domingo, 9 de noviembre de 2025

IRAR: la institución que nunca dejó de ser una cárcel juvenil

Aunque el Estado cambió su nombre por Centro Especializado de Responsabilidad Penal Juvenil, trabajadores, familias y organizaciones siguen llamándolo como siempre: IRAR. La historia de un dispositivo que prometió ser socioeducativo y terminó convertido en una cárcel saturada, sin personal suficiente, sin infraestructura mínima y atravesada por la lógica punitiva que impuso el nuevo Código Procesal Penal Juvenil
Un origen que nadie explicó
Durante muchos años, en Aire Libre, Radio Comunitaria habían seguido el tema del IRAR, el Instituto de Recuperación del Adolescente de Rosario, aunque con el tiempo el Estado intentara cambiarle el nombre y rebautizarlo como Centro Especializado de Responsabilidad Penal Juvenil. Para quienes allí trabajaban y para quienes lo investigaban, sin embargo, seguía siendo el IRAR: la cárcel para jóvenes de la ciudad. El seguimiento había comenzado hacía ya bastante, cuando una vecina del barrio llamó a la emisora para avisar que algo estaba sucediendo en un terreno baldío cercano: el ministro de Gobierno de la provincia había llegado acompañado por un grupo de ingenieros y estaban tomando medidas sin ofrecer explicaciones. La radio preguntó qué iban a construir, pero no obtuvo respuesta. Recién alguien, en voz baja, deslizó lo que se convertiría en una preocupación permanente: “Viene una cárcel para menores". La radio se acercó al lugar, intentó hablar con el ministro, pero no logró acceder. Ese fue el inicio de una larga historia de observación y denuncia.

La vida cotidiana detrás de los muros
Con el paso de los años, el equipo periodístico estuvo más de una vez dentro del IRAR, acompañando reclamos de familiares, de trabajadores, o simplemente visitando a los jóvenes cuando no había autoridades presentes. Vieron la vida cotidiana en ese edificio ubicado en Saavedra y Cullen, que a lo largo del tiempo acumuló denuncias por ratas, humedad, falta de privacidad y golpes propinados por agentes penitenciarios. La Coordinadora de Trabajo Carcelario lo había expresado en innumerables oportunidades, y la radio lo había registrado también con sus propios ojos: el IRAR se presentaba como un instituto de recuperación, pero funcionaba como una cárcel sin matices.

La esperanza que no prosperó
Incluso cuando en 2008 el entonces gobernador Hermes Binner habló del tema en el programa, pareció abrirse una esperanza. Binner había contado que había conversado con el penalista Elías Carranza sobre las dificultades que plantea en todo el mundo el tratamiento penal de los menores. Había dicho con claridad que no estaban de acuerdo con el funcionamiento del IRAR tal como estaba planteado, porque terminaba reproduciendo una lógica carcelaria común. Planteaba, en cambio, la necesidad de pensar espacios abiertos, con medidas de protección pero que no reprodujeran la dinámica del encierro. Había insistido en que el mayor desafío era lograr que los adolescentes pudieran recuperarse plenamente, en la educación, el trabajo, la recreación y la ocupación de su tiempo. Había dicho que esos aspectos estaban contemplados en su programa de gobierno. Sin embargo, todo eso había quedado lejos, muy lejos.

Un presente alarmante: sobrepoblación y condiciones indignas
Mucho tiempo después, cuando la situación volvió a tensionarse, y la radio quiso saber qué estaba ocurriendo puertas adentro, las novedades eran alarmantes. En el Centro Especializado de Responsabilidad Penal Juvenil (CERPJ) —nombre que las autoridades le dan al viejo IRAR— se encontraban alojados 49 adolescentes, distribuidos en 8 sectores que contaban con apenas 44 camas disponibles. De esos sectores, seis no tenían agua potable. La sobrepoblación no era una cifra abstracta, sino un obstáculo concreto para brindar un abordaje que pudiera llamarse especializado o digno. Esa información llegaba de boca de Mariela Carenzo, delegada de Penal Juvenil de la Asociación Trabajadores del Estado, quien conocía la institución desde adentro y había seguido su deterioro paso a paso.
El fin de los espacios alternativos
Carenzo afirmaba que hoy estaban completamente alejados del ideal que alguna vez se había planteado. Recordaba que antes existían distintos espacios semiabiertos que funcionaban como instancias previas al ingreso al IRAR propiamente dicho, alternativas algo más livianas para jóvenes en conflicto con la ley penal. Esos dispositivos, contaba, ahora estaban cerrados. Lo único operativo era el IRAR, el núcleo de encierro cerrado, y allí se volcaban todos los casos. La institución tenía capacidad máxima para 44 jóvenes, pero albergaba 49. Para quienes trabajaban allí, eso no solo implicaba una sobrecarga, sino, sobre todo, la imposibilidad de sostener la especialidad que define al dispositivo penal juvenil.

