Sus columnas en el diario Crítica aportan una mirada lúcida sobre la Ley de Medios. Desde el progresismo hasta los próximos dos años del gobierno de Cristina y los intelectuales de derecha, en una charla a fondo. Y además, el día en que se convirtió en un campesino revolucionario.
Por: Diego Rojas
Las agitadas aguas del debate que recorre la Nación confirman que la política regresó. Y, como marca la tradición, los escritores no esquivan la polémica. Martín Caparrós menos que menos. Sus columnas en Crítica son leídas, discutidas, replicadas en blogs y aprobadas o denigradas por ese grupo social de comentadores de noticias que pululan por la red. Sus textos sobre la Ley de Medios, que el escritor apoya, merecieron estas intervenciones masivas. Acaba de publicar Una luna, crónicas de viajes que nacieron como un obsequio a quienes festejaron con él sus cincuenta años y que, a pedido de sus amigos, decidió publicar como libro. Política, la intelectualidad derechista, el progresismo, Clarín, los próximos dos años del gobierno de Cristina y la actualidad de la crónica formaron parte de la charla con Veintitrés. Además, el momento en que se transformó en un campesino revolucionario ruso.
¿Sus columnas representan a cierto progresismo?
Detesto la palabra progresismo. Es uno de los eufemismos más infaustos de una época plagada de eufemismos. Es la forma en que se llaman aquellos que temen llamarse de izquierda y no querrían pensarse como centroizquierdistas o gente que acepta el statu quo pero que le resulta un poquito desagradable, pese a todo. Me gusta mucho menos “progre”. Así que para empezar recuso esa acusación (risas). No creo que represente a nadie con lo que escribo. Ojalá haya gente a la que le interese, o se identifique, o que, por el contrario, le moleste lo suficiente como para repensar lo que cree que piensa. Pero no es mi intención representar a nadie. En este momento de polarización muy fuerte, no sé cómo podría estar con uno u otro polo. Ni con Clarín, De Narváez, La Nación, Macri, Perfil, Carrió. Pero claramente tampoco estoy de acuerdo en cómo el kirchnerismo gobierna la Argentina. Intento que mi discurso produzca reflexión en tanto los otros dos discursos no la producen, sino que remachan sobre ciertas certezas conocidas.
Y parecen funcionar del mismo modo: o se apoya todo, o se es el enemigo.
El kirchnerismo funciona así y el gorilismo también. Es curioso cómo ha vuelto el gorilismo con una fuerza significativa después de haber desaparecido por treinta años. Tiene un discurso muy similar al de las señoras bien que se asqueaban con Eva Perón. Y conforma a su alrededor un bloque social y cultural y fuertemente económico.
Con “cultural”, ¿se refiere a Aguinis, al grupo Aurora?
A Aguinis la palabra “cultural” le queda extremadamente holgada. Y la palabra “intelectual” le sobra por todos lados. Aguinis es la expresión más caricaturesca de todo eso. Pero no son un “think-tank”. Más bien son un “slogan-tank”: producen consignas, slogans, gestos.
Sin embargo, Beatriz Sarlo escribió en Clarín sobre los peligros que según ella acarrea la Ley de Medios. No se puede objetar que Sarlo es una intelectual.
Ah, mirá, venía muy derechita en La Nación, me sorprende que escriba en Clarín.
Estas manifestaciones, ¿significan un retorno de la política?
Hay una vuelta de la política porque se vuelven a debatir cosas que se habían dejado fuera del campo del debate: la distribución de la riqueza, las formas del poder, el rol del Estado. Me apena que el kirchnerismo, un sector con el que podría identificarme más en ese debate, lo hace desde una práctica que contradice su discurso. Hay un retorno de la política, pero los dos interlocutores centrales me resultan ajenos.
¿Ese retorno abarca al gorilismo?
Es raro cómo funciona. Está más hecho de gestos que de ideas. El gorilismo le reprocha esa gestualidad, esa apariencia, más que las ideas. Le reprocha el supuesto autoritarismo, las supuestas amenazas a la libertad, cuando se refiere a una supuesta corrupción.
