En el norte santafesino, donde los caminos de tierra se estiran entre montes, pastizales y poblaciones que resisten el paso del tiempo, la agricultura familiar campesina e indígena sigue siendo una pieza vital del entramado social. Allí, en esos parajes donde la vida rural conserva un espesor humano que parecen haber olvidado las grandes ciudades, surgió un llamado urgente: aplicar de manera efectiva la Ley Nacional 27.118, la llamada Ley de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar. Las familias productoras la reconocen como un instrumento clave para garantizar soberanía y seguridad alimentaria en todo el país, pero también como una herramienta que podría devolverles derechos largamente vulnerados. El reclamo se volvió más fuerte después de un encuentro reciente en La Lola, un predio del Instituto de Cultura Popular (InCuPo) en Reconquista, que reunió a organizaciones campesinas, referentes territoriales y actores políticos preocupados por la desarticulación institucional que afecta al sector.
De aquella jornada surgió un documento en el que se denuncia un abandono profundo: el cierre del Instituto Nacional de Agricultura Familiar Campesina Indígena (INAFCI), la falta de convocatoria al Consejo Nacional del área, la inexistencia de presupuesto para la aplicación de la ley, los obstáculos para acceder a la tierra, las carencias de infraestructura básica, las trabas para la comercialización y la ausencia total de financiamiento específico. Todo eso compone un paisaje complejo, en el que las comunidades rurales intentan permanecer a pesar de que las condiciones muchas veces les juegan en contra.
La jornada también recuperó un valor intangible pero decisivo: el de la comunidad. En varias intervenciones se definió a la agricultura familiar como "el corazón más humano del sistema productivo", un modo de nombrar esa forma de vida en la que la producción de alimentos se conjuga con el arraigo y con prácticas que cuidan el ambiente. Se remarcó que sin agricultura familiar no hay territorio vivo, y que estas familias han demostrado históricamente su capacidad para trabajar en equilibrio con la naturaleza, incluso en zonas de enorme riqueza natural pero también de alta fragilidad ambiental. Cuando el encuentro llegó a su fin, quedó una frase resonando con la fuerza de lo evidente: las familias rurales no piden compasión, sino reconocimiento y respeto.
Un encuentro necesario
La licenciada Mariana Cian, integrante de InCuPo y referente clave en la articulación territorial, explicó en Señales, que la reunión en La Lola fue impulsada por la convergencia de varios intereses. Por un lado, el Instituto de Cultura Popular, que desde hace décadas acompaña procesos de organización campesina en toda la región. Por otro, la iniciativa del diputado provincial Sergio Rojas, quien se acercó a InCuPo y a Fundapaz para interiorizarse sobre la situación actual de la ruralidad y de los agricultores familiares. Esa inquietud inicial derivó en la decisión de construir un espacio de encuentro donde las organizaciones pudieran reflexionar sobre su presente, compartir sus problemáticas y, al mismo tiempo, delinear propuestas.
Participaron organizaciones de los departamentos San Javier, General Obligado y Vera. También estaba prevista la participación de grupos del departamento 9 de Julio, que finalmente no pudieron asistir debido a las distancias y a dificultades de movilidad. Pese a eso, la jornada reunió a unas quince organizaciones, lo que representó un número significativo teniendo en cuenta que muchas familias se encuentran en contextos económicos que complican hasta los traslados más básicos. El interés fue tal que hubo que establecer cupos. La necesidad de verse las caras, de conversar, de poner en común lo que cada comunidad vive, dio al encuentro un clima particular: una mezcla de preocupación y esperanza.
Uno de los puntos más discutidos fue la falta de implementación de la Ley de Agricultura Familiar en Santa Fe. Aunque la provincia está adherida a la norma nacional, no existe presupuesto asignado ni programas ejecutándose. Las organizaciones insistieron en que se trata de una ley que prevé asistencia técnica, inversiones en infraestructura, apoyo para el acceso a la tierra y herramientas de financiamiento que hoy están completamente paralizadas. La ausencia de políticas públicas visibles agrava las dificultades que enfrentan quienes viven de la producción agroecológica, ganadera o hortícola en pequeña escala.
