Por Washington Uranga, Página/12
Estamos asistiendo a distintos debates sobre el papel de los medios de comunicación y de los periodistas en la sociedad. Lo primero que debe señalarse es la importancia de estas discusiones, canceladas durante tanto tiempo en nuestro país. Es sumamente saludable, para la sociedad en general, para la política, para los propios medios y los profesionales que se desempeñan en ellos, que se abra la discusión y que todos puedan opinar sobre el tema. También porque si esto no ocurrió antes es porque los propios dueños de los medios y las diferentes gestiones políticas se negaron a hacerlo, clausurando el debate público y restringiendo todo lo relativo al servicio de la comunicación a una negociación de cúpulas entre poder político y poderosos grupos económicos que controlan los medios.
Es bueno que, de una vez por todas, se debata. También que los ciudadanos conozcan lo que hay detrás de los medios, cuáles son sus intereses, cuál su poder económico. Sobre todo porque la mayoría de los medios de comunicación son hoy parte de complejos económicos que los contienen y que ostentan muy diversos intereses. Inevitablemente, los medios terminan siendo funcionales a esos intereses mayores de los cuales dependen. Así deben ser entendidos, porque valorarlos de manera aislada conduce a graves errores de interpretación.
Pero hace falta también encuadrar el debate sobre la comunicación. Es un mal recorte hablar de “libertad de expresión” sin mencionar el derecho a la comunicación como un derecho humano fundamental que encuadra el concepto anterior y que apunta a garantizar tanto las posibilidades de expresión como el libre acceso a la información no sólo por parte de los periodistas o de los profesionales de la comunicación, sino del conjunto de la ciudadanía. De esta manera la libertad de expresión es necesariamente un camino de doble vía, donde a los derechos les caben también responsabilidades y obligaciones.
Tampoco debería perderse de vista que la comunicación es un servicio público que el Estado debe garantizar, sin privilegios ni restricciones para nadie, ordenando y poniendo reglas de juego dentro del marco del funcionamiento de la democracia. Quienes más legitimidad tienen para reclamar por el derecho a la comunicación y, en consecuencia, por la libertad de expresión, son tantos y tantas, ciudadanos, ciudadanas, grupos, organizaciones, movimientos sociales, entidades de todo tipo, que hoy están excluidas del espacio comunicacional porque no tienen ni el poder económico ni el poder político para acceder al sistema de medios. Este sí es un reclamo totalmente legítimo y que, por obvias razones, no aparece ni aparecerá en las radios, las pantallas o las páginas de los medios que pertenecen a grupos económicos concentrados. Sólo por si alguien intenta argumentar con la simplicidad de “los micrófonos están abiertos” habrá que decir que el derecho a la comunicación no se ejerce, para quienes puedan hacerlo, haciendo llamadas telefónicas a los contestadores automáticos de los programas de radio ni enviando fotos digitales a los noticieros de televisión.
Es importante recordar entonces que el derecho a la comunicación es un derecho de todos y todas, que no puede ser el privilegio de unos pocos que lo aseguran gracias a su poder económico, y que como derecho humano fundamental tiene que ser garantizado por el Estado, no con la mera declamación, sino con acciones conducentes en materia de legislación, mediante inversiones y, también, a través de una política de comunicación que incluya un sistema público de medios (verdaderamente público y no apenas gubernamental). Estos y otros enfoques podrían servir para encuadrar el debate y para que todo no quede reducido a una pelea de cúpulas, que toma a los ciudadanos como rehenes y sigue excluyendo a la mayoría de las voces del espacio público, un espacio eminentemente comunicacional de disputa simbólica por el poder.