Por: Víctor Lapuente Giné*
Hay dos formas de ejercer el periodismo político. La primera consiste en retransmitir lo que ocurre arriba (el poder político) a los que están abajo (los ciudadanos). El periodista se ve a sí mismo como una especie de sacerdote que interpreta las palabras de los dioses para el común de los mortales. En oposición a este periodista-sacerdote encontramos al periodista-detective, que trabaja más bien de abajo hacia arriba y, desde la escena del crimen, va tirando del hilo de un problema determinado. Esta segunda forma de periodismo político predomina en otros países europeos y ayuda a entender por qué su debate público tiende a ser mejor que el nuestro.
En términos comparativos, hay madera para hacer muy buen periodismo en España. Para empezar, las altas notas de corte para estudiar periodismo han llevado a la profesión a muchos de los más listos de cada generación. Además, la vocación y dedicación profesional de nuestros periodistas es encomiable, como atestiguan los incontables abusos de poder destapados por la prensa. A ello hay que sumar unos recursos materiales nada desdeñables, aun a pesar de la crisis. Los medios españoles pueden permitirse unos despliegues de corresponsales (en Libia, Ucrania, Burgos o el carril-bus de la Gran Vía) impensables en otros países europeos más pequeños —o sea, casi todos—.
Una primera debilidad de nuestro periodismo se encuentra en la estructura de los medios de comunicación. El “pluralismo polarizado” de la comunicación en España —es decir, que tenemos medios de todas las orientaciones políticas, pero que estos, a su vez, tienen muy poca pluralidad interna— actúa de barrera para el consenso social en asuntos clave. Es un asunto que merece reflexión y leerse los trabajos de investigadores como Antón Castromil.
Pero el problema más fundamental de nuestro periodismo es la visión “sacerdotal” de su trabajo que tienen los profesionales de la comunicación. Un problema independiente de la estructura de los medios de comunicación, pues se da también en la teóricamente más libre prensa digital. La visión sacerdotal induce a tres sesgos: 1. El periodista prioriza las declaraciones de los políticos a costa de asuntos sustantivamente más relevantes. 2. Cuando trata asuntos sustantivamente relevantes, otorga demasiada responsabilidad sobre el devenir de los mismos a los políticos, vistos casi como seres omniscientes y omnipotentes, a expensas del papel de otros actores clave (como usuarios, profesionales o expertos). 3. El análisis periodístico de la noticia tiende a construir discursos abstractos en lugar de un contraste de alternativas políticas concretas y factibles.
En primer lugar, el periodismo español es muy declarativo. De hecho, elleitmotiv de muchas noticias —en televisión, radio o prensa escrita— no es tanto un acontecimiento como las declaraciones de turno de un político. La importancia de quien habla cuenta más que qué pasa. Las ruedas de prensa de los portavoces o de los sacrosantos secretarios generales de los partidos mayoritarios se convierten automáticamente en noticia. Se diga lo que se diga y, sobre todo, si no se dice lo que los periodistas esperan que se diga. Esos silencios de los dioses hacen correr ríos de tinta.
Comparemos este encuadre, o framing, de las noticias con el de medios de comunicación más pobres —tanto estéticamente como en número de periodistas— del norte de Europa. Una noticia estereotípica puede comenzar con el informe de unos expertos alertando sobre un problema puntual: el estado de las infraestructuras ferroviarias, quejas tras la privatización de un determinado servicio social, etcétera. A partir de ahí, los periodistas, cual detectives, interrogan a todos los “sospechosos” de tener información relevante: usuarios del servicio, funcionarios de primera línea o cargos medios de la Administración, expertos académicos y así hasta llegar —si es necesario, pero no necesariamente— hasta los políticos con competencias o conocimientos del tema.
