Fue protagonista de uno de los casos más polémicos de los últimos tiempos, cuando la condenaron a 14 años de prisión por haber matado a su hija recién nacida. Pasó los últimos cinco años detenida en Jujuy, donde hace unas semanas recibió a La Nación Revista. La historia de Romina Tejerina como nunca se contó.
Una mujer antigua, el rostro roto de furia, lleno de pecas, grita perra, perra, perra, hija de perra, perra, perra. La empujan, la sacan a empujones de la sala.
Eso ya pasó. Ahora sólo se escucha el tironeo doloroso de la respiración de una mujer de veinte años vestida de beige, y la voz:
–En la ciudad de San Salvador de Jujuy, República Argentina, a los 10 días del mes de junio de 2005 y siendo horas 13 y 30 minutos, la Sala Segunda de la Cámara Penal de Jujuy...
La voz describe a los allí presentes: los vocales, el juez, la fiscal, la procesada.
–En el expediente numero 29/05, “Romina Anahí Tejerina, homicidio calificado, San Pedro”, luego de producidas las deliberaciones y por unanimidad fallan:
La voz respira en los dos puntos, y cae sin ímpetu sobre la siguiente frase:
–Punto uno: condenando a la procesada, Romina Anahí Tejerina, a cumplir la pena de 14 años de prisión por resultar ser autora material y responsable del delito de homicidio calificado por el vínculo, mediando circunstancias extraordinarias de atenuación...
Romina Anahí Tejerina, veinte años, vestida de beige, busca, entonces, la cara de la mujer antigua, Elvira Baños de Tejerina, su madre. Pero su madre no está: la han sacado de la sala por gritarle “perra” a la fiscal que pidió, para su hija, una pena de 25 años de prisión. Romina Anahí Tejerina busca, entonces, la cara de su hermana, Mirta Tejerina, de 46 años, docente, militante gremial. Pero su hermana tampoco está: la han sacado de la sala por gritar en contra de los jueces, de la fiscal. Romina Anahí Tejerina busca, entonces, lo único que le queda allí de familiar y encuentra a un hombre con sequedad de máscara que baja la cabeza y aprieta los ojos. Y cuando Romina Anahí Tejerina ve a su padre, empieza a llorar.
Diez minutos después, frente a micrófonos y cámaras de televisión, Elvira Baños de Tejerina dice, la voz agudizada por el llanto:
–La justicia divina me tiene que hacer justicia a mí. Mi hija... Nos han castigado como ellos han querido... Por Dios y la Virgen.
Mirta despotrica contra los jueces, contra la fiscal, y llora. Erica, la hermana del medio, llora. Florentino no dice nada.
Eso es todo. Es 10 de junio de 2002.
Es 2008 y hace dos meses que llueve en la provincia de Jujuy. El camino que lleva hasta la Unidad Penal Número 3, una cárcel de mujeres que comparte predio con la Unidad Penal Número 2, de varones, es barro puro. A un lado y otro hay alambre, y un paisaje que insiste en la inocencia: eucaliptus, árboles frutales. La Unidad 3 es una cárcel chica: hay 21 mujeres, algunas con sus hijos. El edificio tiene forma de U, celdas en torno a un patio con altar donde podría estar la Virgen, donde quizás esté. La entrada es un portón de rejas verdes, candado y pasador. Adentro, a la izquierda, hay una sala chica con tres ventanas. Dos dan al exterior y una hacia la prisión. Todas tienen rejas. La sala se llama “la sala de la televisión” y tiene un televisor.
–¡¡¡Tejerinaaaaaaaaaa!!! –grita una celadora vestida de gris plomo.
–Hola.
Romina Tejerina tiene los modos de las misses: da un beso y se acomoda el pelo detrás de la oreja.
–Uy, mirá qué lindo pajarito.
Al otro lado de la ventana, sobre la enredadera apretada a la reja, hay un zorzal.
Roberto Fernando. Así se llama el perro de Romina que Mirta Tejerina cuida en la casa de Alto Comedero, el barrio de las afueras de San Salvador donde vive con su hermana Erica desde 2004.
