Por Beatriz Busaniche (*) Los formatos en los que almacenamos nuestra información son un tema importante y tienen un valor estratégico. No sólo por lo que significa el hecho de perder acceso a información valiosa sino por el efecto de red que estos usos provocan.
Escribir documentos de texto, planillas o presentaciones es algo que millones de personas hacen. La acción de “guardar como” se ejecuta casi automáticamente y sólo se plantea la cuestión de qué nombre poner al documento. Hay algo más en ese “guardar como” que la gran mayoría de la gente no advierte: el formato de la documentación.
Otra escena común. Muchas personas usaban computadoras hace 10, 15 o 20 años. Y la mayoría de ellas sabe que los documentos que guardó en aquellos años ya no son accesibles y están perdidos para siempre, no importa cuan valiosos sean.
Los formatos en los que almacenamos nuestra información son un tema importante y tienen un valor estratégico. No sólo por lo que significa el hecho de perder acceso a información valiosa sino por el efecto de red que estos usos provocan. Usar un formato privativo obliga a aquellos que lo reciben a utilizar el mismo software que lo produjo. Hay intereses económicos en esto, no sólo técnicos.
Que una empresa tenga el poder de definir qué pasará con nuestros archivos a futuro no es un tema menor. Si guardamos la información en formatos privativos sometemos nuestros documentos al arbitrio y los intereses de la empresa proveedora que puede discontinuar el producto, no dar más soporte al formato o simplemente desarrollar software cuyas versiones nuevas son incompatibles con las antiguas.
Ni hablar de los problemas que esto trae cuando se trata de documentación que el Estado administra y requiere ser conservada durante 50, 100 o más años o documentación con la que obliga al ciudadano a adquirir software de determinada marca para que sea accesible.
Es nuestra memoria social la que está en riesgo. Hoy en día somos capaces de interpretar documentos de generaciones ancestrales y perdemos irremediablemente documentos escritos hace 10 o 15 años. La solución está entre nosotros y es muy simple: Es la adopción y uso masivo de estándares abiertos en documentos. Un estándar abierto es aquel que tiene especificaciones públicas y se puede implementar libremente, está libre de patentes y otros monopolios que dan ventajas a un proveedor sobre los demás, está soportado por múltiples aplicaciones y está mantenido por múltiples actores del sector.
ODF, estándar ISO 26300 para documentos de oficina, es el único que cumple con estas condiciones en su campo. Es fácil prevenir la pérdida de datos y mantener la información en un formato abierto, libre y estándar. Es fácil usar Open Office u otras aplicaciones libres. Es fácil. ¿Por qué no empezamos a hacerlo?
(*) Miembro de Fundación Vía Libre y docente de la Universidad de Buenos Aires.