Christian Álvarez, con décadas de trayectoria en teatro y gestión cultural, denuncia exclusiones, meritocracia y "aristocracia" simbólica en los espacios culturales de Rosario, y presenta un manifiesto que invita a debatir quién define la cultura y quién queda afuera.
Un manifiesto incómodo
En los últimos días se conoció un documento que empezó a circular fuerte en Rosario, titulado 'Horroris Causa, cierta Cultura de Rosario'. No es un comunicado institucional ni un texto académico. Es un manifiesto crítico, incómodo, escrito desde la experiencia de quien trabaja en el teatro y en la cultura desde hace décadas. El texto pone en cuestión la idea de una cultura única, denuncia lógicas de exclusión, de meritocracia, de institucionalización y plantea una pregunta de fondo: ¿quién define hoy qué es la cultura en Rosario y quién queda afuera de ese relato?
En Señales charlamos con su autor, actor, trabajador de la cultura, egresado de la Escuela 71 'Dr. Francisco de Gurruchaga' -La Gurru-, Christian Álvarez.
El origen de 'Horroris Causa'
El texto que tituló Horroris Causa no nació de un impulso aislado ni de una bronca repentina. Surgió en el mismo momento en que la ceremonia comenzó a circular por las redes y quedó colgada en la transmisión de la Universidad Nacional de Rosario en su canal de YouTube. Él ya sabía que ese día se iba a distinguir a Fito Páez con el doctorado honoris causa. Escucha radio, sigue esas señales, estaba al tanto. Cuando apareció el video, lo abrió y empezó a mirar. Y fue ahí, mientras avanzaba la ceremonia, cuando algo empezó a incomodarlo de manera persistente.
Fito, el afecto y la incomodidad
No fue Fito en sí. Al contrario: habla de él desde el afecto. Dice que lo quiere, que le gusta, sobre todo ese primer Fito que lo atravesó en la adolescencia, cuando discos como Ey! le pegaron fuerte y lo marcaron para siempre. Todavía hoy reconoce un montón de canciones que lo acompañaron durante años. Incluso cuenta que fue a verlo en vivo con su hija Lucía, de trece años, que también es fan, aunque ahora —le aclara ella— "le gusta menos". Fito es parte de su historia personal y familiar.
Por eso la sensación que le empezó a crecer mientras veía la ceremonia no tuvo que ver con un rechazo al artista ni con la universidad otorgándole el reconocimiento.
El doctorado y el clima simbólico
Está acostumbrado a que las universidades entreguen doctorados honoris causa y, de hecho, cree que tiene sentido. Le parece interesante como gesto de apertura, como una forma de vincular los claustros con la comunidad, de reconocer trayectorias por fuera del microclima universitario, con sus códigos propios, su universo cerrado. Hasta ahí, nada que objetar.
Sin embargo, algo en el clima general, en la presentación, en los argumentos, en la locución del propio Fito, empezó a golpearle "feo y duro" en distintos lugares.
La palabra que activó todo: aristocracia
Hubo una frase puntual que terminó de dispararlo todo: cuando Fito habló de pertenecer a una "aristocracia", una "aristocracia espiritual", que —según dijo— sería la única que existe. Él cree que fue una expresión dicha con pudor, quizás corregida en el aire al escucharse a sí mismo. Pero la palabra quedó flotando. Aristocracia.
Y con ella, todo su peso histórico, simbólico y cultural. La asociación fue inmediata: la idea de una cultura que baja desde Buenos Aires, que pisa fuerte en el resto del país, que se impone como modelo, como centro irradiador de legitimidad. Desde ese lugar, la memoria lo llevó a una acción realizada años atrás.
El negreo naturalizado
Entonces aparece la anécdota que arrastra desde hace años. Vuelve al 2007, cuando junto a otros compañeros reabrieron la delegación Rosario de la Asociación Argentina de Actores y Actrices. En 2008 ya estaban intentando ordenar el trabajo actoral en la ciudad, poner límites, desmarcar prácticas abusivas que se naturalizaban desde hacía décadas. Para ellos, uno de los emblemas más claros de ese "negreo" —lo dice sin rodeos— era y sigue siendo un reconocido director y referente del teatro musical argentino.
Durante años, en todo el país y particularmente en Rosario, ese director montó un mismo mecanismo. Llegaba con seminarios pagos, anunciados con bombos y platillos. Seminarios intensivos, de dos días, por los que la gente pagaba mucho dinero. A cambio, prometía premios: la posibilidad de actuar en alguna de sus producciones más emblemáticas, títulos clásicos del repertorio que solían estar de gira. Se promocionaban elencos de treinta actores en escena, pero cuando llegaba el momento de la verdad, desde Buenos Aires viajaban apenas nueve intérpretes, con contratos en regla. Los otros veinte o veintiuno eran actores locales que no cobraban un peso. El “pago” era el mérito, el honor, la experiencia de haber sido elegidos entre los mejores del seminario que ellos mismos habían financiado.
El conflicto y la denuncia
Muchos actores rosarinos todavía exhiben en su currículum haber trabajado con ese creador. Lo recuerdan como una experiencia maravillosa. Cuando desde la asociación se enteraron de que el mecanismo seguía activo, se acercaron a la producción para pedir una reunión, para charlar. La respuesta fue el ninguneo. El mismo de siempre. El trato distante y despectivo que él asocia, justamente, con los aristócratas.
