta: por lo menos, hoy la población capitalina puede elegir autoridades ejecutivas y legislativas. Sin embargo, hay muchas esferas de poder, en la Capital que aún permanecen, como rémoras, en manos del gobierno nacional. Por ejemplo, el transporte público automotor y la policía.
El único proceder adulto, mientras la Argentina piensa, debate y organiza soluciones de fondo sobre la cuestión de la capitalidad, es la colaboración estrecha entre las jurisdicciones. ¿Qué pasa si, como ahora, los poderes políticos que gobiernan la Nación, la Capital, la provincia o las intendencias son de signo diverso? Esos poderes deben dialogar y concertar. Si prevalece la política facciosa, pierde la sociedad.
Es lo que pasa con un problema crucial: el transporte diario de millones de personas que se desplazan en la inmensa área metropolitana.
Hay que recalcar la magnitud del tema: en la megalópolis habita casi un tercio de la población argentina.
En tal contexto, es urgente abrir nuevas líneas para un servicio de subterráneos que, con 47 kilómetros de longitud, ha quedado obsoleto en un mundo donde hay ciudades de la magnitud de la nuestra, o menores, con redes de 400 kilómetros. Y sin embargo, un crédito del Banco Interamericano de Desarrollo por 2500 millones de dólares destinado a abrir túneles -extensión de algunas líneas e inauguración de otras nuevas- no pudo concretarse porque el gobierno nacional no avaló al gobierno de la ciudad ante el Banco.
Al menos por el primer tramo del crédito: 1500 millones de la misma moneda. ¿Por qué? Toda vez que nadie ha dicho otra cosa, cabe deducir que la razón de la negativa es perjudicar al gobierno de la ciudad, que de esa manera no podrá cumplir sus promesas de ampliar la red. Un típico acto de astucia cuyas consecuencias pagaremos los ciudadanos de a pie.
Cuando hay un conflicto, sea de jurisdicciones o de competencias, o incluso de signo político, los funcionarios, que son mandatarios del pueblo, no personalidades soberanas, deben encerrarse con llave para solucionar el problema. Que se arranquen los pelos, pero que no salgan del recinto hasta que hayan llegado a un acuerdo que preserve el interés común y el bienestar de la sociedad. Sociedad que, por cierto, les paga sus estipendios.
La ventajita ganada en tales lances es astucia pura. Son juegos de pequeños maquiavelos que especulan con las necesidades del soberano.
*Alvaro Abós es escritor y periodista. Entre otros libros, es autor de Eichmann en la Argentina y Cinco batas para Augusto Vandor.
Fuente: Diario La Nación