Por Jorge Lanata
Nunca alcanza. No alcanza con decir que son bellos y altos. También hay que decirles que son rubios. Y, en ese caso, faltará agregar inteligentes. Nunca alcanza. –Brindemos, Bernardo, esta elección se la ganamos a los medios –decía Carlos Menem, copa de champaña en mano, en Tiempo Nuevo.
Alfonsín, Menem, De la Rúa, todos, con distinto estilo y en distinta medida, vivieron a los empujones con los medios. Todos tuvieron, también, sus picos de sesenta por ciento de popularidad y todos se sintieron alguna vez víctimas de un complot.
El obsesivo interés de los gobiernos por la imagen fue en detrimento de los hechos (importa lo que se ve, no lo que sucede en realidad) y generó, en alguna prensa, la instalación de mecanismos extorsivos: así vimos crecer, en estos años, de cronistas a dueños de multimedios a “empresarios” del sector del apriete que instalaron la lógica de cobrar para callar o cobrar para hablar. Cobrar, en cualquier caso.
La cooptación de los medios por parte del dinero negro de la política desplazó, incluso, la agenda de programación: el canal mas visto pasó a ser el que, directamente, no tenía noticiero. ¿Para qué pelearse? ¿Para qué dar noticias?
El mismo temor eliminó los programas políticos de la televisión abierta y los amontonó en el cable, donde debaten en torno a una mesa negra con un helecho mal iluminado.
–¿Por qué no volvés? –pregunta la gente, en su inmensa ingenuidad. Creen que no se vuelve porque no se quiere. Pero tampoco alcanza. Nunca alcanza. ¿Alguien sensato podría creer que la pelea momentánea entre el Gobierno y Clarín obedece a la cobertura del paro agropecuario? ¿A una cuestión de competencia de planos en el aire? ¿Quién estuvo más en pantalla, cómo se lo tituló, por qué pusieron “paro histórico”? ¿Alguien podría creer que despertaron a las dos de la mañana al dueño de un canal de noticias para insultarlo por haber puesto cámaras en los cacerolazos?
Nunca, en toda mi carrera, vi esta obsesión de un gobierno por los medios. Tengo 47 años y trabajo desde los 14. A excepción hecha, claro, de la dictadura.
Los ministros conocen el nombre exacto de los cronistas que, a veces, ni los propios jefes de redacción recuerdan. Guardan sus recortes y los increpan por teléfono. La presidenta o el presidente, o ambos, llaman con nombre y apellido a columnistas con los que discuten en público. Todavía no sucedió que D’Elía saliera a pegarle a alguno.
La gran mayoría de los medios nacionales y locales reciben una extorsiva pauta oficial que el Gobierno se encarga de recordarles ante la menor disidencia. Pero tampoco alcanza. La gente lo sabe, lo ve, y se calla. No advierte que cuando se sale a defender la libertad de prensa, en general, ya es tarde. El daño ya se produjo. El que no está de acuerdo es un traidor o –como se dijo durante la guerra gaucha– un golpista. Cuando los gobiernos se pelean con los medios se están peleando, en verdad, con el espejo. No les gusta lo que se ve de ellos mismos. Y deciden romper el espejo. Creen que así se dejará de verlos.
Fuente: Crítica de la Argentina