Con el correr de los días, empezaron a llegar más datos. Una semana antes del estreno, esos actores locales eran convocados a ensayar de madrugada, de once de la noche a tres o cuatro de la mañana. Sin comida. Aportando ellos mismos el vestuario base. Sin cobrar. Y después venía la maratón de funciones: una el viernes en el Teatro El Círculo, dos el sábado, una el domingo y cuatro más el lunes para escuelas privadas de Rosario. Todo envuelto en la retórica de la “experiencia inolvidable” de pisar un gran escenario.
Mientras lo escuchaba hablar de aristocracia espiritual, esa escena volvió con fuerza. No como un recuerdo aislado, sino como una clave para leer un modo de entender la cultura, el mérito y el poder simbólico. De ahí nació Horroris Causa: no como un ataque personal, sino como una incomodidad que necesitaba ser escrita. Y dicha de un modo que invite al debate.
Durante años, en todo el país y particularmente en Rosario, ese director montó un mismo mecanismo. Llegaba con seminarios pagos, anunciados con bombos y platillos. Seminarios intensivos, de dos días, por los que la gente pagaba mucho dinero. A cambio, prometía premios: la posibilidad de actuar en alguna de sus producciones más emblemáticas, títulos clásicos del repertorio que solían estar de gira. Se promocionaban elencos de treinta actores en escena, pero cuando llegaba el momento de la verdad, desde Buenos Aires viajaban apenas nueve intérpretes, con contratos en regla. Los otros veinte o veintiuno eran actores locales que no cobraban un peso. El “pago” era el mérito, el honor, la experiencia de haber sido elegidos entre los mejores del seminario que ellos mismos habían financiado.
El conflicto y la denuncia
Muchos actores rosarinos todavía exhiben en su currículum haber trabajado con ese creador. Lo recuerdan como una experiencia maravillosa. Cuando desde la asociación se enteraron de que el mecanismo seguía activo, se acercaron a la producción para pedir una reunión, para charlar. La respuesta fue el ninguneo. El mismo de siempre. El trato distante y despectivo que él asocia, justamente, con los aristócratas.
Con el correr de los días, empezaron a llegar más datos. Una semana antes del estreno, esos actores locales eran convocados a ensayar de madrugada, de once de la noche a tres o cuatro de la mañana. Sin comida. Aportando ellos mismos el vestuario base. Sin cobrar. Y después venía la maratón de funciones: una el viernes en el Teatro El Círculo, dos el sábado, una el domingo y cuatro más el lunes para escuelas privadas de Rosario. Todo envuelto en la retórica de la “experiencia inolvidable” de pisar un gran escenario.
Mientras lo escuchaba hablar de aristocracia espiritual, esa escena volvió con fuerza. No como un recuerdo aislado, sino como una clave para leer un modo de entender la cultura, el mérito y el poder simbólico. De ahí nació Horroris Causa: no como un ataque personal, sino como una incomodidad que necesitaba ser escrita. Y dicha de un modo que invite al debate.
Ministerio de Trabajo y desenlace
Ante la negativa persistente de la producción a recibirlos, decidieron avanzar. Ese domingo se presentaron directamente con el Ministerio de Trabajo y labraron un acta. A partir de ahí empezó a salir todo a la luz: ninguno de los actores tenía contrato, exactamente como ellos ya sabían. El escándalo fue inmediato. Llegaron antes de la función del domingo sin saber bien con qué se iban a encontrar. El director no estaba. Sí estaba el responsable musical del proyecto, visiblemente desencajado, junto a otros actores. Pero no hacía falta que el máximo referente estuviera presente para que el conflicto estallara. Eran actores hablando con actores, y eso ya decía mucho.
La situación fue escalando. Hubo amenazas telefónicas. La producción seguía sin pagar. El conflicto terminó trasladándose a Santa Fe y, finalmente, los pagos se hicieron efectivos. En el medio, aparecieron advertencias de que iban a publicar una solicitada en un diario de alcance nacional para escracharlos, acusándolos de impedir el trabajo de actores y actrices en Rosario. La respuesta era simple: si había dinero para pagar una solicitada, mejor pagarle a la gente y terminar con el problema. Además, cualquier discusión sobre contratos los dejaba en peor lugar, porque directamente no existían.
Aristocracia, cultura y poder simbólico
La situación fue escalando. Hubo amenazas telefónicas. La producción seguía sin pagar. El conflicto terminó trasladándose a Santa Fe y, finalmente, los pagos se hicieron efectivos. En el medio, aparecieron advertencias de que iban a publicar una solicitada en un diario de alcance nacional para escracharlos, acusándolos de impedir el trabajo de actores y actrices en Rosario. La respuesta era simple: si había dinero para pagar una solicitada, mejor pagarle a la gente y terminar con el problema. Además, cualquier discusión sobre contratos los dejaba en peor lugar, porque directamente no existían.
Aristocracia, cultura y poder simbólico
Todo ese proceso desembocó en una carta —que Christian lamenta haber perdido— escrita por un actor de Buenos Aires a la presidenta de la asociación en ese momento, Cecilia Censi. La firmaba el propio creador del proyecto. Allí los describía como los típicos "patoteros sindicalistas", los que pateaban puertas, los que no lo dejaban trabajar a él, miembro —según decía— de una aristocracia artística, heredero de generaciones dedicadas a descubrir talentos, gracias a los cuales muchos habían llegado a ser lo que eran.