¿Supuesta?
Es muy probable, pero no es lo que me interesa dilucidar en la acción de este gobierno, no me parece decisivo. Sin embargo, en medio de los disparates, Aguinis recupera la idea de que el Estado no puede ni sabe ni debe administrar, como se decía en los ’90. A eso habría que prestarle atención, no cuando habla del dictador democrático, sino a esta punta de lanza de un proyecto reprivatizador, de ataque a los mínimos avances que hizo el Estado en estos años. También pasan cosas curiosas: un sector alineado con el gorilismo corre al Gobierno con la cuestión de la pobreza y se posiciona a su izquierda. Es sorprendente que suceda esto con un gobierno que se plantea como de centroizquierda o algo por el estilo.
En Crítica planteó posiciones sobre la Ley de Medios. Hoy, ¿qué piensa del asunto?
Escribí en esas columnas que me sorprende que, desde hace un mes y medio, en la Argentina no hay nada más importante que la propiedad de los medios de comunicación. Creo que el país tiene problemas infinitamente más urgentes. Es un problema grave, pero no como para que un gobierno dedique todos sus esfuerzos al tema. ¿Por qué no aprovechan esa energía en otras cuestiones importantes? Creo que hay que empezar a distribuir efectivamente y que se puede actuar con impuestos a la renta financiera, encontrando métodos para que lo recaudado vaya directamente a su destino, y se puedan crear unidades productivas que permitan que los pobres coman todos los días sin depender de la asistencia estatal. También decía que el procedimiento final fue bastante parecido a lo que conocemos por democracia parlamentaria. El Ejecutivo quiere promulgar una ley y necesita en el Parlamento más votos de los que tiene. Unos diputados dicen que podrían votarla, pero no así, sino con modificaciones. El Ejecutivo revisa su ley, la cambia y con esas modificaciones recibe el apoyo de otros sectores. Es el clásico modelo de democracia parlamentaria y por eso me sorprendía que quienes se bañan en las aguas de la democracia todas las mañanas estuvieran tan molestos con ese mecanismo. Con la ley tengo el mismo problema que he tenido acerca de otras iniciativas kirchneristas. Estoy de acuerdo con la idea pero, por experiencia, desconfío mucho sobre qué van a hacer con esa idea. Me parece bien la ruptura de los grandes oligopolios mediáticos, que se ofrezca a las organizaciones de la sociedad civil un tercio de las frecuencias, el hecho de incrementar la presencia de los medios públicos. Pero temo que usen esas ideas para su beneficio político y personal. Pese a todo, estoy a favor. Me alegra que se vaya a promulgar esta ley. El daño que le ha hecho el Grupo Clarín a la cultura argentina es inconmensurable y si pierde algo de su poder, quizá se aminore también su capacidad de dañarnos y convencernos de que somos cada vez más estúpidos, como ha hecho durante los últimos veinte o treinta años. Quizá sea un exceso de optimismo, pero creo que difícilmente se pueda estar peor que ahora en el campo mediático.
Otro factor de desconfianza es que el Gobierno prorrogó las licencias de esos mismos medios y no sacó la ley en seis años.
Esa es la gran historia que no ha sido contada. Por qué se peleó Kirchner con Clarín. Hay rumores, hipótesis, pero ninguna certeza. Y es obvio que eran fuertes aliados y que de pronto pasaron a ser enemigos principales. ¿Qué pasó? ¿Le cagó una mina, alguno le metió la mano en el bolsillo a otro?
Se podría pensar que la burguesía se reacomoda y apuesta a otros jugadores políticos.
Pero eso siempre se hizo con más suavidad. Tiene que haber pasado algo más brutal.
Algo más novelesco.
Sí. Algo más telenovelesco como para que lleguen a este punto de enfrentamiento.
Luego de la derrota electoral, ¿el kirchnerismo regresa a la idea de transversalidad?