–Ahí lo tenemos al Roberto, para cuando la Romina salga.
La casa es la más coqueta de la cuadra, con plantas, toldo a rayas verdes y auto blanco en la puerta. Mirta es profesora de filosofía y psicopedagogía, tiene 46 años, el pelo corto rubión. Sus padres, Elvira y Florentino, se conocieron en el ingenio Río Grande. Allí vivieron durante años y tuvieron a los dos primeros hijos: Mirta y César.
–La vida en el lote del ingenio fue hermosa, pero difícil. Yo no me olvido de los cañazos de mi papá. Me daba cañazos por cualquier cosa. Igual, la de los golpes era más la mami. Mi papi lo que hacía era la agresión verbal. Si usaba tacos, si me ponía maquillaje. Por todo me decía que era una prostituta.
Mirta ya era adulta cuando la familia se mudó a San Pedro, la segunda ciudad más importante de la provincia. Allí su padre consiguió trabajo como recepcionista en el hotel Vélez Sarsfield, y nacieron dos hermanas más: Erica y, un año y siete meses después, el 24 de junio de 1983, Romina. Todos vivieron bajo el mismo techo hasta que Mirta cumplió casi 40.
–Sentí que tenía que crecer, que independizarme. Así que salí a buscar casa.
Y la encontró: en el barrio Santa Rosa, en la esquina de Polonia con República del Líbano. Era un chalet blanco con jardín al frente, adosado a otro exactamente igual donde vivía una familia de apellido Vargas. Se instaló allí y, para dar a sus dos hermanas lo que ella no había tenido (la posibilidad de una adolescencia leve) las invitó a vivir con ella. Las dos dijeron que sí.
–La Romi era negociadora. Decía “te hacemos esto si nos dejás ir a tal lugar, o al baile”. Yo me pregunto si no pude haber incidido en lo que hizo. Yo decía: “Si alguna de las tres sale embarazada, ese niño va a nacer”.
Romina Tejerina tiene pelo lacio brillante ala de cuervo natural que insiste en teñir de chocolate oscuro. Los dedos morenos de gestos elongados, los zapatos de charol negro, la camiseta azul eléctrico.
–De chiquita era muy tímida. En el jardín me hacía la pis y mi mamá me llevaba a mi casa a coscorrones. Después me solté, pero ya no soy la misma de antes. Ahora cocino, lavo. Por eso digo, capaz que Dios me puso acá por algo. Yo me escapaba del colegio y me iba a los videojuegos. Pero mi papá era tremendo. Decía que si salen a bailar son putas. Y estaba todo el día con qué dirán los vecinos si ustedes vienen embarazadas.
San Pedro es una ciudad de ochenta mil habitantes y fama de cierto peligro. La casa donde viven Florentino y Elvira, los padres de Romina, está lejos del centro. En el living hay un aparador, una heladera, un sofá con dos muñecas de ojos tiesos. Florentino ya no lleva el pelo cano, sino pintado en una espuma negra y sólida. A sus 73, trabaja como recepcionista de hotel, de 22 a 8.
–Con la Romina mucho gasto tenemos, y con la jubilación no alcanza.
–Uno por darle el gusto, ¿ve? –dice Elvira–. Esa chinita es terrible. Siempre con la ropa. No le importa otra cosa. Medio vaguita era. A veces yo le decía: “¿Cuántas materias te llevás?” Y dice no, dos, tres. Y a veces le mirábamos el boletín y todas las materias se llevaba.
–Sí, pero no es como dicen que somos violentos. Yo nunca lo golpié. Mi mujer, a veces. No le dejábamos salir, eso sí. Ahora, ya cuando vivían con la Mirta, a mí me parece que por a lo mejor, puede ser que se escapaban para ir a bailar. A pesar de eso yo jamás le dije a la Mirta “vos sos la culpable, por descuido tuyo”. Porque si ella hubiera estado acá, eso no ocurría. Pero ya pasó.