Por eso, cuando escuchó a Fito Páez hablar de aristocracia, el vínculo fue inmediato. Esa palabra activó una cadena de ideas y experiencias que venía masticando desde hacía años como trabajador de la cultura, como actor y como alguien que eligió desarrollar su trabajo en Rosario. No por azar, no como paso previo a otra cosa, sino decididamente en Rosario.
Cultura, trabajo y responsabilidad
Desde ahí, con una relación permanente con lo colectivo, con la apertura, con la discusión sobre la distribución —una palabra que, dice, ya casi no se pronuncia— empezó a preguntarse qué cultura se está defendiendo, a quién beneficia y a quién deja afuera.
La cultura, insiste, está hecha para la gente o debería pensarse desde la gente. Y la penetración simbólica que tiene una figura como Fito implica una responsabilidad mayor. No es gratuito lo que se dice en un escenario así. No es inocente no asumirse como trabajador. Entiende que cada uno se autoperciba como quiera, pero esa autopercepción también forma parte de una cultura que él siente la necesidad de cuestionar.
La cultura, insiste, está hecha para la gente o debería pensarse desde la gente. Y la penetración simbólica que tiene una figura como Fito implica una responsabilidad mayor. No es gratuito lo que se dice en un escenario así. No es inocente no asumirse como trabajador. Entiende que cada uno se autoperciba como quiera, pero esa autopercepción también forma parte de una cultura que él siente la necesidad de cuestionar.
¿Por qué el trabajo parece algo negativo?
Ahí aparece la pregunta que atraviesa todo su razonamiento: ¿por qué el trabajo es percibido como algo negativo? ¿Por qué parece estar mal decir "soy trabajador"? ¿Acaso Fito nunca trabajó en su vida? La idea de que el trabajador es siempre otro, alguien a quien hay que decirle qué hacer, alguien que no puede disputar sentidos, que no puede intervenir en el terreno de la cultura, es una visión profundamente arraigada. Como si la cultura solo pudiera ser producida por una aristocracia ilustrada, por artistas que, desde ese lugar, se sienten habilitados a decir cualquier cosa.
El asco, el humor y los cuerpos que soportan
Cuando recuerda el momento en que Fito contó, casi como una anécdota graciosa, que había trabajado un solo día en una pollería sacando menudos y que nunca más lo hizo porque le daba asco, entiende por qué a muchos les resultó cómico. A él mismo, en otro contexto, podría haberle causado gracia. Pero puesta en relación con todo lo anterior, la escena cambia de sentido. Piensa en ese trabajador o trabajadora que saca menudos todos los días, que no puede darse el lujo del asco, porque su sensibilidad no está autorizada a rechazar ese trabajo. Como si hubiera cuerpos destinados a soportar lo que otros no toleran. Como si el asco de uno valiera más que la necesidad del otro. Y ahí, dice, es donde se le erra feo.
El problema no es el humor ni la risa. El problema es no hacerse cargo de qué se está diciendo cuando se ríe. La tradición del grotesco, recuerda, siempre estuvo ahí para habilitar una risa crítica, una risa que expone lo que duele. Estuvieron Discépolo, los dos Discépolos, estuvo Pirandello. Reírse sí, pero reírse en serio de lo que pasa, no para reafirmar jerarquías.
La universidad y la distinción
En el auditorio donde se entregó el honoris causa, además, hubo frases que terminaron de cerrar el cuadro. Cuando el rector dijo "distinguiendo a quien distingo, me distingo a mí", la pregunta se volvió inevitable: ¿qué está distinguiendo realmente la universidad?
No se trata de separar al artista de la persona. Fito es todo eso junto. Pero también es cierto que se lo distingue desde una institución que está por fuera de su expertise, y que en ese auditorio se aplaudieron afirmaciones cargadas de sentido político y cultural.
No una cultura, sino muchas
Lo que a él le interesa, en definitiva, no es Fito como individuo, sino pensarse —pensarnos— en relación con esa cultura que se celebra y se legitima. Una cultura que algunos necesitan imaginar como única, homogénea, cerrada. Cuando, en realidad, insiste, no somos una sola cultura. Y nunca lo fuimos.
Arístides Vargas y la idea de los muchos teatros
Esa reflexión no era nueva. Él mismo reconoce que en 2015 alguien se la terminó de poner en palabras con una claridad demoledora. Fue Arístides Vargas, director y dramaturgo, un artista al que define como precioso y a quien tuvo la fortuna de tener como director en el Teatro Nacional Cervantes.
Aquella experiencia fue, dice, maravillosa: un elenco de nueve personas provenientes de ocho provincias distintas que convivieron un mes y medio en Buenos Aires para montar una obra, girar luego por el país con veinte funciones y cerrar finalmente en el escenario del Cervantes.
Un momento político bisagra
Todo eso ocurrió en un momento bisagra. Estaban en Capital cuando cada uno volvió a su provincia para votar y regresó después. Vieron de cerca la transición política, las elecciones presidenciales, el triunfo de Mauricio Macri y la sensación de que se caía un pedazo enorme de un proyecto de país distinto, como si algo que se venía construyendo se desmoronara frente a sus ojos.
En ese contexto, Arístides les decía algo que quedó grabado: no existe el teatro. No se confundan. En Argentina hay muchos teatros. Cada uno venía de una provincia, de una ciudad, de una cultura distinta, con rasgos propios que podían dialogar, complementarse, tensionarse, pero que no se reducían a una sola forma. Y eso, decía Vargas, es la cultura. Por suerte no existe un solo teatro.