La transversalidad inicial estaba basada en una ilusión fuerte sustentada por millones de votantes y por decenas de políticos del famoso progresismo. Hoy existe más el apoyo de algunos de esos políticos a la Ley de Medios de manera coyuntural. No tiene que ver con una alianza general. Por otro lado, durante estos días esos políticos, Binner, Solanas y otros, tuvieron que dar muchas explicaciones sobre por qué apoyaron esta ley. Muchos votantes, más allá de un análisis fino de sus discursos, los votaron porque eran opositores.
¿Pero no estaría mal una oposición a priori de estos políticos?
Bueno, lo que hicieron fue no ser opositores a priori, apoyaron una ley que les parecía digna de ser apoyada. Pero por otro lado, está la experiencia de políticas desafortunadas por parte del Gobierno y la más actual, que implica que el apoyo a cada medida puntual de este gobierno puede costar muy caro. Van a pensar mucho qué apoyarán y qué no.
Este sector va a tener más diputados y van a ser aliados necesarios para este gobierno en los dos años que restan. Incluso, podrían tratar de imponer su agenda. Usted plantea la necesidad de un impuesto a las transacciones financieras. Si se aprobara una ley de esta naturaleza, ¿cómo se posicionaría respecto del Gobierno?
El problema de todo esto es la sospecha que han conseguido crear en estos seis años de gobierno. Esta ley en septiembre de 2003 habría suscitado un apoyo infinitamente mayor que el que podría tener ahora, porque no habría estado presente el contraste con lo que hicieron con medidas reivindicables para un sector que, una vez tomadas, fueron desbaratadas. Con los fondos de las AFJP hicieron desde campaña electoral hasta manejo discrecional de los fondos. Esa expropiación no se usó para paliar la pobreza, para redistribuir. Ese fue el error de la 125: no decir que iban a aumentar las retenciones al campo porque los hospitales de la Argentina necesitan una inyección de fondos que sólo se puede dar de esa manera. Si hubieran salido con ese discurso, habría sido muy distinto. Sin embargo, siempre estuvo la sospecha, y por experiencia, de que lo hacían para recaudar para beneficio político propio. Ese es el problema con estas medidas tomadas ahora y no cuando se podía creer que querían otra cosa.
La instauración de la sospecha, ¿no es beneficiosa en términos de ciudadanía, para crear un ser político atento?
Sí, puede ser bueno en ese sentido. El problema es que esa sospecha no es sospecha, es experiencia. Sería muy bueno que la ciudadanía estuviera atenta para corregir las posibilidades de desvío, pero otra cosa es que la ciudadanía desconfíe porque ha visto los desvíos. En última instancia, el efecto más desfavorable es deslegitimar medidas muy legítimas porque son tomadas por un gobierno que ha perdido mucha legitimidad. Ese es un problema grave, porque en 2011 es probable que el kirchnerismo acabe y cualquiera que hable sobre la distribución de la riqueza enfrentará carcajadas, sarcasmos y justas descalificaciones, ya que en los ocho años anteriores esas reivindicaciones van a haber quedado deslegitimizadas. Si este gobierno se hubiera dedicado a deshacer el Grupo Clarín sin haberse aliado durante seis años con ellos, se le podría creer. En estas condiciones se hace muy difícil. ¿Qué pasó, un día se despertaron y descubrieron que el país no funcionaba por ellos? O son taimados o son tontos.
Este escenario pone al votante en una disyuntiva, porque todo indica que llegará un momento en que las opciones principales serán el modelo K, que plantea estas medidas, o Macri, De Narváez, Cobos...
El peor efecto del kirchnerismo a mediano plazo es allanarle el camino a esta nueva derecha reprivatizadora y claramente desinteresada de la cuestión social. En el clásico movimiento pendular argentino, es probable que eso pase. Ojalá que cambie ese recorrido. Pero en este momento se puede prever la llegada de Macri, Reutemann o Cobos, todos de la más rancia derecha argentina.
Bueno, hay material como para esperar que estos dos años sean moviditos...
En esa única condición cifro mis esperanzas, pero son pocas (risas).
Una luna, su último libro de crónicas, es muy leído y comentado. ¿Hay una revalorización de la crónica en el periodismo?
