Raquel Robles es la ganadora del Premio Clarín a la mejor novela. Sus padres están desaparecidos y durante diez años ella militó en la agrupación H.I.J.O.S. Para presentar su libro Perder, recién publicado, hará una gira por la costa. Cuando la literatura se transforma en refugio.
Por Bruno Lazzaro
Sentada en la mesa de un bar, Raquel Robles, la ganadora del último Premio Clarín a la mejor novela, baja la mirada y se pierde en un individual donde garabatea una partitura interna. A través de las claves de sol, corcheas, notas blancas y negras que dibuja parece formar melodías íntimas que le ayudan a clarificar sus sentimientos cuando es consultada sobre la desaparición forzosa de sus padres durante la dictadura militar.
Raquel no parece dispuesta a ceder palabra mientras remarca el contorno del cuadrado de papel como si su territorio necesitase de una protección para limitar la avanzada. Hace silencio y su mirada se ausenta, lejos, quizá, hacia aquellos mundos de fantasía que solía visitar a menudo cuando era una niña. Pero, de pronto, habla de la conquista de ese primer puesto con el que logró 100 mil pesos y la publicación de Perder. “Que Saramago haya leído mi novela fue suficiente para volver contenta a casa. El premio significó para mí un envión muy importante, una reafirmación de mi identidad como escritora”.
Su novela narra la historia de una madre que luego de la muerte de su hijo comienza a reconstruir su vida. Raquel, obligada a crecer sin sus padres, toma distancia de las comparaciones entre su obra y su propia historia: “Me ayudó a canalizar un montón de cosas que me pasaron, pero el análisis de contenido ya no me corresponde. Si vuelvo a leer la novela será sólo para saber si me sigue cayendo bien, si es orgánica, si me raspa la oreja”.
–Cuando escribió la novela, ocho años atrás, estaba embarazada de su primer hijo (hoy tiene dos). Por qué decidió desde un lugar de vida mostrar el dolor por la muerte?
–Tener un hijo contiene la posibilidad de perderlo. Podés negarlo, pero el asunto está ahí. Le pasa a todo el mundo. Intenté poner ese miedo en otro lugar. Por fuera de mí.
–¿Se interesó por descubrir si, más allá de lo que le provocó la desaparición de sus padres, había un dolor aún más fuerte como puede ser la pérdida de un hijo?
–No es algo que me propuse. No es que me resulte fácil escribir, no tengo un oficio en este sentido. Siento que las cosas se acercan a mí por algún motivo y que ahí empieza el trabajo de transpirar el cerebro. Pero, insisto, no sé bien cuál es el origen exacto de lo que escribo.
–Durante diez años militó en la agrupación H.I.J.O.S., dirige un instituto para menores –el San Martín–, y acaba de ganar un premio por una novela que trata sobre la muerte de un chico. ¿Qué capítulo ocupa la infancia en su vida?
–La infancia es algo de lo que me siento muy cerca. Siempre trabajé con niños. Casi desde que también era una niña. Siempre me sentí solidaria con los niños, sus preocupaciones y su forma de ver la vida.
–¿Cuál debería ser la tarea de los adultos en este momento en el que se habla de bajar la edad de imputabilidad?
–La tarea de los grandes es la de proveer a los niños de infancia. Darles herramientas para imaginar, porque proyectar a futuro no es un concepto que manejen. Es algo que toman prestado de los adultos. No porque prevean un futuro oscuro, sino porque para los chicos no hay futuro, eso es del mundo adulto. La infancia es inmediata. Es un concepto complejo. Hay que ayudar a los chicos a construir la gran ficción que es su infancia.
–¿Cómo fue su niñez?
–Fue una infancia de sostén, de institución, y de mucho mundo interior. Me la pasaba leyendo y escribiendo en mi diario íntimo. Era una niña... no sé si pensativa, pero sí de estar en otra. Los libros eran un lugar amigable. Me gustaba estar en las novelas. Siempre fui la típica niña que estaba en la luna.
–¿Cuándo comprendió que sus padres estaban desaparecidos?
–Lo supe desde muy chica. Tenía cuatro años cuando se los llevaron y no recuerdo cómo fue el momento. Mi abuela se lo contó a mi tía y fue ella quien me lo transmitió. No sé si hubo un momento en el que me cayó la ficha, son cosas que están con vos toda la vida. Y ponerse a averiguar un poco más forma parte de una búsqueda antropológica difícil.
–Cuando alguien muere se va dejando una estela, mientras que cuando alguien desaparece esa estela es trazada por aquellos que se movilizan. ¿Su función en la fundación de H.I.J.O.S. tuvo que ver con la reconstrucción de un pasado propio?
–En parte es individual, pero también es colectiva. Supongo que los que perdieron a alguien en Cromañón tienen muertos sociales. En mi caso es similar. Pero no fue algo pensado. Funcionó como una necesidad de juntarse con gente que había atravesado la misma situación.
–¿Y por qué se abrió?
–No me fui, es un impasse. Fueron diez años intensos. Los extraño mucho, pero necesitaba correrme a un costado.
–La directora de Clarín, Ernestina Herrera de Noble, está procesada por irregularidades en los trámites de adopción de sus hijos Marcela y Felipe, y se sospecha que podría tratarse de hijos de desaparecidos. ¿Le llamó la atención que haya sido el diario que ella dirige el que le otorgó el premio?
–No lo había pensado.
–Y ahora que lo piensa.
–Es raro, ya que Clarín nunca cubrió nada relacionado con H.I.J.O.S.
–¿Qué cree que tendría que hacer Herrera de Noble con relación a sus hijos?
–Lo que sucedió con estos chicos es de una crueldad inmensa. Ya pasaron más de treinta años y siguen en la incertidumbre. Es solamente sacarles un pelo, y ver qué pasa. Deberían hacerse un examen de ADN y terminar con esto de una vez por todas.
–En 2008, represores como Etchecolatz, Bussi y Menéndez enfrentaron a la Justicia y fueron condenados. ¿Qué le provocaron estos fallos?
–Una inmensa satisfacción.
–Si la directora de Clarín llegase a ser condenada en esta causa, ¿qué le provocaría?
–Si es culpable, la misma inmensa satisfacción.
Fuente: Revista XXIII