Los dos niveles del reclamo
La jornada permitió identificar con claridad que el reclamo debe darse en dos niveles. En primer lugar, en el nivel local, donde muchas organizaciones tienen vínculos debilitados o inexistentes con los presidentes comunales, intendentes o referentes municipales. Esa desconexión dificulta trámites, gestiones, articulaciones de proyectos y hasta diálogos básicos para resolver problemas cotidianos. El segundo nivel involucra al Estado provincial, que es el responsable de tomar decisiones estructurales y de articular políticas que no pueden depender solo de los gobiernos locales.
Para ordenar esos planteos, el encuentro produjo un documento que se transformó en una hoja de ruta. La intención es presentarlo a los municipios y comunas, pero también elevarlo al Ministerio de la Producción de Santa Fe. De hecho, pocos días después tuvo ingreso formal en la provincia acompañado de un pedido de audiencia. El objetivo final es abrir un canal de diálogo que hoy no existe, y que las organizaciones consideran urgente para empezar a revertir la situación.
Ecos del cierre del INAFCI
Una de las heridas más visibles del sector es el cierre del Instituto Nacional de Agricultura Familiar Campesina Indígena. Durante años, ese organismo brindó presencia estatal, representación política, asistencia técnica, acompañamiento territorial y herramientas concretas para la producción. A través de programas como Prohuerta, que articulaba con el INTA, se distribuían semillas, pollitos camperos y otros insumos que permitían a las familias sostener sus huertas, mejorar sus gallineros o diversificar sus producciones. Pero más allá de los recursos, lo que aportaba era algo menos visible y a la vez fundamental: un interlocutor institucional que conocía el territorio y que actuaba como puente entre el Estado y las comunidades.
El cierre dejó un vacío que las organizaciones sienten de manera profunda. Hoy no hay representación específica, no hay técnicos que recorran los parajes, no hay articulación para acompañar proyectos productivos o para atender emergencias. Lo que antes se resolvía por cercanía y seguimiento constante ahora depende de gestiones aisladas, comunicaciones informales o peregrinajes a oficinas distantes.
A eso se suma un contexto económico que golpea fuerte. La inflación, el costo de los combustibles, la pérdida del poder adquisitivo y la falta de respuestas a los reclamos provocaron un proceso de desmovilización: muchas organizaciones se reúnen menos que antes, o lo hacen con mayor dificultad. Por eso el encuentro de La Lola fue vivido como un acto político en sí mismo: volver a verse, volver a escucharse, volver a nombrar las cosas en común.
El Estado ausente
En cuanto al papel del gobierno provincial, el diagnóstico fue categórico. Las organizaciones entienden que en lo que va de esta gestión no hubo respuestas concretas para la agricultura familiar. Existen algunas iniciativas vinculadas a las direcciones de género o de ambiente, pero se trata de acciones acotadas, que no llegan a consolidar una política estructural. Algunos grupos lograron presentar proyectos específicos y obtener financiamiento para actividades relacionadas con la participación de mujeres, o se articularon planes derivados de la Ley de Bosques. Sin embargo, esos programas no alcanzan a la totalidad del sector ni cubren sus necesidades principales.
Tampoco hubo convocatorias a espacios de discusión, ni mesas de trabajo permanentes, ni encuentros impulsados por el Estado para abordar los problemas del territorio. A nivel nacional, el panorama es similar: no existen nuevos ámbitos de participación, no se convocó al sector ni se abrieron discusiones sobre políticas públicas.
Frente a ese vacío, la capacidad de organización de las propias familias adquiere un valor decisivo. El documento presentado al Ministerio de la Producción es un primer paso, pero todavía no hay certezas sobre las respuestas que llegarán. Lo que sí existe es la convicción de que el camino debe construirse colectivamente, recuperando herramientas que funcionaron en otros momentos y diseñando nuevas estrategias para los desafíos actuales.
La migración juvenil y la ruralidad que se vacía
Uno de los temas que surgió con fuerza en el encuentro fue la situación de los jóvenes. Muchas familias ven cómo sus hijos migran hacia ciudades como Rosario, San Lorenzo o incluso localidades más pequeñas, en busca de trabajo temporal o empleos en la construcción. La falta de oportunidades en los parajes rurales empuja esa migración, que termina debilitando el tejido comunitario y envejeciendo el campo.
La preocupación no se limita al aspecto económico. La pérdida de jóvenes implica la pérdida de continuidad productiva, de cultura, de prácticas agroecológicas heredadas, de vínculos familiares. También significa que el futuro de esos territorios queda en duda. Por eso, las organizaciones insisten en pensar una ruralidad integral, donde la vida pueda desarrollarse con dignidad: con acceso a energía, agua segura, conectividad, educación, salud, caminos transitables y oportunidades laborales que no obliguen a abandonar la tierra.
