Sebastián Scigliano y Víctor Taricco analizan y critican la actuación de los medios en torno de la desaparición y muerte de la niña
Por: Sebastián Scigliano y Víctor Taricco*
“Yo no digo que usted se autocensure. Estoy seguro de que cree todo lo que dice. Lo que yo digo es que, si usted creyera algo diferente, no estaría sentado donde está.” Esto le decía, alguna vez, en un reportaje, Noam Chomsky al periodista de la BBC Andrew Marr, en referencia a la relativa autonomía que los periodistas tienen de los lugares en donde trabajan. El sarcasmo de Chomsky estaba más bien destinado a poner de relieve el carácter relativamente banal –una maldad banal al estilo de Hannah Arendt– del funcionamiento de la maquinaria “mass mediática”, que con crudeza se ha puesto en evidencia en estos días con la cobertura frenética de lo que los medios han dado en llamar “el caso Candela”.
Con cierta intensidad, sobre todo después de la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, se ha puesto en discusión en la Argentina cuál es la verdadera influencia de los medios masivos de comunicación sobre lo que se denomina vagamente “sus audiencias”: si orientan sus conductas, si fijan sus agendas de discusión, si moldean sus estéticas, si influyen en sus elecciones políticas. Todo ese procedimiento, ilusorio o no, responde algunas veces claramente a una intención resuelta de influir, lo que ha sido varias veces denunciado, pero otras, las más, a la rutinaria repetición de una serie de procedimientos más o menos estandarizados, gremializados, tal cual lo haría quien maneja un torno mecánico o despacha productos en la caja de un supermercado.
Si no fuera esto último lo que sucede, cuesta creer que la serie de casos en los que se comete la misma gaffe no llame a reflexión a las cabezas pensantes de la maquinaria mediática, quienes supuestamente deciden el qué y el cómo. Repasemos: caso Pomar, caso beba muerta de Ayacucho y, por último, caso Candela. En los tres, frente a eventuales hechos de “inseguridad”, los grandes medios argentinos y su cadena de repetidoras menores desplegaron las mismas astucias: cobertura de alto impacto, con seguimiento al instante, profusión de hipótesis, consulta a especialistas no se sabe bien sobre qué y, sobre todo y lo más importante, una especie de reconstrucción de un ágora eventual, catódica, informal y cínicamente democrática, en la que se pretende, cada vez, recrear una voz pública colectiva, impregnada de la legitimidad del vivo de la que carecerían, claro está, las más sinuosas mediaciones de la política. Por allí circulan las voces de los eventuales protagonistas y coprotagonistas, vecinos, amigos, advenedizos de ocasión y, en el último caso, celebridades con un cercano pasado ficcional como rescatistas amateurs.
Lo iluminador de la serie que registramos más arriba es la sensible diferencia que hubo, en los tres casos, entre lo que se suponía que había pasado, y sobre lo que se armó, una y otra vez, la puesta en escena, y lo que efectivamente pasó: ni a los Pomar los había matado el propio padre (ni los extraterrestres), ni a la beba de Ayacucho unos ladrones que habían ingresado a su casa, ni a Candela, dramáticamente, la había secuestrado una red de trata de personas.
Las conclusiones pueden ser varias y no necesariamente complementarias. A primera vista, parece que la maquinaria mediática está tardando más de lo esperable en reconocer el fracaso de viejas mañas en tiempos nuevos. No cabe duda de que la mirada sobre los procedimientos de construcción de la realidad que implementan los medios masivos ha crecido en intensidad en los últimos años en Argentina, pero también queda claro que algunas zonas de la agenda pública, como las asociadas a la seguridad, siguen siendo todavía territorios extremadamente permeables a la lógica mediática, que se permite allí correr los límites hasta lugares en los que, en otras esferas, parece estar empezando a volverse más prudente.
También es cierto que, mientras ocurre, esa construcción del acontecimiento mediático impone su lógica, su ritmo, su estética y su modo de contar, y es esperable que, más allá del posterior ejercicio de la crítica, esa rutina repetida una y otra vez deje sus sedimentos en lo que los antiguos llamaban la conciencia colectiva. Todavía queda pendiente el ejercicio de una disputa más intensa y más atenta a la hora de contar, en el momento mismo en que la maquinaria mediática despliega, extasiada, su avanzada movilera. Es esa una tarea, quizá, de los nuevos medios, y de los viejos con renovada cara, que se deben una reflexión sobre qué y cómo contar. Un desafío para un nuevo tiempo, en el que tanto las agendas públicas como sus lógicas de abordaje deberán formar parte de una misma discusión.
*Centro de Estudios Humahuaca
Fuente: Diario PáginaI12