Tres profesionales para casi cincuenta adolescentes
Esa especialidad depende de la presencia de acompañantes juveniles: personal civil que contiene, observa, conversa y media en las situaciones convivenciales. También del equipo técnico profesional —psicólogos, trabajadores sociales, especialistas— encargado de abordar las situaciones individuales. Pero ese equipo contaba en ese momento con apenas tres profesionales para atender casi cincuenta adolescentes. Carenzo explicaba que era prácticamente imposible trabajar así: cada profesional debía hacerse cargo de más de diez jóvenes, además de intervenir con las familias, los juzgados y las diferentes instancias judiciales. La tarea se volvía irrealizable.

El agua que no llega y el tiempo que se pierde
A su vez, en la práctica, el personal civil debía supervisar las funciones del servicio penitenciario dentro de la institución. Con tan poco personal, resultaba casi imposible sostener incluso las tareas más básicas. Por ejemplo, los sectores sin agua potable obligaban a que uno o dos acompañantes —los únicos presentes en cada turno— tuvieran que cargar bidones desde la única canilla con agua corriente para abastecer a los jóvenes. Esta tarea, que debería ser secundaria, consumía horas que en un penal juvenil deberían dedicarse a conversar con los chicos, generar espacios de diálogo, promover salidas al aire libre y organizar actividades recreativas o educativas. Todo eso se estaba perdiendo. La sobrepoblación intensificaba cada una de estas demandas, y día a día se hacía más difícil resolver problemas que antes, al menos, podían manejarse.

Carenzo explicaba que cargar los bidones tenía un costo tanto simbólico como práctico muy alto: ese tiempo perdido significaba menos tiempo para acompañar, conversar y contener. Y los adolescentes, recordaba, eran justamente eso: jóvenes privados de libertad, con necesidades específicas, impulsos propios de su edad y angustias que se profundizan cuando el encierro carece de espacios de desahogo. Cada restricción causada por la falta de personal aumentaba la tensión general dentro de la institución.

El nuevo Código y el giro punitivo
Todo esto, advertía Carenzo, no podía separarse de un cambio estructural: la puesta en marcha del nuevo Código Procesal Penal Juvenil, que había comenzado a regir en junio. Desde hacía meses los trabajadores intuían que, cuando entrara en vigencia, la cantidad de jóvenes alojados iba a aumentar. Al principio no pasó: incluso llegaron a tener 25 o 30 jóvenes, un número manejable. Pero en las últimas tres o cuatro semanas el aumento empezó a sentirse de golpe, llevando la cifra casi al doble.

El nuevo Código modificaba profundamente la dinámica del sistema. Según explicaba Carenzo, flexibilizaba los motivos por los cuales un joven podía quedar detenido: se creaba una institución llamada CAD, Centro de Admisión, que antes era el Centro de Guía ubicado al fondo de Arijón. Allí eran llevados los jóvenes y permanecían en tránsito hasta que un fiscal decidiera enviarlos al IRAR o no. Otro cambio central era que desaparecían los juzgados de menores y todo pasaba al Ministerio Público de la Acusación. El joven era imputado directamente por el fiscal según los hechos, sin la intermediación de la estructura específica del fuero de menores que existía antes. Esa lógica, decía, respondía a una frase cada vez más presente en ámbitos de poder: “delito de adulto, pena de adulto". Para ella, eso sintetizaba un discurso punitivo que se había convertido en agenda dominante tanto en el gobierno provincial como en el nacional.

La cocina, entre la rutina y la amenaza de privatización
Dentro del sector de trabajadores civiles, la realidad estructural era igualmente crítica. En la cocina, donde trabajaba Carenzo, también había incertidumbres. La comida, contaba, era aceptable: no era abundante, pero era buena, se garantizaban las cuatro comidas y había variedad, algo que no siempre había sido así. Durante mucho tiempo se repetían menús: los lunes un plato fijo, los martes otro, los miércoles otro, y así. Pero hacía unos meses la gestión había armado diez menús que rotaban semanalmente, lo que mejoraba la diversidad. Ese día, por ejemplo, les tocaban supremas gratinadas con ensalada. Sin embargo, la cocina tenía un conflicto latente: se había anunciado una licitación para privatizar el servicio. Una empresa —decían— iba a hacerse cargo de las comidas y los trabajadores serían reubicados, aunque nadie sabía dónde. Habían preguntado durante meses, mandado notas, pero no recibían respuestas. Mientras tanto, seguían trabajando allí, sin saber qué ocurriría.
Diez años sin concursos: una estructura vaciada
La cuestión del personal cruzaba toda la institución. Para ocho sectores debería haber, como mínimo, un acompañante por sector por turno: ocho personas. No para que cada uno se ocupara de un pabellón de forma exclusiva, sino para poder distribuir tareas, hacer actividades, contener situaciones convivenciales, prevenir conflictos y acompañar a los adolescentes en acciones que requieren presencia adulta constante. Pero la realidad era otra: había uno o dos acompañantes por turno. Lo mismo ocurría con el equipo técnico: deberían ser siete u ocho profesionales, pero solo eran tres. Y no era un problema nuevo: hacía diez años que no se realizaban concursos en penal juvenil. La gente se jubilaba, renunciaba o fallecía, pero no había reemplazos. Los sueldos eran muy bajos, la carga emocional y laboral enorme, y pocas personas querían trabajar en un lugar al que se llegaba con miedo y se vivía con tensión constante.