La discusión, dijeron, no puede reducirse a infraestructura o producción. Tiene que ver con un proyecto de vida. Con que las familias puedan elegir quedarse sin que esa decisión implique resignaciones constantes.
Las dificultades para comercializar
La comercialización fue otro punto crítico del encuentro. En muchas localidades no existen ferias, mercados o espacios institucionales para vender la producción. Lo que antes se resolvía en mercados regionales —iniciativas itinerantes organizadas desde el Estado que reunían a pequeños productores en distintas localidades— hoy prácticamente no existe. Aquellos encuentros, recordaron los presentes, no solo garantizaban ventas sino también visibilidad y vínculos con consumidores urbanos.
Sin esos espacios, la comercialización queda reducida a ventas directas, pedidos por mensaje o entregas casa por casa. Pero incluso cuando hay demanda, la logística es un obstáculo mayor: los costos de traslado son altos, las distancias largas, los caminos a veces intransitables, y muchas familias no cuentan con vehículos adecuados ni con equipos de frío para conservar sus productos. Todo eso encarece la actividad y limita su alcance.
Además, surgió un debate en torno a la ASAL, la agencia santafesina que garantiza la seguridad alimentaria. Si bien nadie cuestionó la importancia de garantizar alimentos seguros, se señaló que los requisitos y procedimientos muchas veces están pensados para otro tipo de producción, y que las familias rurales no siempre pueden cumplirlos por falta de infraestructura o por la distancia a las sedes donde deben realizarse los análisis. En algunos casos, trasladar un producto para su certificación implica recorrer entre 80 y 100 kilómetros, lo cual no siempre es viable.
Las organizaciones propusieron pensar políticas más flexibles y adecuadas al territorio, sin renunciar a la calidad ni a la seguridad alimentaria, pero sí evitando que los requisitos se conviertan en barreras insalvables.
El valor de seguir organizándose
A pesar de todas las dificultades, el encuentro en La Lola dejó un mensaje alentador. La participación fue alta, el interés evidente y el compromiso notable. Las organizaciones, dijeron los referentes, están dispuestas a seguir analizando el contexto, a repensar estrategias y a plantear qué pasos deben darse para asegurar que sus demandas sean atendidas.
El documento que surgió de la jornada será la herramienta para abrir diálogos y audiencias. Pero más allá de eso, el encuentro en sí mismo fue una demostración de fuerza: en un momento de desmovilización generalizada, verse, hablar y proponer fue una forma de resistencia.
Mariana Cian, al cierre del proceso, agradeció el interés por visibilizar lo que ocurre en el norte santafesino y se comprometió a difundir cualquier avance que surja de las gestiones. Porque ese es, finalmente, el propósito de toda esta movilización: que las comunidades rurales sigan existiendo, que puedan vivir con dignidad, que sus producciones sean valoradas y que las políticas públicas acompañen a quienes sostienen el alimento cotidiano de millones de argentinos.
En un contexto donde el costo de los alimentos se ha disparado, se hace cada vez más evidente la necesidad de reconocer y valorar el aporte de la Agricultura Familiar. Esta forma de producción, que pone en primer plano la calidad de los alimentos y el acceso justo para la población, cobra especial relevancia como una alternativa viable frente a los precios elevados del mercado. Para quienes defienden y acompañan este modelo, el camino pasa por facilitar el acceso a los productos de la Agricultura Familiar a través de canales directos como ferias, almacenes populares y cooperativas. Según afirman, este tipo de producción no solo asegura alimentos frescos y de calidad, sino que también respeta el equilibrio con el medio ambiente y promueve el bienestar humano, garantizando prácticas que cuidan tanto la salud de las personas como la del planeta.
En ese territorio vasto, donde la ruralidad guarda todavía un pulso humano y comunitario, la agricultura familiar resiste. Resiste desde la tierra, desde la organización, desde la memoria colectiva y desde la certeza de que su existencia no es solo necesaria para quienes la habitan, sino para toda la sociedad. Esa resistencia, hoy, es más que un reclamo: es un llamado urgente a mirar el país desde sus bordes más vivos.
Escuchá la entrevista completa:
Lee el documento de las organizaciones:
Fotos: Diputado Provincial Sergio Rojas, Manos de la tierra, Prensa UTT





