Durante siete años, Manuel Besedovsky acompañó la vida de Luciano, un joven trans de Barrio Tablada cuya historia transformó no solo una película, sino también la mirada del director. Un retrato cercano, afectivo y profundamente humano que sigue iluminando incluso después de su ausencia
Horas después del estreno en El Cairo Cine Público, todavía persistía en el aire la vibración de una sala llena, los abrazos contenidos y la emoción que rodeó la primera proyección en Rosario de Luciano, el primer largometraje documental de Manuel Besedovsky. A sus veinticinco años, Manuel se encontró sosteniendo una película que ya había hecho un largo recorrido antes de llegar a casa y que cargaba, además, la ausencia más dolorosa: la de su protagonista. Pero como él mismo decía, quizá lo más luminoso de todo era que Luciano había llegado a ver la película terminada. Y había sido feliz.
Manuel nació en Rosario en 1999, creció entre aulas de arte, recreos convertidos en sets improvisados y una temprana intuición de que el cine sería su lenguaje. En el Complejo Educativo Dr. Francisco Gurruchaga encontró una puerta que quizá no sabía que buscaba: se anotó en la terminalidad de Arte —hoy Tecnicatura en Diseño y Comunicación Multimedial— casi por instinto. Pero fueron las clases de teatro del centro cultural de la escuela las que, según recuerda, le enseñaron a disponer el cuerpo, a leer obras, a trabajar en colectivo, a entender que una historia podía respirarse. "A los 16 años, con los equipos de la escuela y la ayuda de mis mejores amigos dirigí mi primer corto, que filmamos entre los recreos y las horas de almuerzo", contaría después. "Creo que ese fue el momento en que dije: yo quiero hacer esto".
El camino se intensificó cuando ingresó a la Escuela Provincial de Cine y Televisión (EPCTV) y, más tarde, cuando se trasladó a Buenos Aires para estudiar Dirección en la Universidad del Cine. Esos años formativos lo conectaron con una tradición cinematográfica hecha de maestros, militancia estética y experimentación constante. También lo llevaron a recibir una beca del Fondo Nacional de las Artes, que sería crucial para financiar Luciano, un proyecto que le demandaría siete años de trabajo y una forma de mirar que no solo transformó su película, sino también su vida.
Porque lo que comenzó como un encuentro laboral —o incluso más casual que eso— terminó por convertirse en una amistad profunda y en un relato íntimo sobre la identidad, la pobreza, la dignidad y el deseo. Todo empezó en 2018, cuando Manuel terminaba la secundaria y realizaba pasantías como encargado audiovisual de una ONG. Fue allí donde apareció Luciano. Llegó con una idea entre las manos: filmar un video sobre lo que pasaría si un hombre fuera a una ginecóloga. Esa provocación, a la vez ingenua y disruptiva, abrió la primera conversación entre ambos. Y detrás de la ocurrencia, emergió un mundo que Manuel desconocía casi por completo.
Luciano hablaba de varones trans, de lo que significa ser hombre habiendo nacido y sido criada como mujer, de preguntas que él mismo había atravesado y que llevaba consigo como un laberinto íntimo. Manuel, cuyo mundo hasta entonces no había rozado directamente esas experiencias, sintió que algo se abría frente a él. "Ahí empezamos a charlar sobre este mundo", recuerda, pero muy pronto la charla derivó en otra cosa: en largas horas de conversaciones, en un vínculo inesperado, en una amistad. Luciano era más grande que él. Vivía en Barrio Tablada, una de las zonas más vulnerables de Rosario, un lugar donde la violencia, decía, era cotidiana. Pero en sus relatos Manuel descubría algo más profundo: la constancia de una vida a fuerza de changas, la búsqueda diaria de estabilidad, la preocupación por su mamá y por sus hermanas, el deseo de un futuro más digno.