Jujuy no es cualquier lugar. Un informe de la Secretaría de Planificación del Gobierno de la provincia dice que está un 74% por encima de la media nacional en el rubro de delitos contra la integridad sexual y que tiene la mayor tasa de mortalidad materna del país: 16 por mil, seguida por Chaco (13 por mil), Misiones (12) Formosa (11) y La Rioja (10), según datos del Indec. El resto de las provincias tiene tasas por debajo del 7 por mil: eso significa que Jujuy produce más del doble de muertes que la mayor parte, y no precisamente como consecuencia de un parto. Ricardo Cuevas, jefe de la Unidad de Ginecología del hospital Pablo Soria de la ciudad de Jujuy, dijo al diario electrónico Jujuy al día que “muchas de las causas de la mortalidad materna en la provincia son debidas a muertes por abortos”. En ese hospital, hasta 2007 se atendían 3000 casos por año relacionados con esa práctica, pero ese año entraron 1500. Apenas cuatro mujeres a punto de morir por día.
La luz se cuela como una baba fina en la sala de la televisión. Afuera, el cielo parece una bolsa ominosa, a punto de rasgarse.
–Qué flaca sos vos. ¿Qué talle tenés? A mí me encanta la ropa. ¿Vos ya desayunaste? –dice Romina.
–Sí.
–¿No querés comer algo?
Romina sale y regresa con una pila de pasta frola. Corta trocitos con los dedos y se los pone en la boca con elegancia de pájaro suntuoso.
–Mi peso normal era 48 kilos. Ahora peso 51. En el embarazo casi igual estaba. Cuando le conté a la Erica, mi hermana, le dije que no le cuente a nadie. Yo medio como que la tenía sometida. Ahora cambió, porque antes era como una esclava mía. Pero no aumenté mucho. Lo que sí tenía era mucho deseo de sandía. Por eso es que la bebé sale limpita. ¿No ves que dice mi mamá que estaba relimpita? Porque la fruta te limpia.
Es de noche; la lluvia cae con furia. Al barrio de Alto Comedero, donde viven Mirta y Erica, no llegan los remises cuando llueve, así que Erica ha bajado hasta el centro en colectivo y no tiene una brizna de barro en la ropa, melena lisa y negra, ajustada como un casco.
–Ahora estoy más responsable. Antes dejaba todo por salir a divertirme, a joder con Romina. Yo era tímida. Era como su sirvienta, su esclava. Pero cambié. Ya no es como aquellos años de San Pedro, que era bailar, bailar, bailar. Cuando la Romina me dijo lo que le pasaba no sabíamos qué hacer. Nos habían dicho de un médico que le podía hacer un raspado, pero cuando lo fuimos a ver nos dijo que era menor y que necesitaba la autorización de un adulto. Y después no se le notaba nada. Si ella iba al gimnasio con la Mirta hasta el último momento.
Erica estudia enfermería en la Cruz Roja. Allí, dice, ha visto cosas inimaginables. Pero, así y todo, cuando le vienen imágenes de esa noche –ella abrió la puerta: fue la primera que las vio– las aparta.
–Y mirá que yo he visto cosas.
Cada 1° de agosto el noroeste argentino celebra la fiesta de la Pachamama y, en toda la región, se ofrenda a la madre tierra para que prospere ganados y cosechas durante el resto del año. El día que Romina siempre ha mencionado como el día en que empezaron todas sus desgracias es uno de esos días de fervor: 1° de agosto de 2002.
El comedor del penal es grande, con la acústica helada de los gimnasios de colegio. Romina está acodada sobre una mesa, mirando los árboles, la lluvia. Después de una infancia tímida y una primera adolescencia difícil, empezó a tener una vida distinta: igual a la que tenían sus compañeras de colegio.
–Me llevé todas las materias. Con la Erica salíamos a bailar, tomaba cerveza, pero ya cuando me sentía un poco mareadita trataba de dejar.
El 1° de agosto de 2002, cuando todo Jujuy celebraba Pachamama, dice que pasó lo que pasó: que fue a buscar a Erica a un boliche llamado Pacha, que no la encontró, que en cambio un hombre la sacó a la fuerza y que, después de llevarla a un descampado, la habría violado. El hombre habría sido Eduardo “Pocho” Vargas, por entonces su vecino y habitante del chalet contiguo a la casa en la que ella vivía con sus hermanas.