Cultura hegemónica y exclusión
El problema, piensa hoy, es que los discursos hegemónicos —y ahí nombra sin rodeos al discurso fascista— necesitan imponer la idea de una única cultura para poder avanzar. Para implementar determinadas cosas, hace falta borrar la diversidad. Y en ese proceso, quienes quedan afuera son siempre las personas. La mayoría. Porque no a todos se les concede un honoris causa, ni simbólico ni real.
Aclara que no está pidiendo ningún reconocimiento para sí mismo. No se trata de reclamar distinciones personales ni de exigir honores por ser actor. La discusión pasa por otro lado: por la idea de distinción como superioridad, por esa noción de ser "distinto" desde un lugar jerárquico, como él entiende que se plantea en el discurso que lo disparó a escribir.
Cultura, educación y origen
Por eso habla de Horroris Causa como un manifiesto político-cultural. No solo como una crítica puntual, sino como una toma de posición. Y no es casual que se presente como egresado de la escuela Gurruchaga. Lo hace a propósito. Porque ahí, dice, hay un vínculo profundo entre cultura y educación. La cultura es la madre de todo lo demás. Desde ahí se puede pensar la política, un proyecto de país, las tensiones necesarias, las disputas inevitables, siempre en relación con un bien común.
La Gurruchaga y la formación temprana
Habla de sí mismo deliberadamente. Recuerda la primera vez que salió en el diario La Capital: tenía once años y, junto a un compañero y una maestra, viajó en 1982 para llevar una ofrenda floral a los soldados de Malvinas. Todavía era dictadura. Ya se percibía el final, pero también estaba naciendo algo: el proyecto de la escuela Gurruchaga, el complejo educativo con talleres a contraturno.
Había de todo: bonsái, periodismo, coro, teatro. Ahí tuvo a su primera maestra, Chiqui González —que más tarde sería ministra de Cultura de la provincia de Santa Fe—; después Miguel Palma; la gente de la Agrupación Discepolín; Ana Bárzola, enumera. Más tarde, ya adolescente, entró a Discepolín y nunca más se fue del teatro.
El contraste con el presente
Cuando mira el presente, el contraste es brutal. Hoy esa misma escuela ofrece horario extendido solo para un turno, para una cantidad limitada de chicos, con dos o tres talleres y, encima, pagos. Ese es el devenir, dice. Ese es el contexto.
En ese recorrido también aparece Fito. Lo conoció ahí, en la infancia, cuando Chiqui González los acercó en pleno auge de la Trova Rosarina. Y ahora, décadas después, hay que salir a pelear para que los pibes puedan ir a un taller de teatro en contraturno, pagando, y solo si están en el turno mañana, porque el turno tarde directamente no existe para eso. No entiende cómo se piensan las cosas.
Educación financiera y sentido común
Trae otro ejemplo que lo indigna. El año pasado tuvieron que movilizarse contra la introducción de la llamada "educación financiera" en la escuela primaria. Un proyecto presentado como vanguardia, promocionado por la directora en la señal de TN un domingo, destinado a chicos de primero a séptimo grado, vinculado a plataformas como Mercado Pago.
Un proyecto mal redactado, sin sustento pedagógico, cuya portada mostraba a un nene de nueve años poniendo dólares en un frasco como símbolo del ahorro. Y este año, señala, ese mismo proyecto aparece avalado por el Ministerio de Educación de la provincia.
Entonces la pregunta se vuelve inevitable: ¿dónde estamos? ¿Qué hacemos con todo esto?
Si no pertenecés, no sos
Dentro de ese manifiesto hay una frase que condensa el problema: "si no pertenecés, no sos". No lo plantea como una exageración. En el ambiente cultural, dice, pertenecer a determinado círculo es lo que legitima. Y hablar de eso es delicado.
Enumera rasgos de una cultura excluyente, bienpensante, cerrada. Una compañera le señaló algo más que él no llegó a incluir: el amiguismo, que funciona como otra forma de exclusión silenciosa.
Pertenecer y quedar afuera
Es un terreno incómodo, porque hay muchas cosas que no se dicen de frente. En un contexto de supervivencia, cuando se empiezan a sentir los codos de los propios pares, emergen pudores difíciles de romper. Se convive con gente querida, admirada, amada, y aun así se reproducen lógicas donde pertenecer implica quedar adentro y, automáticamente, dejar a otros afuera.
Es algo tácito, no dicho, y por eso mismo más profundo y más difícil de discutir.
Cultura que marca y define
Él lo reconoce como una cultura que marca, que define quién puede estar y quién no en determinados lugares. Y la pregunta que se hace, una y otra vez, es si realmente quiere estar en esos lugares.
Una generación con experiencia
Pertenece a una generación que podría ocupar muchos de ellos. Por trayectoria, por recorrido. Trabajó en la municipalidad, fue precarizado durante años, organizó muestras intercolegiales de teatro, dio talleres, sostuvo múltiples espacios. Eligió otra cosa. Por ejemplo, dar clases. Aclara que no es docente, que no se recibió como tal, y reivindica a quienes sí lo son y tienen esa vocación. Su elección, insiste, no fue ingenua ni casual. Fue una toma de posición dentro de ese entramado cultural que sigue discutiendo, incluso consigo mismo.
