Por: Eduardo Blaustein
Hay una escena en Blazing Saddles de Mel Brooks, en la que el comisario negro, para zafar del linchamiento de la horda blanca, hace una jugarreta a lo Bugs Bunny: se toma del cuello como si un villano lo estrangulara, se pone una pistola imaginaria en la sien, retrocede unos pocos pasos dramáticos tratando de zafar de su captor inexistente. Se muestra absolutamente indefenso, a punto de ser matado de un modo miserable. A ese estilo de Pato Lucas, lastimeramente diciendo adiós mundo cruel, me hizo recordar la campaña “TN puede desaparecer”.
A esa vuelta del círculo hemos llegado en el debate por la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual. Y mientras rueda la bola en el Senado, tengo ganas de retomar la discusión en el punto en que la dejó Reynaldo Sietecase en este diario cuando les pidió a ciertos políticos –lo pongo en mis palabras– que no finjan que cuidan nuestras libertades, las de los periodistas. Permitan que sume a los empresarios de medios.
Para empezar: esto no se trata del pequeño dramete de trece periodistas del cable y su elenco fijo de 37 políticos entrenados como perros para salivar en pantalla. Esto no es un tema de coyuntura para la sección Política. Esto no tiene que ver con el derecho a la información entendido como espectáculo o entretenimiento. El derecho a recibir y producir toda la comunicación y la cultura que necesitemos es un asunto que corresponde no sólo a los periodistas, sino que pertenece minuciosamente a cada uno de nosotros, y no como receptores tontitos esperando maná de la heroica raza de los periodistas, de esa “prensa” (dicen “prensa”, no dicen holdings) que lejos de la sinonimia con la transparencia republicana es baluarte de la opacidad de los poderes económicos, incluyendo las peores transacciones con la política y el Estado.
Para esta discusión, el pobre y muy manoseado concepto de “libertad de prensa” atrasa 200 años, por mucho amor, respeto y cariño que les pongamos a Mariano Moreno y la Revolución Francesa. Para esta discusión, no alcanza con enojarse con Ernesto Tenembaum “que defiende a Clarín” o con Víctor Hugo “que apoya al Gobierno”. Esto, con suerte y viento a favor, debería ir mucho más allá del estrecho presente histórico, del gobierno que nos toque deplorar o apoyar.
Esto tiene que ver con el mapa de las culturas que forjamos en tiempos largos. Casi el 70% de los programas de aire que circulan en toda la Argentina no son más que retransmisiones de lo que mandan los canales porteños. El 83% de esa producción corresponde a lo que emiten apenas dos canales de Buenos Aires: Telefe y Canal 13. Los datos corresponden a un seguimiento que viene haciendo regularmente el Comfer y reproducen viejos trabajos pioneros sobre porteñocentrismo hechos por dos de los mejores estudiosos de la comunicación masiva en la Argentina: Aníbal Ford y Margarita Graziano, ambos formadores de generaciones.
Otros dos de los mejores comunicólogos contemporáneos, Martín Becerra y Guillermo Mastrini, acaban de publicar un libro auspiciado por una institución de periodistas peruanos liberal-progres, Los dueños de la palabra, que dice que hacia 2004 sólo cuatro operadores de las industrias infocomunicacionales argentinas concentraban el 84% de la facturación y el 83% del dominio del mercado.
Va de nuevo: ésta debería ser una discusión estratégica sobre un problema de las sociedades contemporáneas de todo el mundo y de la sociedad global y de nuestro lugar en el mundo, un problema civilizatorio hoy y a futuro.
Esto tiene que ver –lo dice el primero de los 21 puntos de la Iniciativa Ciudadana por una Ley de Radiodifusión de la Democracia– con el derecho humano de buscar, investigar, recibir y difundir informaciones, opiniones e ideas. Pero también tiene que ver con los impactos tecnológicos. Con el desarrollo económico. Con la integración territorial, social y cultural. Con un sentido extenso de cultura que incluye modos de vida, sistemas de valores, identidades, sentidos de pertenencia, proyectos de futuro. Con un mapa comunicacional que consolide o ayude a cerrar las fracturas sociales generadas por la brecha digital, se hable de acceso a la información, a la cultura o a la ciudadanía.
Sí, esto abarca a TN y al pánico que el Grupo Clarín transmite en su tropa. Pero también a Tinelli y la telebasura; a nuestro cine, nuestra música, nuestras industrias culturales; a nuestros modos de representarnos y discutir qué es lo primero que tenemos que discutir como sociedad; al triple play y los pueblos originarios; al satélite y el portuñol que se habla al este de Misiones; a lo que mira el reventado que se da con paco y el reventado que se da con información económica reservada; a las radios comunitarias o a la articulación entre las universidades y la gente. El buen derecho de un periodista de ganarse el sueldo puteando a un gobierno (¿a la empresa privada no?) es un pedacito, un poco ínfimo, del debate.
Hay otro modo de decirlo y es contrariando levemente al coqueto Caparrós de contratapa. El coqueto Caparrós, en estos días ha fingido elegante sorpresa por la centralidad de este debate (“como si el problema decisivo de la Argentina actual fuera quién maneja las radios y las televisiones”). Ha fingido hasta donde ha podido: pues dificultosamente, y tierno, terminó enseñando un cierto ¿entusiasmo? por el asunto, cosa que Caparrós difícilmente se permite y mucho menos delante de todo el mundo. Como que amenaza sugerir que hay, que debería haber, discusiones más trascendentes que ésta. Y claro que las hay. Pero con un problema: todas y cada una de las discusiones que tenemos las tenemos por los medios, en el paisaje, los lenguajes, los formatos de los medios que hoy tenemos, que, a veces, son un poco espantosos. Incluyendo a los que –ahora dicen– pueden desaparecer.
Fuente: Crítica de la Argentina