Obviamente, muchas noticias en España también están basadas en la publicación de informes y no en el periodismo declarativo. Sin embargo, fijémonos cómo nuestros periodistas adoptan enseguida el rol de los sacerdotes ancestrales que lo primero que hacían cuando las aguas del río subían era correr al templo para interrogar a los dioses. El foco de cualquier problema político se traslada, casi de inmediato, al ministro y a la oposición. Así, el debate sustantivo no se da entre actores sociales diversos, sino entre el Gobierno actual y el anterior (o posterior). El papel de los políticos está sobredimensionado en nuestros medios de comunicación. Son actores importantes, pero la película de la realidad es mucho más coral.
Frente a las multitudinarias tertulias españolas, el debate en otros países se limita con frecuencia a un par de expertos con opiniones enfrentadas. El resultado es que el público obtiene información sobre las ventajas e inconvenientes de las diferentes soluciones alternativas a un problema X. El objetivo es diseccionar una realidad compleja a sus componentes manejables, a las opciones factibles. No es de extrañar que estos países tiendan a adoptar, o como mínimo a discutir seriamente, reformas impopulares, pero necesarias para la sostenibilidad del Estado de bienestar a largo plazo —como la introducción de copagos sanitarios, la reforma de las pensiones o la flexibilización del mercado laboral—. Sus votantes están expuestos a la opinión informada a favor de la iniciativa concreta A (que es fea) y de su alternativa B (que es mucho más fea y, por tanto, peor).Como en los antiguos sanedrines sacerdotales, los periodistas analizan los designios de los dioses en ese cónclave tan nuestro llamado tertulia política. En el peor de los casos, la tertulia premia la frase impactante a costa del análisis frío y reposado. En el mejor de los casos, cuando tenemos a periodistas excelentes, el formato propio de la tertulia —mucha gente hablando de muchos temas— genera incentivos para que los participantes inviertan en dos enemigos del rigor: los contactos personales con políticos, que les permitirán ofrecer una exclusiva sobre, por ejemplo, los “movimientos de fondo” en un partido; y los discursos basados en conceptos abstractos (ejemplo “Estado de bienestar”, “desigualdad”, “neoliberalismo”), que les permitirán hablar con solvencia de cualquier asunto, en lugar de argumentos sobre temas concretos (ejemplo, “hasta qué punto un copago en el servicio sanitario X es apropiado”, “cuál es el salario adecuado para un profesor de primaria”, etcétera). Los problemas no se discuten de forma independiente, sino en paquetes globales. Por ejemplo, el debate sobre la subida del transporte público se torna enseguida una crítica a la política de recortes o a Merkel y el “pensamiento neoliberal imperante”.
El objetivo de nuestro periodismo (en las tertulias en particular, pero también en muchos de los análisis escritos) parece el opuesto: agregar problemas concretos en entes abstractos. En demasiadas ocasiones, los ciudadanos españoles no reciben un contraste de ventajas e inconvenientes sobre cursos de acción alternativos, sino un choque improductivo de cosmovisiones del mundo. Por ejemplo, en cuanto se sospecha que una reforma huele a derechas, movemos la discusión al terreno de la especulación progresista vaga: que si forma parte de una “agenda oculta” para desmantelar el Estado de bienestar, que si es una expresión más del “triunfo del neoliberalismo” o de la “incapacidad de la socialdemocracia para presentar una alternativa”, etcétera. Esta abstracción contribuye a que la mayoría de reformas que nuestro país necesita queden desprestigiadas rápidamente en el debate público.
En resumen, nuestro periodismo —demasiado declarativo, demasiado jerárquico y demasiado abstracto— es un factor más que ayuda a entender la paradójica situación de que, en medio de una crisis tan brutal a todos los niveles, España se haya reformado tan poquito.
Hay, sin duda, muchas excepciones y ejemplos de gran periodismo en España. Razón de más para replantearnos esas programaciones rebosantes de tertulias y esas crónicas con tantos políticos y tan pocas políticas públicas.
*Víctor Lapuente Giné es profesor en el Instituto para la Calidad de Gobierno de la Universidad de Gotemburgo
Fuente: Diario El País