Teatro anclado en lo artístico
Su vínculo con el teatro, aclara, siempre estuvo anclado en lo artístico. Entró para actuar, para dirigir, para hacer funciones. Eso fue lo primero que quiso y sigue siendo lo que quiere. Dar clases le encanta y lo hizo durante muchos años, pero cuando sintió que para continuar necesitaba un título que no tenía, decidió correrse. No por desinterés, sino por convicción: si no correspondía, no debía hacerlo.
Instituciones y defensa pública
Desde ahí vuelve sobre otra cuestión central de su texto: la institucionalización. No la demoniza. Al contrario, dice estar convencido de que las instituciones —sobre todo las públicas— no están mal y deben ser defendidas. Pero no solo desde adentro. Cree firmemente que a la escuela pública, a lo público en general, hay que defenderlo desde afuera. De lo contrario, el discurso dominante termina siendo que los docentes defienden la escuela pública solo porque es su fuente de trabajo.
Y, otra vez, aparece esa idea reduccionista del trabajador como alguien que simplemente defiende lo suyo y nada más.
Instituciones y comunidad
La situación se agrava cuando incluso desde los medios se pone en duda que los docentes sean trabajadores de la educación. Por eso insiste: las instituciones se defienden desde afuera, porque no pertenecen a quienes trabajan en ellas, sino a la comunidad organizada. Son espacios creados para discutir, para sostener derechos, para distribuir. De ahí la importancia de hablar de lo público y de lo universal.
Financiamiento público y agotamiento de luchas
En ese marco, se pregunta qué está pasando con organismos como el Instituto Nacional del Teatro o el INCAA. Señala que se está borrando la idea misma de financiamiento público, que se toman decisiones arbitrarias y que, con el tiempo, también se va agotando la capacidad de pelear cada frente. Las luchas se multiplican y se superponen.
El subsidio y la cultura subsidiaria
Habla desde adentro cuando describe una sensación extendida: la de sentirse privilegiado por recibir un subsidio. "A mí me están subsidiando", dice, como si eso fuera un favor y no una política pública. Por eso plantea que la matriz del debate debería ser otra.
En el teatro, fundamentalmente, existe una cultura que es subsidiada y subsidiaria. Subsidiada por el Estado —algo que considera correcto— pero no reconocida como trabajo. El subsidio no implica derechos laborales, no implica una concepción del hacer artístico como labor.
Diferencias de legitimación
Ahí aparecen figuras que no se terminan de discutir: los gestores culturales, la industria cultural, la profesionalización real del sector. En lugar de eso, avanza el mecenazgo, con sus propias lógicas. Y otra vez se instala la idea de diferencia, de excepción. Mientras otros trabajadores —los taxistas, los obreros, quienes se levantan temprano y hacen cuentas imposibles— cargan con el peso de sobrevivir, el artista subsidiado parece ocupar un lugar de privilegio. De ahí también una culpa soterrada que atraviesa al sector.
Por otro lado, señala que el trabajo artístico es subsidiario de otros trabajos legitimados socialmente. Está legitimado ser docente, ser empleado estatal, ser funcionario con poder de decisión en cultura. Ser actor, titiritero, sin otro respaldo institucional, queda reducido a "eso y nada más". Esa jerarquía no es casual y reproduce la lógica de pertenencia que critica.
Espacios y accesibilidad
Por eso aclara que la discusión no pasa por ocupar cargos ni disputar puestos individuales. La discusión real es por los espacios. Por garantizar que existan y que sean accesibles para la mayor cantidad de gente posible. Ahí ubica la verdadera disputa y el compromiso que cree necesario asumir.
En su texto también cuestiona con fuerza una idea muy instalada: que solo los consagrados pueden hacer cultura. Una mirada que, dice, causa un daño enorme. Recuerda que a fines de los años noventa un secretario de Cultura de Rosario afirmó públicamente que desde la Secretaría se trabajaba con los artistas rosarinos consagrados en Buenos Aires. Hubo manifestaciones, pedidos de disculpas, cierta marcha atrás, pero la idea quedó flotando, latente.
Esa lógica, además, tuvo consecuencias concretas. Benefició a una compañera que en ese momento era referente de actores, pero también empleada municipal. Llegado el punto, tuvo que elegir lo que le daba de comer. Y esa elección, señala, no habla solo de decisiones individuales, sino de cómo funcionan las cosas desde abajo, en lo cotidiano. Es lamentable, dice, pero real.
Fascinación por Buenos Aires
Mientras tanto, la fascinación por los consagrados de Buenos Aires sigue intacta. Se los aplaude, se los celebra, se los toma como medida de todo. Nadie niega el deseo de ir a Buenos Aires, de probar suerte, de que te vaya bien. Pero no es fácil. No lo fue nunca. Basta preguntarle a alguien como Luis Machín para entenderlo.
El techo invisible
En su reflexión sobre la cultura y el trabajo en Rosario, el actor y gestor cultural subraya que los artistas de la talla de Fito y otros compañeros que buscan nuevos horizontes se enfrentan a un techo: un límite implícito que marca hasta dónde se puede llegar, qué se puede decir y qué incomoda. "Hay un techo que implica que podés ir hasta determinado lugar, pero otras cosas que digas incomodan, y sí, qué querés que haga, incomoda", explica, evidenciando cómo ese límite condiciona la expresión y el desarrollo artístico.