Lo cierto es que aparentemente hay una revalorización que, en el medio de esta conversación, me tienta llamar revalorización kirchnerista. Porque mucha gente dice: “La crónica, ese género tan importante que ha revivido” y esas cosas, pero en ningún medio de la Argentina se publican crónicas.
En Crítica hubo un intento...
Al principio y sobre todo en la revista C, que ya se echó atrás. Los últimos números tienen notas cada vez más cortas dedicadas a temas más mainstream. Sí, se habla del retorno de la crónica, pero no sucede. Están cada vez más refugiadas en los libros, que no es su lugar más directo y poderoso, porque los medios no le dejan espacio. A veces se dice que es un género más dinámico que la novela, que está cristalizada: hay muy buenas novelas, muy malas por supuesto, pero no hay ningún intento de reformulación del lenguaje. En las crónicas a veces sucede.
También hay cierto auge de la “literatura del yo”, en la que la experiencia del narrador es la del escritor y se transforma en un material literario directo.
Solía decir que, en la crónica, hay una gran diferencia entre escribir en primera persona y escribir sobre la primera persona. Escribir sobre la primera persona no es crónica, es algo válido, pero es otra cosa. Por eso no llamo crónica a Una luna, sino que es un diario de viaje. Por eso me resulta complicado pensar en la “literatura del yo” como un epifenómeno de la crónica. Pero se puede pensar esa literatura como “crónica del yo”, el rótulo funcionaría. Todo tiene que ver con la imposibilidad de contar el presente, como algo mayor que la experiencia más íntima. Las novelas que más circulan son las históricas, que lo eluden. La “literatura del yo” no lo elude, pero lo acota de un modo que lo deja bastante fuera de la cuestión. La crónica trata de contar el presente, a veces de manera torpe o insuficiente.
Los textos de Una luna fueron realizados en el marco de un programa de la ONU. ¿Cómo fue?
Desde hace cuatro años me contratan para hacer la Edición Jóvenes para el Informe sobre el Estado de la Población Mundial. Es un mamotreto que cada año se dedica a un tema determinado. Desde hace un tiempo decidieron agregarles a las estadísticas y la información dura un sector de relatos de vidas. Entonces me llamaron. Son ocho o diez historias de jóvenes relacionados con el tema central del informe que se publica en seis idiomas.
¿Este año dónde estuvo?
En el Amazonas; en New Orleans por el tema de Katrina; en una isla de las Filipinas; en otra muy chiquitita que es capital de las Islas Marshall, en la Micronesia. Es un lugar muy extraño, de atolones coralíferos en forma de anillo, de 40 kilómetros de largo y entre 80 y 150 metros de ancho.
Un Parque Chas oceánico.
¡Pero con nada adentro! Después estuve en varios países africanos. Son dos meses de visitar lugares inverosímiles.
Se caracterizó como cura para El viaje, de Pino Solanas, y para eso se cortó el bigote. ¿Participó en alguna otra película?
Estuve en El viaje y en Reds. Ahí llegué de casualidad. Vivía en Madrid y un aviso en El País pedía personas de tipo ruso o caucásico para hacer de extras. Averigüé un poco y me enteré que era para Reds, dirigida y protagonizada por Warren Beatty. Fui para ganarme unos pesos y porque estaba profundamente enamorado de Diane Keaton, que era la mujer de Beatty y que también actuaba. Había centenares de personas con un aspecto clásicamente andaluz, de tez olivácea, que se presentaban como caucásicos o rusos y por supuesto me eligieron, tengo antepasados polacos y rusos. Formaba parte de una delegación de campesinos al segundo congreso de la Internacional. En una de las escenas había que cantar “La Internacional” en muchos idiomas. Preguntaron quién podía cantarla en italiano y me postulé. Entonces fui un campesino ruso que cantaba en italiano. La verdad, la pasé bomba. En un descanso fuimos con varios extras a un hipermercado a cuatro cuadras. Era el posfranquismo y cuando vieron entrar a diez o doce guardias rojos y algunos campesinos, hubo un momento de pánico.
¿Conoció a Diane Keaton?
No, no fue a esas escenas la muy turra.
Foto: Néstor Grassi
Fuente: Revista Veintitres