Las normas materiales de la Constitución, que impregnan o irradian sobre el conjunto del sistema, concurren de modo simultáneo y en ocasiones conflictivo sobre los casos concretos, sin que exista entre esas normas un orden de prelación o una especificación de los supuestos de prioridad. Para establecer esa prioridad no hay una voluntad constituyente que pueda ser tratada como intención del legislador. Lo que hay son, como refiere Luis Prieto Sanchís, “principios universales, uno junto a otro según las pretensiones de cada parte, pero faltando la regulación de su compatibilidad, la solución de las ‘colisiones’ y la fijación de los puntos de equilibrio”.
Un caso paradigmático es el del derecho a la libertad de expresión y los derechos personalísimos de las personas (honor, intimidad, imagen). Todos están previstos en normas válidas y coherentes en el plano abstracto, pero es obvio que en algunos casos entran en conflicto: concretamente, en aquellos casos en que, ejerciendo la libertad de expresión, se lesiona el derecho al honor, a la intimidad y a la imagen de las personas.
Por libertad de prensa debemos entender “el ejercicio de la libertad de expresión a través de los medios técnicos de comunicación social”. En este contexto la palabra “prensa” no se refiere únicamente a la expresión de la palabra impresa sino que comprende otros medios como radio, televisión, cine, video, internet, correo electrónico, Twitter, y todo otro método técnico que posibilite la transmisión masiva de la palabra escrita u oral, de la imagen o del sonido. Esta es la interpretación de la Corte Suprema de Justicia de la Nación (en adelante, CS) respecto del art. 14 de la CN que, en lo pertinente, dispone: “Art. 14.- Todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio; a saber: (...) de publicar sus ideas por la prensa sin censura previa (...)”.
Señala Gregorio Badeni que, según la jurisprudencia de la Corte Suprema, en la Constitución argentina la libertad de prensa se caracteriza por ser precondición de la democracia, libertad estratégica y libertad preferida. En “Edelmiro Abal y otros c. Diario La Prensa”, de 11/11/1960, la Corte Suprema estableció: “entre las libertades que la Constitución Nacional consagra, la de prensa es una de las que poseen mayor entidad, al extremo de que sin su debido resguardo existiría tan sólo una democracia desmedrada o puramente nominal. Incluso no sería aventurado afirmar que, aun cuando el art. 14 enuncie derechos meramente individuales, está claro que la Constitución al legislar sobre libertad de prensa protege fundamentalmente su propia esencia democrática contra toda posible desviación tiránica”.
La casi permanente conflictividad entre el derecho a la libertad de expresión y los derechos personalísimos de las personas (honor, intimidad, imagen) ha sido objeto de una “antigua y permanente reflexión” por parte de la Corte. Tal preocupación “se ha ido profundizando en la medida en que se han desarrollado y consolidado las democracias modernas y perfeccionado los medios de comunicación”. Como directriz genérica, la Corte Suprema sostiene que el “lugar eminente” que tiene el derecho de buscar, dar, recibir, y difundir información e ideas de toda índole, “no elimina la responsabilidad ante la justicia por los delitos y daños cometidos en su ejercicio” desde que el constituyente “no tuvo el propósito de asegurar la impunidad de la prensa”. Pero sí seria posible afirmar -respecto del conflicto entre libertad de prensa y derecho al honor- que la Corte ha establecido criterios jurisprudenciales que permitirían salir del esquema “caso por caso” atendiendo al carácter estratégico de la prensa en el sistema constitucional argentino, en función del cual aquella advierte que es necesario imponer “un manejo especialmente cuidadoso de las normas y circunstancias relevantes para impedir la obstrucción o entorpecimiento de la prensa libre y sus funciones esenciales”.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación elaboró este estándar en 1986, al pronunciarse sobre el caso promovido por Julio César Campillay contra La Razón, Crónica y Diario Popular. La doctrina “Campillay” establece que quien difunde una información no es responsable por los daños que ello pudiera causar siempre que: a) la información sea atribuida -de modo sincero y sustancialmente fiel- a una fuente identificable; b) utiliza un discurso meramente conjetural que evita formas asertivas o c) deja en reserva la identidad de las personas a quienes involucra la información evitando suministrar datos que permitan conducir a su fácil identificación. El estándar “Campillay” se consolidó durante las últimas décadas mediante su aplicación a otros juicios relativos a la libertad de expresión por parte de tribunales de todo el país, incluida la Justicia de Tucumán.Dos estándares generales
El primer intento por escapar del “casuismo” tuvo lugar con el dictado de la sentencia “Campillay, Julio César c. La Razón, Crónica y Diario Popular”, de 15 de mayo de 1986. Se trata de la primera doctrina elaborada por el máximo tribunal a partir de la reinstalación democrática de 1983 para resolver los casos de conflicto entre el derecho personal a la honra y el derecho de crónica e información. La sentencia condenó a los periódicos “La Razón”, “Crónica” y “Diario Popular” a reparar el daño moral por la responsabilidad emergente de la publicación de una nota periodística, en la que se imputaba al Sr. Julio César Campillay la autoría de diversos delitos, respecto de los cuales, en sede penal, se lo sobreseyó definitivamente. En “Campillay” la Corte Suprema estableció la que ha sido considerada como una de sus creaciones más originales: la doctrina de la noticia que reproduce lo expresado por otro, o doctrina de la fuente informativa. Con criterio “original y práctico” la Corte estableció un estándar según el cual un medio periodístico no responderá por la difusión de información que pudiera resultar difamatoria para un tercero, si cumple con alguna de las siguientes pautas: 1) cuando se propale la información atribuyendo su contenido directamente a la fuente y, de ser posible, transcribiéndola; 2) cuando se omita la identidad de los presuntamente implicados; o 3) cuando se utilice un tiempo de verbo potencial (58). Al fijar estos parámetros, la Corte apuntó a solucionar los inconvenientes de índole práctica que se podrían ocasionar a la prensa “en la hipótesis de tener que constatar la veracidad de cada información antes de darla a conocer, lo que virtualmente imposibilitaría el correcto cumplimiento de la tarea periodística”.