Relación con el Estado
Para él, la relación con el Estado no se reduce a renunciar o aceptar las condiciones de pago de la municipalidad. "No quiero trabajar para la municipalidad porque paga después, o paga mal. Pero ¿por qué tenemos que renunciar al Estado? ¿Por qué no discutimos lo que significa el presupuesto estatal, que vaya a la gente, que vaya a los lugares donde tiene que ir?", reflexiona, insistiendo en la necesidad de que la cultura llegue a todos, y no solo a ciertos círculos consolidados.
Tres lenguajes y coproducción
Pertenencia y exclusión
Denuncia además cómo la cultura del "pertenecer" reproduce inequidades. "Con esta exacerbación de los 300 años ha pasado todo en el centro. Y no quiere decir que en los barrios no pasen cosas", aclara, mencionando las 320 funciones que realizan en los barrios junto con el colectivo de Titiriteros Rosarinos, con el colectivo de narradores y con el colectivo de teatro en calle. Tres lenguajes y coproducción
En espacios como la Biblioteca Popular Cachilo y las bibliotecas populares de los distintos barrios y los Centros Cuidar, se trabaja con tres lenguajes —Teatro - Circo, Narración oral y Títeres—, en coproducción con la municipalidad. Sin embargo, ni siquiera el propio Estado logra decirlo o valorarlo como corresponde. Y eso es lamentable, porque son experiencias que deberían crecer: la gente tiene que poder acceder a la cultura, a partir de una verdadera lógica de distribución, de lo que necesitamos como comunidad y de lo que la gente necesita.
Cultura y seguridad en Rosario
Eso es solo una parte de la discusión cultural. Lo que más lo afecta, aclara, no tiene que ver con una cuestión corporativa ligada a su trabajo, sino con el cambio cultural que se está viendo en Rosario. No quiere una ciudad donde la presencia policial se reduzca a pedir documentos a un pibe con gorrita o a un cartonero, incluso cuando ni siquiera queda claro qué se está controlando. "Rosario es otra cosa", insiste, cuestionando la idea de seguridad basada en el control visible, que ignora el verdadero sentido de la convivencia urbana.Reconoce que la seguridad es una necesidad, pero se pregunta qué se busca mostrar con ciertas prácticas: a quién tranquilizan y en nombre de qué. Para él, detener a un cartonero visible y reconocible no construye seguridad. Esas son, dice, las cosas que le interesa discutir.
Tomar la palabra públicamente
En este contexto, explica su decisión de tomar la palabra públicamente: escribir, debatir y convocar. Prefiere la discusión colectiva al activismo individual: "No me gusta escribir y tirar porque sí las cosas, porque nunca fui un petardista. Prefiero el barro de poder discutir y enojarme con otras personas, a ser un llanero solitario". Así surge su convocatoria para reunir a compañeros de distintos ámbitos, no solo del teatro, en un encuentro transversal a partir del 25 de enero.
Sensibilidad y aristocracia cultural
Sobre el impacto de su manifiesto, reconoce la sensibilidad que toca al cuestionar la cultura "bien pensante" o los círculos de amiguismo. Advierte que no se trata de señalar culpables individuales, sino de diferenciar entre quienes toman decisiones y quienes realizan el trabajo cotidiano, reconociendo el esfuerzo de los laburantes que sostienen instituciones. Su experiencia de 18 años como delegado de la Asociación Argentina de Actores y Actrices lo posiciona para comprender las complejidades de estas dinámicas: errores, decisiones y distintas perspectivas se entrelazan en la gestión cultural diaria.
Desde su mirada, hablar de aristocracia cultural es hablar de democracia ausente. La democracia se vacía y, con ella, la cultura. Para él, es fundamental ir a la raíz: advertir los riesgos de discursos que legitiman la meritocracia, promovidos tanto por figuras políticas como por actores culturales que avalan ciertos privilegios. "Una de las cosas que logró Macri instalar es la cuestión meritocrática. Entonces vos pertenecés, yo te legitimo, vos sos meritorio de tal cosa. ¿Quién dice eso? En una democracia lo tenemos que discutir", afirma.
Ciudadanos y cultura
Critica también la visión superficial de la cultura como arte aislado: "Tampoco la cultura es 'qué lindo, somos maravillosos porque hacemos arte'. Somos ciudadanos, somos personas que transpiramos, que sentimos y que vivimos en una ciudad como Rosario y un país como el nuestro". Hay situaciones concretas de la vida cotidiana que ilustran la falta de estructura y contexto.
Cuenta una escena cotidiana que lo marcó. Vive cerca de la terminal y una noche, mientras esperaba el colectivo con su compañera, dos policías jóvenes les preguntaron qué colectivo podían tomarse para llegar a la terminal, donde terminaban su turno. Estaban a apenas cuatro cuadras. No lo dice con enojo hacia ellos: al contrario, aclara que no quiere que esos pibes sean odiados. Pero señala que hay un sistema que empuja a esa situación y habilita la pregunta inevitable: ¿para qué está un servidor público si no conoce el territorio en el que trabaja?
Recuerda que antes, cuando alguien necesitaba una referencia, podía acudir a una persona del Estado que estaba para eso, entre otras cosas. Para él, esa pérdida es parte de una cultura de vaciamiento: del rol del Estado y de los vínculos colectivos. Una cultura que instala la idea de que todo logro es mérito individual, como si no existiera contexto. "Y eso —advierte— lo estamos padeciendo", dice, señalando cómo la narrativa del mérito ignora las condiciones sociales y culturales que hacen posible cualquier éxito.
