Cristina Fernández reinstaló el debate sobre la ley de servicios audiovisuales de comunicación. Un repaso que permite observar la degradación que, en democracia, sufrió la actual ley de radiodifusión. Y algunos criterios para lo que habrá que discutir.
Por Washington Uranga
En su mensaje al Poder Legislativo al iniciar el período ordinario de sesiones la presidenta Cristina Fernández dejó en claro su voluntad política de impulsar una nueva ley que regule los servicios audiovisuales de comunicación en el país. Como bien se dijo, se trata de algo mucho más importante y complejo que una reforma a la vigente Ley de Radiodifusión, caduca y perjudicial por donde se la quiera mirar. El anuncio resulta importante y auspicioso porque, después de un impulso que la iniciativa había tenido el año anterior, incluso con protagonismo de la propia Presidenta, todo parecía haber quedado archivado en algún rincón acorralado por las necesidades, las urgencias y las limitaciones de la coyuntura política. Nadie puede ignorar que la aprobación de una nueva norma para ordenar los servicios de comunicación no será una tarea fácil. Los tiempos electorales auguran un difícil tránsito por el Congreso, pero también los intereses corporativos de los más importantes conglomerados mediáticos que operan en el país jugarán un papel importante a la hora del debate. Sobre todo porque muchos de estos actores utilizan la libertad de expresión como máscara para solapar intereses económicos. Lo mejor será que se pueda brindar un debate efectivo en todos los términos, que permita discutir en libertad ideas y proyectos, que todos y todas puedan opinar sin presiones, mezquindades y reduccionismos.
Existen muchos elementos para tener en cuenta en ese camino. Uno de ellos tiene que ver con el reconocimiento evidente de las asimetrías presentes en el escenario de la comunicación en el país. El derecho a la comunicación no puede ser pensado solamente como la posibilidad de expresión de quienes tienen gran poder económico y, por lo tanto, controlan grupos mediáticos, sino fundamentalmente desde la condición ciudadana. El derecho a la comunicación es un derecho ciudadano, que les asiste a todos por esta condición y corresponde al Estado garantizar que así sea. Los ciudadanos no pueden ser considerados como consumidores de mensajes, sino como partícipes (emisores y perceptores) de los procesos comunicacionales. La norma debería garantizar la pluralidad de voces sobre la base de múltiples y diversas formas de propiedad y de acceso a las frecuencias. El debate sobre la libertad de expresión no puede quedar reducido solamente a que puedan emitir los que ya tienen espacios garantizados. Otros y otras, sin poder económico pero con ciudadanía plena, tienen que decir también lo suyo. La comunicación es parte esencial de la democracia moderna.
De la misma manera, así como el sector privado requiere de reglas de juego claras y garantías para impulsar iniciativas de comunicación, no menos cierto es que cualquier norma exige hoy que se prevea el funcionamiento del sistema público estatal de comunicación. Ambito que deberá contemplar mecanismos transparentes de gestión y auditoría para que no se convierta simplemente en herramienta de propaganda de los gobiernos de turno. Mecanismos que deben ser compatibles con la ingeniería y la cultura de los medios para no provocar parálisis e ineficacia en la gestión, algo que terminaría condenando a la mediocridad al sistema público de comunicación.
La comunicación no puede pensarse hoy desvinculada de la idea del desarrollo. La comunicación es una actividad económica, de manera directa a través de las llamadas industrias culturales, pero también en forma indirecta por cuanto atraviesa, sirve de soporte y de dinamizador de todas las actividades económicas, sociales y culturales de la sociedad. Una norma que regule los servicios audiovisuales de comunicación no puede desatender esta realidad. Por el contrario, tiene que contemplarla de manera explícita, directa y activa. No sólo para establecer controles sino, sobre todo, para imaginar formas de promoción para la participación ciudadana en la creación de bienes culturales.
¿Están dadas las condiciones para dar este debate en medio de la campaña electoral que se avecina? No hay respuestas de antemano. Habrá que decir que se trata de una apuesta por lo menos riesgosa. Para atravesar con éxito la prueba, tanto el oficialismo como la oposición tendrán que asumir que una ley de servicios audiovisuales de comunicación es, ante todo, una iniciativa estratégica de política de Estado que no puede quedar subordinada a meras ambiciones electorales. Pero también habrá que ponerles límite a los intereses de las corporaciones y de los grupos económicos concentrados, empeñados en mantener un statu quo que los favorece. Es una pelea, en el mejor sentido, económica, política y cultural, en la que toda la ciudadanía debería involucrarse. La participación, por lo tanto, tiene que alimentar el debate de los representantes para que la nueva ley sea un instrumento en bien de la democracia, pero también del desarrollo social y económico de la Argentina. Un camino necesario pero, al mismo tiempo, nada fácil.
Fuente: PáginaI12