Por Alvaro Abós
Cuando se me ocurrió la idea de escribir este artículo, fui al quiosco y le pedí al diariero:
-Déme el diario.
-¿Qué diario?
-Todos.
Me entregó dieciséis ejemplares por los que aboné treinta y cuatro pesos con cincuenta centavos. Todo ese papel, que pesaba exactamente cuatro kilos ciento doce gramos, lo guardé en dos bolsas de plástico, que el quiosquero me regaló como atención.
Así pues, cada día de la semana llegan a los quioscos de la ciudad de Buenos Aires dieciséis diarios matutinos. Ocho, son de interés general. Uno es deportivo; cuatro son económicos, aunque contienen información de otras áreas; uno sale en inglés, redactado e impreso en Buenos Aires; otro, en italiano, reproduce un diario de Milán y se vende junto al diario argentino que el lector tiene en sus manos; otro es la reimpresión para América latina de un diario de Madrid. Por la tarde, se reparte gratis un diario a los viajeros del subterráneo: este único vespertino hace, pues, el número diecisiete. Los fines de semana, los diarios económicos no salen, pero lo hacen otros dos, en realidad semanarios, a los que el público llama diarios.
Algunos venden cientos de miles de ejemplares; otros... tan pocos que más vale ni mentar el tema. No está mal para un formato, el periódico diario, al que le pronosticaron mil veces su inminente defunción.
Sobre el diario se han desencadenado las plagas de Egipto. Reinaba soberano en el siglo XIX. Pero en el siglo XX debió lidiar con la radio, el cine, la televisión. Ultimamente, con Internet y su blogosfera y el auge de la telefonía. El diario sobrevivió. El diario es como el libro, uno de esos muertos que gozan de buena salud. No sólo es actor de la vida social, puede ser protagonista de ella.
El diario encierra una paradoja. Es un objeto a la vez trascendente y banal. Un diario puede provocar una crisis de gabinete, una corrida bancaria o directamente cambiar la historia. Pero su vida es fugaz como la de algunas rosas que florecen y se agostan en pocas horas. El jueves 13 de enero de 1889, el diario L Aurore, de París, publicó el artículo Yo acuso, de Emile Zola, que desencadenó el affaire Dreyfus y marcó un hito en la historia de Francia. Al día siguiente, las verduleras del mercado de Les Halles envolvían la lechuga con esa página gloriosa.
Un diario puede serlo todo durante 24 horas. Al siguiente amanecer, lo reemplaza la nueva edición. Pasa entonces a cumplir su segunda función: ser fuente de la historia, que no es, sino la reconstrucción de la vida que ha quedado apresada en ciertos documentos, y sobre todo en un inmenso mar de papel de diario. Esa función ya la cumplían los antiguos papiros, que Plutarco escrutaba para reconstruir lo sucedido siglos atrás.
Hace poco releí Bel Ami, la novela de Guy de Maupassant, que narra la fundación de un diario en el París de 1870. La actualidad del relato es asombrosa: crear un diario, entonces y hoy, es una aventura económica, política y humana. Una conjunción de riesgos y cálculos, de lectura de la realidad y predicción del futuro. Una mezcla de locura e inteligencia.
A veces, un diario es la respuesta a un fracaso. Bartolomé Mitre, a fines de 1869, se encontraba en una situación difícil. Había terminado su presidencia muy cuestionado, sobre todo por la guerra con Paraguay. Su economía personal, como lo cuenta el libro Bartolomé Mitre (1998), de Miguel Angel de Marco, estaba deteriorada. Con los mil ejemplares de LA NACION, el diario que salió a la calle el 4 de enero de 1870 y del que Mitre fue director y hasta tipógrafo, quiso reorientar su acción política y también obtener un medio de vida.
En 1913, Natalio Botana, de 25 años, había sacado Crítica , un vespertino que vegetó durante años sin pena ni gloria. En 1922, vendía 9000 ejemplares, muy poco frente a los 90.000 de La Razón. Entonces se le presentó una alternativa: o cerraba o se arriesgaba a sacar una quinta edición a las tres de la tarde, en abierto desafío a La Razón. Botana lo hizo y triunfó. Crítica no dejaría de crecer hasta el pico de 800.000 ejemplares, hazaña que consumó en 1939.
Roberto J. Noble, antiguo diputado socialista, había sido muy criticado por ocupar un ministerio en el gabinete del controvertido gobernador de la provincia de Buenos Aires Manuel Fresco (1936-1939). Tanto fue así que, tras esa experiencia política, Noble se refugió en su campo y sólo al cabo de varios años volvió a Buenos Aires para, a manera de revancha, fundar en 1945 un diario al que bautizó Clarín.
Un paseo por el Buenos Aires de hoy nos muestra que la gente lee el diario mientras viaja en taxi, en colectivo y en subte, pero, sobre todo, lo lee en los cafés. Es una vieja costumbre con raíces en los cafés de Viena, Praga, París, Madrid y otras urbes europeas con las que Buenos Aires siempre tuvo sintonía. A veces, los cafés de Buenos Aires más parecen bibliotecas que lugares de tertulia.
Miles de personas leen los diarios en Internet, lo que demuestra una vez más que los nuevos medios técnicos no se excluyen, sino que pueden convivir, y hasta aprovechar unos de otros. ¿Por qué ha sobrevivido el diario, un medio que es lento, costoso y difícil de producir en relación con la radio o Internet? Porque su capacidad sintetizadora para ordenar el caótico flujo de la información no ha podido ser reemplazada. En cierto sentido, los defectos del diario son sus virtudes. Un diario no es, sino una cabeza -o varias cabezas- que se han apartado, por lo menos durante unas horas, para pensar la realidad. Esa pausa es invalorable.
Decía Walter Benjamin, en la segunda década del siglo XX, que la lectura del diario es la oración del hombre burgués. Hay gente que dice: yo no compro más el diario. Pero si no lo compra, lo leerá de ojito en el café, o escuchará sus contenidos por la radio o lo verá dramatizado en la TV. O se lo regalarán a la tarde en el subte.
El diario se ha convertido él mismo en una noticia. Sin ir más lejos, una huelga de redactores que privó a las tardecitas de París de esa costumbre que se llama Le Monde, fue recogida hace unas semanas como noticia por los medios de todo el mundo.
Entre nosotros, también los diarios se convierten en noticia. La actual presidenta y su antecesor no parecen gustar mucho de los diarios y han erigido a algunos en contrincantes; pero, si los combaten, es que los han leído.
¿Puede un diario ser independiente del poder económico y del poder político, y subsistir? Me refiero a tener vida propia, no a vegetar. ¿Debe un diario limitarse a informar o debe opinar, involucrarse y criticar? No pretendo dar respuesta a estas cuestiones sobre las que se han escrito bibliotecas enteras. Sin embargo, daré mi opinión: la centralidad de un diario como actor social será proporcional a la tensión crítica que instale en su relación con el poder. No por un determinismo ideológico, sino porque esa tensión está en la naturaleza misma de un diario: el poder humano es falible y lo que hace un diario es iluminar con un foco de atención el entramado cotidiano del poder.
Un diario, si es bueno, si está bien escrito, si informa con rigor, si investiga, si opina con coraje, si recoge los debates de su tiempo y escucha lo que dice la calle, y también lo que la calle no dice porque circula por debajo de ella, será crítico incluso más allá de la ideología de sus editores o sus redactores.
Fuente: Diario La Nación