Resistencia cultural y ciudadana
Finalmente, su compromiso se centra en la resistencia cultural y ciudadana, más allá de la denuncia: convocar, debatir y sostener espacios para el encuentro y la discusión. "Nos sumaremos a la convocatoria de febrero. A debatir un poco, a vernos, a encontrarnos, a tratar de pensarnos, porque hay un montón de cosas maravillosas para poder sostener y me parece que esa es la verdadera resistencia", concluye.
También manifiesta un rechazo profundo al discurso bélico y a prácticas denigrantes como la colimba, subrayando que los intereses culturales y políticos deben orientarse al beneficio de la mayoría, y no a la consolidación de privilegios. "Cuando uno manifiesta determinadas cosas hay intereses de por medio, y ese es el hueso. Eso es lo que tenemos que ir viendo: que los intereses sean para la mayoría", finaliza, dejando en claro su compromiso con una cultura inclusiva y democrática.
Escuchá la entrevista completa:
Lee el manifiesto completo:
"Horroris Causa, cierta Cultura de Rosario"Cierta élite tiene la fantasía de una "Cultura rosarina". No me molesta que quien quiera fantasee con lo que quiera. Lo que me molesta es la hegemonía, el discurso ÚNICO, así con mayúsculas, que emana de los generadores de discursos desde los distintos estamentos. Como todo discurso hegemónico, solo es sostenible por el uso de la posición dominante de las usinas legitimadas.No quiero aportar a la "mala prensa" institucional, sobre todo cuando la institución "madre", la Democracia, viene siendo tan arteramente atacada y vaciada de contenido. Pero creo que sí, que la "Cultura en Rosario" está "institucionalizada"; en este caso uso esa palabra como sinónimo de: encapsulada, maniatada, subsidiada, encorsetada, formateada, tutelada.En algún momento encontramos el atajo del "subsidio" para que el Estado "fomente y estimule" la Cultura. Esto generó cierta ilusión de libertad, ya que la "independencia" artística no se veía amenazada por el "yugo" laboral y dependiente (además, no somos trabajadores, somos artistas: no yugamos, gozamos).Luego vino la definición de "industria cultural", que fue generando pseudoproductores y productores freelance, con mayor o menor llegada a los círculos de decisión, de los cuales la mayoría no asumen su rol empresarial y de empleador, escudándose en el "esfuerzo" y el mérito de poder gestionar recursos (el "movimiento de gestores" es anterior al de industria).En el discurso hegemónico siempre prevalece el Capital (¡es el capitalismo, estúpido!), ya sea el concreto, el cash, o el simbólico, el meritocrático, que claro, lo determina la propia "institución" que te legitima y, por ende, te institucionaliza.¿Está mal la institución? Para nada. Si no está mal la institución madre, la Democracia (aunque al atacarla y no ejercerla a pleno parezca que no sirve), ninguna de las instituciones y/u organizaciones que tiendan a tener una comunidad plural tampoco lo están.Es decir, el ejercicio del Estado de Derecho en cualquiera de las organizaciones es fundamental para que, desde las bases, quienes representan respondan a esas bases. Si el ejercicio del poder se desarrolla en función del usufructo de lo colectivo, es decir, vaciando de contenido lo grupal, lo colectivo, entonces lo convierto en un "síganme que no los voy a defraudar", y la "elección" y la "representatividad" se aplastan, generando la ilusión de la libertad, de la participación, y por ende se subvierte la vitalidad de lo grupal y lo colectivo: lo vivo que es tensar, poner en cuestión, pujar por los intereses individuales para llegar a acuerdos comunes y ejercicios en consecuencia para llevar adelante objetivos superadores de la individualidad.Recuerdo cuando se lanzó en nuestra ciudad el "Presupuesto Participativo". Con un grupo de compañeras y compañeros planteábamos la preocupación de que se convirtiera en el "siga participando" de la chapita.El sesgo de confirmación de las redes se ha instalado en los círculos de decisión y ha generado un microclima que expulsa, mira de arriba y, claro, se convence de que es la única cultura, la mejor, la que "quieren todos", incluso aquellos/as que no son alojados, porque es la que se "instala".El impulso a "pertenecer" genera un accionar errático e ilusorio que permite conformarse con lo que hay: con "si no digo nada, tal vez pueda ocupar aquel lugar", simbólico o concreto. También, y es lo más lamentable, genera en muchos y muchas el "dolor de ya no ser", porque si no pertenecés, "no sos".Allá por el ’82 salí por primera vez en el diario La Capital, con foto y todo: un compañero, una maestra y yo. La noticia era que nos habíamos juntado un sábado a la mañana, de manera institucional, con guardapolvo y todo, para llevar una ofrenda floral a los "héroes de Malvinas". Esto fue en plena guerra. Subimos al barco Ciudad de Rosario y, en el medio del Paraná, hicimos la ofrenda y vimos cómo las flores se las llevaba el río…Tal vez esa ofrenda nunca llegó, como los "chocolates" de las 24 hs. El río, o tal vez la marea, las condiciones climáticas, algunos peces o algún pescador desprevenido —ojalá un pescador enamorado— habrán truncado nuestras mejores intenciones. En las 24 hs los "chocolates" no llegaron por las angurrientas y miserables manos de civiles y militares que siempre usufructuaron