El avance del Servicio Penitenciario
Carenzo señalaba además otro fenómeno preocupante: la avanzada del Servicio Penitenciario dentro del IRAR. Muchos de los puestos que no eran cubiertos por personal civil estaban siendo suplidos por agentes penitenciarios. Paradójicamente, ellos también tenían sueldos bajos y una falta de personal enorme, por lo que debían hacer recargos constantes. A los agentes les servía porque les pagaban las horas, pero eso reforzaba la lógica carcelaria dentro de un espacio que debería tener otra identidad. La única área en la que todavía no habían podido reemplazar trabajadores civiles era en la de acompañantes juveniles, lo cual era celebrado, pero al mismo tiempo generaba miedo: la institución parecía avanzar hacia un modelo más penitenciario que socioeducativo.

Un diálogo institucional que no existe
Las vías de diálogo con las autoridades también estaban prácticamente cerradas. Los trabajadores habían enviado notas a la dirección provincial, y a Lucía Masneri, secretaria de Asuntos Penales. Pero nadie respondía. Solo existía un diálogo limitado con la dirección del CERPJ. Según Carenzo, se habían cansado de la falta de respuesta, y por eso habían decidido hacer pública la situación. No era un intento de queja, insistía, sino un pedido desesperado para que algo cambiara. Trabajaban muy mal, vivían muy mal, y aun así seguían haciendo el esfuerzo por garantizar lo mejor posible dentro de ese escenario. Querían una institución que funcionara bien, querían ir a trabajar tranquilos, querían seguir poniendo lo mejor de sí. Pero necesitaban que se resolvieran cuestiones básicas para poder ayudar realmente a los jóvenes.

Consecuencias concretas: el encierro sin respiro
Las consecuencias de la falta de personal eran concretas: actividades mínimas, como permitir que un grupo de chicos saliera al patio a jugar a la pelota, se volvían imposibles. Si había un solo acompañante en turno, no podía salir con un sector al aire libre porque debía quedar alguien dentro del edificio para garantizar la seguridad. Sin presencia suficiente, cualquier incidente podría quedar sin control. Así, lo que debería ser cotidiano —tiempo al aire libre, recreación, movimiento físico, socialización— se postergaba indefinidamente, perjudicando directamente a los jóvenes.

Más que una crisis edilicia
La trabajadora también remarcaba que, a pesar de la precariedad, la comida no era hoy un problema central. Al menos eso estaba funcionando. En un contexto de crisis tan grande, señalarlo era casi un alivio. Pero el resto no daba respiro: privatizaciones, falta de personal, presencia penitenciaria, sobrepoblación, carencia de agua potable, ausencia de respuestas políticas y una reforma judicial que aceleraba los ingresos sin reforzar la estructura.

En el fondo, toda la situación resumía un deterioro profundo: la crisis edilicia de la institución no era solo un problema de infraestructura, sino la manifestación visible de un sistema que estaba mutando. Para muchos trabajadores, aquellos 49 jóvenes hacinados, en sectores sin agua, atendidos por equipos mínimos, eran los primeros pasos concretos del nuevo Código Penal Juvenil aplicado sin recursos, sin planificación y sin cuidado. La tormenta perfecta que llevaban años advirtiendo se había instalado definitivamente.

Un pedido urgente para recuperar lo humano
Con cansancio pero también con convicción, Carenzo aseguraba que querían seguir trabajando bien, que querían una institución que pudiera cumplir un rol real en la vida de los chicos. Por eso necesitaban que la situación saliera a la luz. Y mientras agradecía a la radio por difundir el problema, insistía en que la urgencia era enorme: detrás de esos muros había adolescentes viviendo sin lo mínimo indispensable, trabajadores agotados sosteniendo lo imposible y un sistema que avanzaba hacia un modelo cada vez más punitivo y menos humano. Lo que pedían no era excepcional: era simplemente que se garantizaran condiciones básicas para poder hacer su trabajo y para que los jóvenes pudieran, alguna vez, tener una oportunidad real de recuperar algo de su vida.

Escuchá la entrevista completa:

Ver también: Del rumor al encierro. IRAR el instituto modelo que se volvió cárcel, "Estoy acá dentro remal, que no ago nada en todo el dia, no nos sacan a ningun lado no tengo ningun hofisio*", Están demorando mucho, abandono y una urgencia que no espera, Paso a paso, el día de enero en que R.A. fue acusado de homicida

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