–Volví a mi casa llorando, pero no dije nada. Después no quería salir, de miedo a que me agarre de nuevo el tipo. Todos piensan no, que Romina salía a bailar, usaba polleras cortas, pantalón ajustado. Pero eso no quiere decir que uno quiera... Pero la mayoría de la gente no lo ve así.
El atraso llegó cual alarma lejana. Como era irregular, pensó que podían ser los nervios o la primavera. Después, a medida que pasaron las semanas, un pánico sordo empezó a reclamarla desde el fondo del tiempo para decirle que, ahora sí, lo que más temía estaba sucediendo.
–Entonces le dije a la Erica. Yo veía que me crecía la panza, pero no tomaba conciencia.
Su vida no cambió mucho: salía a bailar, trataba de vestirse con ropa amplia. Los dolores empezaron el sábado 22 de febrero, a la noche, en casa de su hermana Mirta.
–Pensé que no podía ir al baño. Siempre fui seca de vientre. Así que a la madrugada del domingo, como a las seis, le pedí a la Erica que me acompañe a comprar chicles laxantes.
Tomaron un remise, fueron al centro. De regreso, Romina se comió, entera, la tableta de chicles.
–Y eso fue peor. Eso apuró más. Tenía los dolores igual. Horribles. Por Dios, no sabés lo que era. Caminaba así en la habitación y Erica me miraba y yo le decía: “Me voy a matar”. Me estaba enloqueciendo, era horrible.
–No pensaron que podía ser el parto.
–No. Ninguna de las dos. No sabía nada yo de esas cosas. Y ahí fui al baño, porque yo pensaba que iba a defecar. Pero ni ahí. No era eso.
Entró, cerró la puerta, se sentó en el inodoro, parió una niña, la puso en una caja y, cuando se le cruzó la cara de su violador, con un cuchillo le dio no se sabe cuántas puñaladas.
–Lo único que me acuerdo es el llanto de la bebé, y después la imagen de la cara del violador que se me cruza. Ahí es cuando yo agarro ese cuchillo y empiezo... No me acuerdo ni dónde fue ni cómo fue. Totalmente ida. Por eso tengo imágenes así que se me vienen a la cabeza, de sangre, pero trato de no pensar. Erica llegó y dice que yo estaba pálida, ensangrentada.
Mirta pensó que habían abandonado un bebé en la puerta de su casa: entredormida, escuchó el llanto.
El cielo deja pasar los rayos de un sol licuado, enfermo. En el living de su casa, en San Pedro, Elvira y Florentino dicen que la criatura era blanca blanca.
–Ahora vemos a las criaturas de dos, tres años, y decimos mirá como nos hubiese venido de bien la criaturita –dice Florentino.
–Nosotros la hemos puesto en un cajoncito –dice Elvira–. Que han dicho que nosotros la hemos tirado como un perro. Nosotros la hemos puesto en un cajoncito, con vestido y todo. Y la pusimos en un terrenito.
–Yo fui a retirar el cuerpito. Los ojos bien verdosos. Y el color de piel blanca. Bonita.
–Uno ha hecho lo correcto. Y lo correcto, peor es.
–Mucha gente nos dice: “¿Ve?, usted no tendría que haber hecho eso”.
–Claro. Hasta ahora a veces me siento culpable. Porque fui yo que llevé, que agarré con un toallón y llevé y en el hospital me recibieron.
–No, pero yo digo que se ha hecho lo correcto. Hay miles de casos que lo llevan a un cementerio de esos viejos o lo entierran en el patio. Nosotros no.
–Y dicen que tenía 24 puñaladas. Pero en el cuerpito no tenía mucho. La cabecita, nomás, tenía así, pelito y como lastimadito. Y después han dicho que dependía de ella, de la bebé. Que si ella se salvaba la Romina se salvaba.
Cuando Erica abrió la puerta del cuarto de Mirta y le dijo que Romina había tenido su bebé, Mirta corrió sin entender por qué corría. Después vio un charco rojo y a Romina atrás de la cortina del baño.