En una de tantas conversaciones, Luciano finalmente le confesó que era trans. No lo hacía desde un afán explicativo, sino desde la confianza. Y Manuel recuerda la sensación de sorpresa, pero también de revelación. No porque estuviera frente a "una historia para filmar", sino porque lo que se desplegaba era el encuentro con un ser humano que le abría una intimidad compleja, frágil, a la vez dura y afectiva. Allí empezó a germinar la película. Lo que en principio sería un video institucional adquirió otra dimensión: se transformó en un documental sobre la vida de Luciano, filmado durante siete años, acompañando su camino, sus preguntas, sus contradicciones, sus luchas.
En ese entonces Manuel (foto) trabajaba con Pablo Romano, quien luego sería productor del filme. Juntos comenzaron a delinear la película desde un lugar casi orgánico, sin más brújula que observar, estar, acompañar. La relación entre Manuel y Luciano, crecida sin planificación alguna, fue el sostén de todo el proyecto: un vínculo de pares, de escucha mutua, de un aprendizaje recíproco donde la cámara no se imponía, sino que se volvía un elemento natural del espacio compartido. "La cámara siempre estaba —cuenta—, no siempre filmando, pero presente. Y llevó mucho tiempo hasta que la cámara logró convivir ahí adentro". Convivir significaba hacerla parte del mundo emocional de Luciano, parte de su casa, de sus silencios, de su barrio.
La primera vez que Manuel caminó el barrio lo sorprendió la estructura espacial: largos y laberínticos pasillos donde la vida cotidiana discurría entre pasajes angostos y conversaciones de puerta. Ese entramado físico lo llevó a pensar en otra forma de laberinto: el interior, el de la identidad. Porque Luciano también era eso: un conjunto de preguntas, de incertezas, de búsquedas. Sin embargo, pronto descubrió que detrás del relato del barrio violento había otras capas. Lo que encontró fue una red afectiva sólida que Luciano había construido: su mamá, su hermanita, su hermana mayor, sus amigos, los vecinos que lo reconocían y lo querían. "Había construido un círculo muy amoroso —dice Manuel— donde uno supondría que no es posible construir una vida trans digna". Ese descubrimiento cambió la mirada de la película: el barrio ya no sería una amenaza, ni un decorado para reforzar estereotipos, sino el territorio real donde Luciano había logrado tejer protección y afecto.
La película empezó a enfocarse en la vida cotidiana: en las rutinas domésticas, en la lucha permanente por conseguir un trabajo, en el deseo profundo de independencia. Luciano lo decía sin vueltas: quería poder trabajar sin patrón, ser dueño de su propio negocio, "así nadie me rompe los huevos". Recordaba que de chico no le habían puesto límites y que eso había marcado su carácter. Su mamá, en cambio, insistía: había que levantarse todos los días, lavarse la cara, aprender responsabilidades mínimas para sostener responsabilidades mayores. Esas escenas, esas charlas, esos contrapuntos familiares se fueron volviendo parte fundamental del relato. No como intervenciones pedagógicas, sino como el retrato de un hogar que convivía con dificultades, pero que también funcionaba como núcleo de cuidados.
El documental avanzó por capas, registrando decisiones delicadas vinculadas a la identidad de Luciano, conversaciones íntimas, dudas, esperanzas, tristezas. Fueron tantos años que la cámara dejó de ser un objeto extraño: se convirtió en un puente entre Manuel y Luciano, en un testigo callado. A esa convivencia se sumó un equipo de producción que sostuvo el proyecto: el INCAA, casas productoras como Reina de Pike y Doménica Films, y un conjunto de apoyos públicos que hicieron posible una película de largo aliento.
Pero mientras la película tomaba forma, la vida seguía desplegándose con la misma intensidad. Luciano (foto) seguía lidiando con su situación económica, con la vulnerabilidad de su barrio, con los obstáculos que lo atravesaban como varón trans en un entorno desigual. Y, sin embargo, Manuel siempre subraya lo mismo: Luciano había logrado construir una identidad plena, digna, deseante, aun cuando el contexto parecía negarle todas las posibilidades. Se había convertido, sin proponérselo, en un referente para él.
