Por: Mario Amorós
Han transcurrido ya casi dos semanas desde el cataclismo que resquebrajó una extensa franja del sur de Chile, arrebató la vida a cerca de 500 personas, destruyó más de un millón de viviendas, arrasó numerosas localidades costeras y ciudades tan importantes como Concepción, Talcahuano o Constitución y arruinó un sinfín de infraestructuras, incluso en Santiago. El seísmo y el posterior tsunami, seguidos por sus incesantes réplicas, devastaron las regiones del Maule y el Biobío, pero también han dejado al descubierto la falacia del mito chileno, proyectado por el poder político, mediático y económico, alimentado por los medios de comunicación y los gobiernos de Occidente, jaleado recientemente con su ingreso en el exclusivo club de la OCDE o con sus relaciones comerciales privilegiadas con Estados Unidos y la Unión Europea.
Como en tantas otras ocasiones a lo largo de su historia republicana, las élites chilenas intentan presentarse como la excepción en una América Latina supuestamente atrapada hoy entre el autoritarismo y el neopopulismo. Se trataría de un país con un sólido desarrollo democrático, confirmado aparentemente por la victoria de la derecha en las elecciones presidenciales de enero. Y de una nación que se habría anticipado, debido a la mano dura de la dictadura militar, en la aplicación de las recetas que conducirían al éxito: la privatización de la sanidad, las pensiones, la educación y los principales servicios (electricidad, agua, transportes, carreteras…), la laminación de los derechos de los trabajadores y los sindicatos y la sacralización del poder económico y financiero.
El terremoto tuvo su epicentro también en las entrañas de este mito. En los últimos días hemos podido contemplar el hiriente desamparo de centenares de miles de ciudadanos de un país que carece de una red pública eficaz de asistencia, a pesar de la persistente amenaza de estas catástrofes naturales, y cuyo Gobierno decretó tempranamente el despliegue de miles de efectivos de las Fuerzas Armadas y de Carabineros y el toque de queda para restaurar el orden y proteger la propiedad privada.
En cambio, el Ejecutivo que preside Michelle Bachelet tardó unas interminables 72 horas en lograr repartir alimentos en Concepción (la segunda ciudad más populosa del país), por lo que muchas personas no tuvieron más remedio que recurrir al pillaje para sobrevivir, en un escenario dramático en el que, a la ausencia durante días de luz eléctrica y agua potable (servicios en manos de compañías privadas), se sumaba la carencia de equipos humanos suficientes para rescatar a las personas atrapadas por los derrumbamientos o atender a los heridos. Estos sucesos han sido utilizados para sustituir el debate sobre el modelo de sociedad que se derrumbó el 27 de febrero por los retóricos llamamientos en pro de la unidad nacional para la reconstrucción del hermoso sur del país, simbolizados en el “Fuerza Chile” de la presidenta y en el larguísimo telemaratón conducido por el inefable Don Francisco entre el viernes y el sábado.
José Luis Ugarte, profesor de Derecho de la Universidad Diego Portales, reflexionaba estos días: “¿Por qué en Chile apenas el orden se retira –cuando el brazo armado de la ley deja de atemorizar– los sectores más pobres se sienten con el legítimo derecho de saquear y tomar aquello que de otro modo –legalmente– no alcanzan? Porque la sensación de injusticia y de exclusión altamente extendida entre los pobres hace que nuestra sociedad esté pegada con el mismo pegamento que esos edificios nuevos que hoy se derrumban. El terremoto ha desnudado al capitalismo chileno, mostrando vergonzosamente sus pies de barro. Ni nuestra mejor propaganda ni la de los organismos financieros puede esconder que a la hora de repartir entre todos nuestros beneficios nos parecemos más a los países africanos que a los del Primer Mundo, con los que nos gustaría compararnos”.
La historia de Chile está marcada también por los terremotos. El 24 de enero de 1939, un seísmo de 8,3 grados en la escala de Richter con epicentro en Chillán (a 112 kilómetros de Concepción) destruyó prácticamente la misma región ahora devastada y segó la vida de casi 6.000 personas. Eran las primeras semanas de Gobierno del Frente Popular y el presidente Pedro Aguirre Cerda impulsó la creación de la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO) para coordinar los trabajos de reconstrucción.
En muy poco tiempo, la CORFO se convirtió en uno de los ejes del desarrollo económico y social al promover el crecimiento de la industria y las infraestructuras públicas. Mascarones de proa como la Empresa Nacional de Electricidad, la Compañía de Aceros del Pacífico, la Industria Azucarera Nacional o la Empresa Nacional de Telecomunicaciones nacieron bajo su alero y nos remiten a un tiempo histórico en el que el Estado, legitimado por la sociedad democrática, ejercía un papel preponderante del que le despojaron, para reemplazarlo por el dios Mercado, la dictadura de Pinochet y sus políticas neoliberales, cuyas directrices principales han mantenido los cuatro presidentes de la Concertación a lo largo de estos últimos 20 años.
Mañana, la socialista Michelle Bachelet traspasará la banda presidencial al derechista Sebastián Piñera, cuyo consejo de ministros estará integrado por un elenco de empresarios, economistas adscritos a la ortodoxia monetarista y políticos conservadores afines al Opus Dei y otros grupos integristas. Ante esta perspectiva, el presidente del Partido Comunista y diputado electo, Guillermo Teillier, ha llamado a la constitución de un gran frente político y social por “la reconstrucción de Chile”, pero no sólo por la reparación de los daños causados por el terremoto y el tsunami, sino también por la “reconstrucción democrática de Chile”.
*Mario Amorós es doctor en Historia y periodista. Autor de ‘Compañero Presidente. Salvador Allende, una vida por la democracia y el socialismo’
Ilustración: Mikel Casa
Fuente: Dominio Público
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