Por Pablo Mendelevich, La Nación
Nada tan amplio como el verbo observar. Uno lo escucha referido a las aves y lo encuentra encantador. Sobre todo si le viene a la mente un observador de chaleco caqui, bermudas y sandalias que apunta a las copas de los árboles con un inofensivo catalejo. Lo mismo sucede cuando lo que se observa son estrellas, que ni se enteran de que alguien les clava el ojo.
"Observar" significa, en estas ocasiones, mirar atentamente. Y gracias. Desde ya que "observar" adquiere un sonido más áspero cuando significa "cumplir lo mandado". Es lo que siempre prometen nuestros gobernantes cuando juran observar y hacer observar la Constitución en cuanto de ellos dependa, fórmula que ganó fama no sólo por la dificultad de algunos presentadores de pronunciar la be seguida de la ese, sino por la abultada estadística de incumplimientos. Por fin, también es posible observar una religión, un precepto: eso ya no significa mirar ni respetar, sino practicar.
"Observar", como se observa, son muchas cosas.
Ahora bien, ¿qué significa observar medios? ¿Equivale a mirarlos, que es, casualmente, para lo que están hechos? ¿Le está permitido a un observatorio de medios hacer observaciones con el fin de que los observados -a diferencia de lo que sucede con pájaros, truenos y estrellas- corrijan sus imperfecciones? Y si así fuera, ¿cómo se sabe qué son imperfecciones y qué es, simplemente, producto de su naturaleza autárquica? Cuando Cristina Kirchner dice que quiere abrir, o relanzar, el Observatorio de Medios de Comunicación, contra las prácticas discriminatorias, ¿qué quiere observar? ¿Y en cuál acepción del verbo quiere hacerlo?
Muchos no se dieron cuenta, pero estas preguntas esenciales ya fueron respondidas por la propia interesada. Palabras injustamente olvidadas las suyas: si se les hubiera prestado más atención, se habrían ahorrado discusiones frenéticas sobre si el Gobierno tiene o no aspiraciones dominantes cuando habla de un inocente observatorio de medios aplicado a la discriminación.
Por empezar, no fueron sesudos estudios de un émulo de Apold, el legendario Goebbels criollo, ni años de planificación lo que alumbró el entusiasmo oficial por el Observatorio, sino que una mañana la Presidenta lo leyó en un diario y mandó a llamar al que hablaba del tema.
Aclaremos que para descubrir esta improvisación no fue necesario esperar a que se ventilaran documentos secretos guardados durante treinta años. Quien revise el discurso presidencial del 4 de abril verá que la propia Presidenta contó que lo había leído el día anterior en el diario. Más aún: como si ella misma se hubiera constituido de manera precursora en un observatorio, advirtió (apostrofó) que sólo un diario (se refería a Página/12) había tenido a bien publicar el pronunciamiento de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA sobre el comportamiento periodístico durante el lock out del campo, en el que, entre otras cosas, se nombraba el Observatorio de Medios contra la Discriminación.
El decano Federico Schuster, firmante de ese pronunciamiento, completó el relato cuando declaró públicamente que, para su asombro, la Presidenta lo había citado en la Casa Rosada después de leer el diario. Puede colegirse que también gracias al diario la Presidenta recordó que había un Observatorio de Medios en el Estado. Véase la frase textual de Cristina Kirchner el día del puntapié inicial: "Hay un observatorio de medios que debe funcionar en la órbita del Comfer precisamente contra la discriminación". E invitó a todos a sumarse a él, lo que quedó sepultado bajo una catarata de consideraciones e insinuaciones sobre falta de pluralidad y equidad de los medios, se supone que privados, ya que a los estatales (sic) no los discriminó.
Cierto malentendido, entonces, pudo haberse generado cuando se desparramó la idea de que el Gobierno tenía un plan para controlar a la prensa a través de un observatorio de medios contra la discriminación. El plan no existía. Lo que existía era una particular manera de entender la discriminación en los medios, a la que el documento de Schuster vino a bendecir con un matasellos académico. Si es que no fue también la generosa palabra "discriminación" lo que cayó del cielo y se ajustó a la ira que había producido en los dos televidentes Kirchner la rebelión agraria. O su relato, como dice la Presidenta.
Inspirada en el texto de Schuster, Cristina Kirchner empaquetó en una pieza oratoria quejumbrosa unos cuantos ítems supuestamente relacionados entre sí por su pertenencia al territorio de la discriminación mediática. Envolvió "la transmisión de una única voz y el silenciamiento de las demás" dentro de un mismo medio, la propiedad de los medios privados, "el rechazo a toda forma discriminatoria que tenga que ver con el color de piel, con la posición social o con la fe religiosa" y el exitismo durante la Guerra de las Malvinas (1982), del cual culpó genéricamente a la prensa, a la que a renglón seguido le facturó una deuda de "calidad institucional". ¿Quién duda de la importancia de estos temas? El problema está en pretender embutirlos dentro de un observatorio estatal con el propósito de "observarlos", quién sabe cómo, so pretexto de que allí se nos cuela, cuándo no, la discriminación, a favor de la cual, no hace falta decirlo, nadie hará una marcha a Plaza de Mayo.
Para muchos periodistas, también para algunas organizaciones no gubernamentales especializadas, para facultades de ciencias de la comunicación y de periodismo que no emiten resoluciones para hacer "repudios" a "coberturas", sino que, en todo caso, elaboran estudios académicos y, por qué no, para aquellos medios en los que se realiza el sano ejercicio de la introspección, la discriminación mediática es una cosa más precisa. No consiste en denominar "paro del campo", o con la menos apropiada palabra "huelga", lo que el lenguaje oficialista prefirió, con todo derecho, llamar lock out. Esa es una cuestión del enfoque que cada cual le da a la información de acuerdo con su línea editorial.
Los periodistas discriminamos, en cambio, con determinados giros idiomáticos que repetimos sin pensar (incluyendo la reiterada costumbre de explicar en las páginas policiales que la occisa era una mujer de singular belleza, lo que estaría alentando a las mujeres feas a circular tranquilas). Discriminamos si decimos que en un accidente fallecieron dos personas y un boliviano. Si presentamos como demonio y casi seguro homicida al hijo homosexual de una mujer asesinada, atento a sus rarezas, y, por supuesto, si nos referimos con desprecio a un piquetero en contraste con un cacerolero y viceversa. Cubrir el paro del campo sobre la base de que importa, y mucho, a diferencia de lo que creyó, por lo menos al principio, el Gobierno, no tiene nada que ver con la discriminación. Sin perjuicio de que en el trabajo periodístico -ahora en estas largas tres semanas sobre el campo, pero lamentablemente, también, en todos los demás- haya una cuota de exabruptos con propulsión a prejuicio, o meros productos de la incompetencia.
Lo ideal sería poder discriminar las discriminaciones que cometemos los periodistas y evitarlas. Aunque sin ayuda del Gobierno. Este gobierno, para colmo, no es muy bueno observando: ve mensajes cuasi mafiosos en las mejores caricaturas, descubre de golpe una concentración mediática que hasta ahora le había pasado inadvertida y se entera con la llegada del otoño de que estaba aplicando desde hace años la ley de radiodifusión de Videla sin haberse dado cuenta. Si la idea de discriminación en los medios se confundiera con la de diversidad de enfoques -el mejor aporte de la prensa a la democracia-, estaríamos fritos. Ojalá el Gobierno pueda observar solito la diferencia.