Hacia el final del proceso ocurrió lo inesperado: Luciano murió. Fue de manera repentina, por un virus, meses antes de que Manuel viajara a Alemania para presentar la película en la competencia internacional de DOK Leipzig. La noticia lo atravesó por completo. La película, que ya era íntima y afectiva, quedó entonces cargada de otra dimensión emocional. Sin embargo, había algo que lo sostenía: Luciano había alcanzado a ver la película terminada. La había disfrutado. Estaba ansioso, orgulloso, feliz. Y eso, para Manuel, se volvió un gesto reparador dentro del dolor.
Tras su paso por Alemania, la película llegó al Festival Internacional Asterisco LGBTIQ, donde ganó el premio a Mejor Película. Y luego, finalmente, desembarcó en Rosario, en El Cairo Cine Público, con una sala colmada de familiares, amigos, vecinos del barrio, artistas y curiosos que querían ver la historia de ese chico que había crecido en Tablada y que, aun sin saberlo, había dejado una huella. Durante esos días también se anunció que Manuel viajaría a Cuba para filmar un cuento de Samantha Schweblin en la mítica Escuela Internacional de Cine y TV, fundada por el maestro Fernando Birri.
En cada presentación de Luciano, Manuel repetía algo fundamental: la película no fue concebida para un público específico. No es un documental sobre una "temática trans", ni sobre la marginalidad urbana, ni sobre la pobreza. Es una película para todxs, porque las preguntas que Luciano cargaba eran, al final, preguntas humanas: ¿quién soy?, ¿qué deseo?, ¿qué tengo que hacer para vivir dignamente?, ¿qué significa ser responsable, ser libre, ser afectado por los otros? "No hay una respuesta clara sobre lo que es la identidad", afirma Manuel. "Lo que queríamos era generar interrogantes, que el público se sienta interrogado".
Luciano combina historias de género, de clase, de familia, de amor, de sobrevivencia. Muestra cómo una persona puede construir dignidad aun en los márgenes, cómo puede perseguir un deseo incluso cuando las condiciones parecen negarlo todo. Y allí, en ese trayecto, Manuel sintió que Luciano se había convertido en una especie de maestro inesperado: alguien que lo obligó a replantearse el mundo, a mirar distinto, a romper sus propios prejuicios. Descubrió que la forma más potente de combatir la ignorancia es el conocimiento: estar con el otro, acompañarlo, dejarse atravesar.
Sobre el final, Manuel siempre vuelve a lo mismo: al deseo de que la película circule, que viaje, que llegue a todos los rincones posibles. Que quienes la vean se lleven algo del espíritu de Luciano. "Para mí es fundamental que se siga haciendo cine", dice. "El cine sirve para contarnos como sociedad, para contar la diversidad de historias que existen". Y Luciano —entiende él— es la prueba de eso: una película que nació del encuentro con una persona única, que reveló la complejidad de lo humano y que dejó, sobre todo, un mensaje de esperanza.
Porque Luciano, con su vida, hizo algo digno. Algo enorme. Persiguió su deseo pese a todas las adversidades. Construyó vínculos fuertes donde otros ven solo violencia. Levantó su identidad en un contexto áspero. Y permitió que un amigo —uno mucho más joven que él, casi un hermano menor— hiciera de su historia una película capaz de interpelar a quienes la miran.
Hoy, cada vez que Manuel se para frente a una sala llena, siente que Luciano está ahí, respirando entre las imágenes. Que la película lo mantiene vivo. Y que su historia continúa generando preguntas, conmoviendo, rompiendo moldes, iluminando pasillos iguales a esos de Tablada: laberínticos, inmensos, profundos, llenos de sombras, pero también llenos de luz.
Escuchá a Manuel Besedovsky:



