Mempo Giardinelli, La Voz del Interior
Más allá del siempre saludable ejercicio de la memoria que nuestra sociedad ha venido practicando, y teniendo incluso en cuenta que hay todavía una considerable porción de compatriotas que se resisten a admitir el horror impuesto en aquellos años por la junta militar, me parece que la evaluación, hoy, debe pasar no sólo –y quizá no tanto– por lo que sucedió como por lo que está pasando.
Y lo que está pasando es una democracia que desde infinitos ángulos y la más supina ignorancia es bombardeada de manera harto irresponsable.
En democracia ya no es posible la utilización de los militares para hacer golpes de Estado. En democracia ya no es posible usurpar el poder mediante temerarias, estúpidamente audaces seudorrevoluciones o procesos de nombre altisonante. Eso es buenísimo, incluso para quienes abrazan la carrera de las armas. En democracia es evidente –y es lo mejor de esta nación que hoy somos– que podemos expresarnos, y en efecto todo se debate: en cada pueblo, cada esquina, cada conversación. Somos, hoy, un pueblo mucho más alerta, mucho más comprometido y ahora sí capaz de reclamar derechos. Eso también es buenísimo.
Sin embargo –y ésta es la más ominosa acción de los antidemocráticos que nos quedan–, si bien ahora los gobiernos se imponen sólo mediante el voto, también es cierto que aquí se tumban gobiernos mediante insurrecciones estimuladas. Y eso es peligrosísimo. Ya lo vimos en las sucesivas, penosas caídas de Alfonsín, Menem, De la Rúa y Duhalde. Ninguno terminó con prestigio su período y todos acabaron, de alguna manera, corridos por puebladas, saqueos, cacerolazos y descontentos varios.
Ahora mismo estamos viendo que la protesta de los propietarios de campos puede estar desandando ese mismo camino, lo quieran o no, lo sepan o no, muchos de sus protagonistas.
Hay que tener muchísimo cuidado con ello. Porque acaso este país, a 32 años de la más grande tragedia política y social de su historia, podría estar empezando a ser conducido nuevamente hacia abismos insondables.
No es exagerado temerlo ahora, en este nuevo aniversario luctuoso del golpe de Videla, Massera y Compañía, si se observa que ni el Gobierno ni la oposición –cada uno en su miopía– parecen advertir la gravedad del asunto.
La Argentina de hoy es también una nación trastornada, y está en mucho peores condiciones sociales, educativas y culturales que en 1976.
Cuando ya no hay golpes de Estado –ni golpes de mercado como los que tumbaron a Sourrouille, Machinea, Cavallo y tantos otros ministros de Economía, y nos arruinaron el presente– es imposible no preguntarnos si no estaremos empezando a recorrer nuevos perversos caminos de protesta digitada. Esa es, sin ninguna duda, la peor conducta de algunos argentinos: manipular el descontento.
Esas manipulaciones hacen pie sobre la no siempre inocente confusión entre democracia y políticos que hace que muchísima gente, por pura ignorancia, le facture a la primera los disparates de sus dirigencias.
La situación es gravísima a simple vista: violencias urbanas imparables; protestas salidas de cauce; y la sublevación de hecho de las policías de todo el país, que no cumplen su rol o lo mal cumplen haciendo la plancha o la vista gorda (lo que también es golpismo de pura cepa).
Súmesele la sordera de una oposición que ya era ciega, y sigue sin ofrecer alternativas serias frente a un gobierno que parece cada vez más autista y autocomplacido.
Que no se diga –después de la tragedia que pudiera estar esperándonos aquí nomás– que la culpa es de la democracia.
Que no se admita que los cavernarios repitan —como ya lo hacen— que "aquí lo que hace falta es poner orden".
Que no se quejen los necios repitiendo tonterías como que "aquí nadie hace nada" y demás lugares comunes del inagotable manual de pavadas argentinas.
Hay una inmensa mayoría de argentinos y argentinas atentos y memoriosos que saben que la ignorancia no da derechos. Para ellos, para todos, me parece que el desafío fundamental en este turno consiste en sacudirse la modorra y ponerse activos para recordar un día nefasto, sí, pero con el compromiso que nos impone nuestra castigada pero firme democracia, que sigue siendo lo mejor que supimos conseguir.