Junto con “Campillay”, y con la finalidad de establecer un estándar genérico para determinar la responsabilidad de los medios masivos ante la difusión de hechos inexactos, erróneos o falsos que pudieran lesionar derechos personalísimos de un funcionario público, la Corte incorporó a su doctrina sobre prensa el estándar de la real malicia, elaborado por su par norteamericana en el caso “New York Times vs. Sullivan”, de 9 de marzo de 1964. De acuerdo con este test de responsabilidad, “para obtener la reparación pecuniaria por las publicaciones concernientes al ejercicio de su ministerio, los funcionarios públicos deben probar que la información fue efectuada a sabiendas de su falsedad o con total despreocupación acerca de tal circunstancia”.
La real malicia ampara las publicaciones difamatorias y erróneas “cuando se halla en juego un interés público y el periodista no ha tenido conocimiento efectivo de la falsedad ni ha incurrido en negligencia manifiesta al no indagar su grado de falsedad”. Durante el período democrático iniciado en 1983, la primera alusión al estándar se encuentra en el voto concurrente del juez Petracchi en el leading case “Ponzetti de Balbín”, de 11 de diciembre de 1984. Su incorporación definitiva tuvo lugar a fines de 1996, con las decisiones “Morales Solá”, de 12 de noviembre, y de “Ramos, Juan José c. LR3 Radio Belgrano y otros”, de 27 de diciembre.
En “Ramos vs. L.R.3 Radio Belgrano”, el tribunal explicó que la real malicia se funda “en la necesidad de evitar la autocensura”. Basándose en “New York Times vs Sullivan” sostuvo que si los eventuales críticos de la conducta oficial pudieran evitar su condena únicamente con la prueba de la verdad de los hechos afirmados, aquellos “podrían verse disuadidos de expresar sus críticas aun cuando crean que lo afirmado es cierto y aun cuando ello sea efectivamente cierto, debido a la duda de poder probarlo en los tribunales o por miedo al gasto necesario para hacerlo... Así, la regla desalentaría el vigor y limitaría la variedad del debate público”. Según la Corte “la investigación periodística sobre los asuntos públicos desempeña un rol importante en la transparencia que exige un sistema republicano. El excesivo rigor y la intolerancia del error llevarían a la autocensura, lo que privaría a la ciudadanía de información imprescindible para tomar decisiones sobre sus representantes”.
En el régimen jurídico de la responsabilidad civil no se discute que cada parte debe probar los presupuestos de su pretensión, y que, por lo tanto, es el actor quien debe demostrar la existencia del factor de atribución. La sola evidencia de daño no hace presumir la existencia del elemento subjetivo en la responsabilidad profesional del periodista o del periódico”
El alto tribunal nacional estableció que el sentido de la libertad de expresión no comprende únicamente la tutela de las afirmaciones “verdaderas”, sino que se extiende también “a aquellas que, aun no correspondiéndose con la realidad, han sido emitidas de una forma tal que no merece un juicio de reproche de suficiente entidad”. Esto significa adherir a lo sostenido por la Corte norteamericana en “New York Times vs. Sullivan”, en el sentido que las afirmaciones erróneas son inevitables en un debate libre y deben ser protegidas a fin de que la libertad de expresión cuente con el espacio necesario para sobrevivir.
Foto: Juan Pablo Sánchez Noli
Fuente: La Gaceta de Tucumán