–Corrí a llamar por teléfono a la vecina de mi mami para que mi mami venga urgente.
–Chillaba fuerte la bebé –dice Elvira–. Y la envolví en toallones; dice que iba con la placenta, y nos hemos ido con la Mirta al hospital.
–Nos fuimos al hospital. Y ahí surge el nombre de la bebé, Milagros Socorro.
–Yo me quedé higienizándola a la Romi, y ella decía que se quería ir, como que sospechaba algo –dice Erica–. Decía: “Vamos, vamos”. Y yo le decía: “No sé, mamita, dónde te vas a escapar”. Y no dijo nada más. Y después volvió mi hermana y la llevaron al hospital.
Mirta y Elvira llamaron a Florentino, que, si le quiso pegar, no tuvo cómo: cuando llegó al hospital, Romina ya estaba detenida, con custodia.
–Cuando le pregunté a la doctora –dice Mirta– me dijo que había tenido que actuar bajo deber y que por eso llamó a la policía. Mi hermanita me ha echado en cara, sí, como diciendo que porque nosotros hicimos lo que hicimos ella está ahí. Pero hay que entenderla. Eso lo decía en momentos de mucho dolor. Ahora ya no.
Milagros Socorro Tejerina murió el 25 de febrero. Romina Tejerina permaneció dos semanas en el hospital y fue trasladada a una comisaría de San Pedro. A mediados de abril la llevaron a la Unidad Número 3, donde estuvo los últimos cinco años.
–En la causa de violación nosotros pedíamos producir determinadas pruebas –dice Mariana Vargas, la abogada defensora de Romina Tejerina–, pero ellos nos planteaban que eran inconducentes y presentaban otras, en general menos científicas, con el fin de probar que Romina mentía.
En el mes de agosto de 2003 el hombre a quien Romina señaló como su presunto violador fue detenido durante 23 días y, en el juicio que se inició en su contra, fue sobreseído.
El juicio oral por la causa de homicidio comenzó el 5 de junio de 2005 y se extendió hasta el día 11. La perito de parte María Teresa Fernández determinó que Romina no era consciente de sus actos porque padecía estrés postraumático, producto del ataque sexual, y que, al momento del nacimiento, estaba en estado de psicosis aguda; la fiscal Liliana Fernández de Montiel consideró que no había “prueba alguna que sostenga que la beba haya nacido producto de una violación”, sostuvo que Romina había actuado en pleno dominio de sus facultades y pidió 25 años de prisión. La defensa pidió la absolución.
–El eje de la fiscal –dice Mariana Vargas– fue que una piba que iba a bailar, que se ponía una pollera corta, en realidad provocaba una violación. Y toda piba que haga eso, que es la mayoría de la juventud, si la violan, que se joda.
Finalmente, los jueces Antonio Llermanos, Héctor Carillo y Alfredo José Frías consideraron que la joven había vivido una “infancia plagada de violencia tanto física como moral”, que “se encontraba sola esperando un niño sin padre [conocido]” y que “no tenía apoyo familiar”. Gracias a esos atenuantes la condenaron a 14 años de prisión. Desde entonces, diversas organizaciones feministas de la Argentina y del mundo organizaron marchas por la liberación de Romina Tejerina. En 2005, León Gieco incluyó en su álbum Por favor, perdón y gracias la canción Santa Tejerina , y Miguel Míguez Agraz, abogado defensor de Eduardo “Pocho” Vargas, acusó a Gieco de “apología del delito”. Actualmente, la causa está siendo revisada por la Corte Suprema. Al cierre de esta edición, aunque era inminente, aún no se conocía con certeza el resultado. Las posibilidades eran tres: la absolución y la libertad inmediata; la reducción de la condena y, por tanto, la libertad inmediata; la confirmación de la condena.
–Así es.
Romina mira el suelo. Son las cinco de la tarde y ella, como todos los días, ha dormido la siesta, larga.
