A pesar del largo camino recorrido entre la censura y la libertad, siguen existiendo comportamientos y prácticas que no se compadecen con un sistema de libertades.
Por: Norma Morandini, Diputada Nacional (Integrante de la Comisión de Libertad de Expresión)
No los une el amor, sino la desconfianza: los políticos creen que los periodistas van siempre detrás de la primicia y los periodistas, que los políticos van detrás de los votos. En la Argentina de las suspicacias, la desconfianza está exacerbada sin que hayamos construido una auténtica relación de respeto. En mi doble condición de periodista y diputada, vivo a dos aguas: entre los periodistas, sólo escucho hablar de políticos; y entre los políticos, sólo oigo hablar de los periodistas. Ambas actividades, vistas como antagónicas, sirven al mismo fin: unos se deben a los electores y los otros, a los lectores.
Tan solo la "e" en el medio. Sin embargo, las letras de las descalificaciones nos separan, personalizan el debate sin construir una legalidad de valores compartidos como lo es la libertad del decir, que no depende de la tolerancia de los gobernantes sino que es un derecho universal y consagrado. El derecho de la sociedad a ser informada a través del debate, el diálogo, la conversación, la crítica y el disenso, instituye la esfera pública.
Nuestra tradición autoritaria, dominada por las prohibiciones que nos imponían cómo pensar, qué leer, a quien rezar y a quien llevar a la alcoba, volvió ajenos esos derechos. Ya hicimos un largo camino entre la censura y la libertad, pero aceptamos como naturales los comportamientos antagónicos con un sistema de libertades.
Confundimos prensa con propaganda, periodismo con "lobysmo". En la Argentina de hoy, la libertad no está acotada o amenazada por las prohibiciones del pasado dictatorial, sino por una mordaza más sutil, más difícil de identificar, como son —muchas veces— las vinculaciones entre los medios y el Estado. Medios y gobierno se necesitan. Cada uno busca influir en el otro, una relación que contaminó al periodismo.
Pero, en cuanto en todas partes se debate sobre las nuevas tecnologías, la concentración multimedia, la transmisión de la historia en directo, ¡aquí seguimos pidiendo límites a la libertad!
En ninguna sociedad democrática desarrollada existe la "comunicación directa", que desvirtúa la obligación de los gobernantes a publicitar sus actos de gobierno y los convierte en propaganda. Sin embargo, vemos con naturalidad que los gobernantes presionen sobre los medios para elegir o castigar a uno u otro periodista, que las autoridades no concedan conferencias de prensa, o que la pauta publicitaria oficial se distribuya de manera poco equitativa y plural.
Se nos olvidó que la calidad de la información es determinante en el desarrollo democrático de una sociedad. Ese atraso político convive con los cambios tecnológicos, que multiplicaron los productos mediáticos, desde los programas de televisión a los DVD e Internet, los libros y revistas. Y en la sociedad de consumo, todo tiene precio. Pero si esta lógica comercial del mercado equipara a los medios con otras industrias, recuérdese que los medios no fabrican vasos, ni mesas, ni tachuelas, sino productos simbólicos fundamentales, como ideas y comportamientos. Educan y crean cultura, son persuasivos e inductivos.
Por eso, deben ser tratados de manera diferente. En las democracias modernas, los medios se autorregulan, en cumplimiento a las demandas de la sociedad, que ahí encuentra sus formas de expresión.
En los últimos diez años, las políticas de telecomunicaciones se liberalizaron en el planeta. Pero entre nosotros, como expresión real de la sociedad, no se creó un contrapoder para equilibrar el crecimiento tecnológico. Si la ley es el "instituto de la igualdad", resulta perturbador que no se haya democratizado la ley de radiodifusión, y que la distribución de la pauta publicitaria sirva más como extorsión que como instrumento del gobierno para educar a los ciudadanos, desde el tránsito y los hábitos de salud hasta cómo portarse en la cancha.
Hoy tenemos libertad hasta para decir que sentimos la libertad amenazada, pero aceptamos pasivamente la modificación de nuestras conductas como consecuencia de los avances de la electrónica. En cambio, nos negamos a aceptar que son los derechos los que definen la modernidad, no las pantallas planas del televisor. Si en la televisión campea la discriminación y se vulneran los Derechos Humanos, la responsabilidad no es sólo de algún u otro periodista sino consecuencia de una sociedad que discrimina. ¿No le corresponde al Estado, a los dirigentes, a los que tenemos responsabilidad ante los micrófonos, inculcar nuevos valores de respeto? ¿ No es función de aquel que encarna al Estado persuadir a los medios privados para que sean aliados en la construcción de una nueva cultura de respeto?
Pero, si desde el Estado se acusa, confronta y divide, será difícil instaurar una auténtica convivencia democrática. Son los ciudadanos (en posesión de sus derechos a ser informados) los que actúan como control social. Los llamados observatorios, en manos de las organizaciones ciudadanas, deben velar para que el Estado consagre esos derechos y demande responsabilidad en el ejercicio de la libertad.
El día que tengamos incorporado como comportamiento personal la responsabilidad y el respeto al otro, habremos entrado en la madurez democrática. En eso estamos. Siempre y cuando las tensiones actuales entre prensa y gobierno salgan de la lógica de confrontación que envenena la vida colectiva, como si estuviéramos en guerra interna. Como en el campo de batalla sólo quedan heridos, lo único que podemos hacer es elevar la mirada y protegernos en un legalidad de valores compartidos: los Derechos Humanos no deben servir sólo para condenar el terror del pasado, sino para construir una auténtica sociedad democrática, basada en el diálogo y la igualdad ante la ley.