lo colectivo, manipulando las mejores intenciones en beneficio propio.Creo que esto es cultural. Esta sistematización de la miseria, esto de "manipular deseos", se convirtió en una "Cultura dominante": un ejercicio de poder cuyo motor es la especulación, el rédito, el escarnio para los muchos que no entran en el molde o ya pasaron de moda. La cultura del "Descarte"… (ojo, en rosarino tal vez suene positivo o al menos cool).Todavía no había cumplido los 12 y era parte de un proyecto educativo de una escuela que nos permitía descubrir distintos universos desde los distintos talleres (llegué a participar de los talleres de Bonsái, Coro, Periodismo y, por supuesto, el de TEATRO, donde descubrí esto que ejerzo, hago, soy: "trabajador actor").En esa misma escuela, hoy por hoy, también se promocionan talleres a contraturno, pero para un solo turno, para un solo nivel, para unos pocos y que puedan pagar.Cierta élite educativa, con cargos directivos, confunde hacer "carrera" con hacer jugar desde temprano "carreras", para que el que llegue primero tenga la posibilidad y pueda sentir que él sí se merece "gozar" del beneficio. Así enseñan: son beneficios a lograr y no derechos a ejercer, porque claro, no hay para todos.Otra cosa que se ha convertido en cultura: la resignación. Hacemos lo que podemos, es lo que hay y ya.La Cultura única genera espectadores, bufones y sobrevivientes que van recibiendo migajas para que no hagan demasiado ruido. Pero es una ilusión: habrá quienes quieran llegar a ciertos lugares para repetir la misma matriz, cambiando de denominación y ejerciendo la misma hegemonía con distintas caras o distintas caretas.Y otros/as ejerciendo, generando, compartiendo sentidos y sentires desde las entrañas de una ciudad diversa.¿Y con ser parte qué? ¿A dónde hay que llegar? No hay a dónde llegar: hay tránsito, y en ese tránsito un devenir que tendría que transcurrir en una sociedad que, desde las manifestaciones más básicas, responda a premisas que no sean de sometimiento, ni de mayorías ni de minorías; una sociedad que se sostenga realmente en la igualdad, que pueda profundizar la distribución y no un "equilibrio" basado en la dádiva, la exclusión y el mérito de poder sostenerse en una cuerda floja mientras te dé la fuerza, tengas paracaídas o una "red" familiar que te contenga.No soy quien para criticar a la Universidad como institución, ni tampoco a Fito como artista o persona.Sí me gusta hacer foco en lo que representan, o quieren representar, o creen representar, o quienes se sienten representados, o tienen cierta referencia aspiracional.El rector asume que, dando la Universidad esta distinción, se distingue a sí misma por distinguir al hijo pródigo, el mejor de una ciudad que se hizo a sí misma, bla, bla, bla…Y quien recibe la distinción se define como "aristócrata" de una "aristocracia espiritual" (que es la única aristocracia, agregó —creo— con cierto pudor al escuchar sus propias palabras). ¿Quiere decir que la Cultura que se distingue es la "aristocrática"?En definitiva, quien quiera distinguir o distinguirse, que lo haga.Ojalá se distinguiera a todos y todas los y las laburantes de la Universidad con lo mínimo, que es el respeto a los trabajadores. Ojalá que aquel sueño de "mi hijo el dotor" de una clase ninguneada de principios del siglo pasado no se haya convertido hoy en esa élite que solo ve el mérito de unos pocos.Ah, también el distinguido dijo haber trabajado solo una vez y poco, que lo suyo no es trabajo… (no me meto con la autopercepción). Sí me preocupa el mensaje: lo que define construye, o algo así.Esto último me da una explicación del porqué ciertos círculos no ven importante el trabajo de quienes nos dedicamos a lo artístico: porque ciertos discursos legitimados no lo ven como trabajo, porque el trabajador no puede hacer nada artístico ni tampoco "Cultura". Solo pueden hacer arte los artistas (consagrados y reconocidos como tales). Y la cultura la puede ejercer el culto (con título, institucionalizado).Las culturas nos constituyen, y si hay una cultura debería ser el conjunto, o el colectivo, de las distintas culturas, y no una sola ejercida por quien toma decisiones.Ojalá tuviéramos espacios de discusión, o cátedras abiertas, que permitan construir una cultura que contenga las distintas Rosarios que hay hoy, pero sobre todo que tenga lugar esa Rosario que no se define como tal porque queda fuera del discurso hegemónico.No hablo de las manifestaciones culturales y artísticas que ejercitaremos como seres humanos a pesar de… Hablo de pensarnos cultores de nuestra propia historia social: colectiva, dinámica, plural, inclusiva, democrática.Se ejerce una cultura dominante: "bienpensante", "blanca", "meritocrática", "patriarcal", "fragmentada", "concéntrica", "excluyente".Propongo un espacio, a partir de febrero de 2026, a construir para debatir, cuestionar, pensarnos desde las Culturas.El eje principal: generar un espacio transversal, multidisciplinario, intergeneracional, con perspectiva de género y basado en los Derechos Humanos universales, que vaya dando cuenta de nuestra ciudad con una mirada plural y democrática.Quien se quiera sumar me escribe a: christianalvarezteatro@gmail.comChristian ÁlvarezActorEgresado de la primaria de la Escuela N.º 71Dr. Francisco de Gurruchaga