–Ahora ya estoy acostumbrada, pero acá lo pasé mal cuando llegué. Yo venía con una valija que pensaba que esto era, no sé, a la casa de Gran Hermano . Me dieron una manta llena de chinches, y al otro día me desperté hecha un monstruo. Yo, que nunca había hecho nada, me mandaban a lavar las ollas, cortar el pasto con machete. Y de “guasa” no me bajaban. Acá, a las que están presas por matar a sus hijos les dicen “guasa”. “Asesina”, “comeniños”, me decían. Me habían puesto en el pabellón de las madres para ver cómo yo me relacionaba con los chicos. Y las madres me miraban raro. No me querían dejar con los chiquitos. Yo les decía “no soy un monstruo, no soy mataniños”. Yo hice lo que hice porque me pasaron muchas cosas. Pero no porque hice eso ahora voy a matar a todos los niños que encuentre.
El nene es cilíndrico, simpático. Se llama Tomás, tiene un año y corre hacia Romina, sentada sobre un tapial en el patio de la Unidad 3. Grita “ma, ma, ma, ma” y se estrella contra las piernas de Romina, que lo alza y le da besos en los mofletes enrojecidos.
–Es el hijo de la chica que está conmigo en la celda. A veces me lo deja y viene mi familia y mi papá se va a jugar a la pelota con él, y yo lo miro y digo “chu, cómo cambió todo”. La verdad que me hubiera gustado tener a la bebé y que todo hubiera sido diferente. Y yo le digo a mi mamá que cuando salga seguro me hago un bebé para que tenga un nietito.
–¿Tu mamá qué te dice?
–“Vos tenés que estudiar.” Me da bronca cuando hablan mal de mi familia, porque yo antes le planteaba a la Mirta por qué había hecho eso, que si no fuera por eso yo no estaría acá. Y ella dice: “¿Pero vos qué querías?, ¿que quede como que no pasó nada?, ¿sabés el cargo de conciencia mío y tuyo y de toda la familia?” Tiene razón. Mi familia intentó salvarle la vida, y eso muchos no lo ven. Uy mirá.
Al otro lado del alambre, sobre los árboles de frutos que no tienen fruta, un rayo blanco: una paloma.
–Acá tenemos una superstición. Que cuando viene una palomita blanca es que alguien va a salir en libertad. Ojalá esa paloma sea para mí. Yo reconozco que hice las cosas mal, pero lo tendrían que haber detenido también al violador. Y yo no merecía la cárcel, porque lo que hice fue por todo lo que me había pasado. ¿Vos tenés hijos, sobrinos? Mi hermana Erica tiene su novio, ¿te contó? Yo le pregunto cuándo te viene, le digo cuidate, que si lo hacés con preservativo, ¿ves? Si mi hermana la Erica se queda embarazada, y ella no se anima a decirle a mi mamá, yo de una le digo.
–¿Y si ella te pide que no cuentes, ¿no te parece que la vas a traicionar?
–Sí, pero es mejor que sepan ellos antes de que mi hermana haga cualquier locura. Aparte, me encantaría.
–¿Qué cosa?
–Tener un sobrino. Yo le digo a la Erica: “Andá acelerando eso, mamita, porque se te van los años, eh”. Hace falta un baby en la casa. Me da miedo tener otro hijo a mí. El dolor ese es horrible. Me da miedo por el dolor y por la reacción mía. Porque no sé si estoy preparada para ser madre. Pero a mí me parece que va a ser completamente diferente tener un bebé con la persona que yo quiero que tener un bebé con un persona que te agarra a la fuerza. ¿Mañana volvés?
–Sí.
–Mañana te muestro el libro que estoy escribiendo.
El libro es un cuaderno de colegio. En la tapa, una jirafa amable, y sobre su rostro amarillo, el nombre en lapicera: Romina Anahí Anahí Anahí. En los márgenes, la misma frase escrita con diversa caligrafía: “La libertad es un lujo que no muchos se pueden dar”.
–¿Lo querés leer? –pregunta.
–¿En voz alta?
–Sí.
–Bueno. “Soy Romina Anahí Tejerina. Nací el 24 de junio de 1983. Tengo 23 años. Era una niña muy timida...”
–Era un desastre. Me hacía la pis. Mirá, pasá más adelante.
–“Tenía unas ganas de decirle a mis padre que iban a ser abuelo, pero a su vez también tenía miedo, no me animaba porque siempre decía que si nosotros llegábamos a estar embarazadas nos iba a echar de casa. Ese 23 de febrero, estaba con mi hermana y ya estaba con un poco de dolor de panza. Hasta que en un momento le digo a la Erica que me acompañe a comprar chicles laxantes. Para mí era porque estaba seca de vientre. Llegué a mi casa, tomé una tableta para ir al baño, me moría de dolor, luego me senté en el inodoro y expulsé. Sentí el llanto pero lo sentía lejos de mi. Miré hacia abajo y...”
–¿No tenés caramelito?
–Chicles de menta tengo.
–Bueno.
–“Miré hacia abajo y se me cayó la bebé y inmediatamente se me puso la cara del violador. Agarré un cuchillo y pensé...” ¿Qué dice acá?
–A ver... No sé.
–“En ese momento me puse detrás de la cortina del baño. Luego la llevan a la beba al hospital y después me volvieron a llevar a mí. Cuando entré a la maternidad yo senti el llanto del bebé. Va a verme mi mamá al hospital y me dice que mi bebé ya había fallecido. Me puse mal. Eso ya implicaba muchas cosas.”
Hay páginas arrancadas, una lista de compras (espiral, guantes, pasta dentífrica, una máquina de afeitar, dulce de leche, una pinza de depilar, azúcar, jugo, yogur, bizcocho, jabón de tocador), y una anotación: “Anoche tuve una pesadilla muy fea de un gato que me quería sacar de la cama”.
–Horrible. Yo gritaba: “Salvame, mamá”. Pero no me salía el grito.
Hasta 1994, el infanticidio estaba previsto en el artículo 81, inciso 2 del Código Penal, que atenuaba la pena a la mujer que asesinaba a su hijo dentro de los 40 días posteriores al parto, considerando los delitos sexuales contra las mujeres como una mácula en el honor de sus esposos. Por reclamo de varias legisladoras el artículo fue abolido. Eugenio Zaffaroni, hoy ministro de la Corte, fue el primero en advertir sobre el riesgo que implicaba la abolición, quizá porque sabía que lo que en Palermo o Barracas ya no es deshonra, sigue siéndolo en buena parte del territorio nacional. Sea como fuere, la figura de infanticidio quedó derogada, el delito se tipificó como homicidio calificado por el vínculo, la condena trepó de tres años a cadena perpetua y Romina Anahí Tejerina está donde está –o estuvo donde estuvo–, entre otras cosas, por eso: porque lo que hizo lo hizo después de 1994.
–Ayer con mi mamá hablábamos del tema del cementerio. Yo estaba pensando si lo pueden trasladar, me entendés, a la nena, al cementerio de la Mendieta. Porque si yo salgo, que ojalá que sí, en el cementerio de San Pedro, donde está, me voy a encontrar con cada una cuando vaya.
Mi hermana me dice que me van a tener que poner una guardia, que me voy a tener que disfrazar. Pero yo no quiero entrar disfrazada. Yo quiero ir tranquila. Yo quiero estar un rato ahí tranquila. Yo sé que eso me va a tranquilizar un montón. Porque, sea como sea, salió de mí, salió de mi vientre, y yo necesito ir al cementerio para pedirle perdón y muchas cosas.
Mira los árboles, dice “mirá la paloma, ojalá sea para mí”, pregunta si esas botas son caras, si “me prestás cinco pesos para una gaseosa”.
–Hay un viejito que cuida el cementerio, y dice que le pide a la bebé, y es remilagrosa. Y por ahí me pongo a pensar y digo me hubiera gustado que ella estuviera conmigo, o pienso que podría haber tenido cinco años, estaría caminando y estaría yendo al jardín.
–¿Te cuesta llamarla por el nombre?
–No. Milagros Socorro. ¿Ves?
–Sí.
Por Leila Guerriero, lguerriero@lanacion.com.ar
Fotos: Graciela Calabrese
Enviadas especiales a Jujuy