Por: Anibal Corti
El consenso tradicional en Uruguay respecto a que el mercado y las audiencias deben ser el único mecanismo de regulación de contenidos en los medios de comunicación está empezando a romperse, pero todavía en forma muy incipiente. La idea de que el Estado puede intervenir legítimamente para regular los contenidos de los medios y velar así por el interés colectivo, defendiendo a los individuos de los abusos a que son sometidos todos los días, aún es considerada una forma de censura.
Muchas personas, entre las que se cuentan sociólogos, políticos y periodistas, piensan que la crónica policial –en especial la de corte sensacionalista que inunda crecientemente los noticieros de la televisión uruguaya– genera una sensación de inseguridad que es desproporcionada en relación con la cantidad y la calidad del delito realmente existente en el país. Nadie tiene elementos concluyentes para validar esa hipótesis, ni tampoco para considerarla falsa; así que sigue siendo una mera hipótesis.
Pero hay algo que no es una hipótesis: la crónica roja de la televisión viola los derechos de las personas todos o casi todos los días de la semana. Y esos derechos vulnerados son siempre los de las personas más pobres, los individuos socialmente más vulnerables: aquellos que no tienen con qué contraatacar. Porque ciertamente se los está atacando. Hay estilos de hacer periodismo que no se les aplican ni en sueños a los más poderosos, como señaló Gabriel Pereyra esta semana en una columna de opinión (”El execrable senador, su concubina y el nosocomio donde parió”, en el blog Zikitipiú del portal de Internet de El Observador), pero ellos son moneda corriente cuando se trata de los pobres.
La crónica policial uruguaya traspasó todos los límites éticos hace bastante rato, pero sólo muy recientemente la idea de que debe hacerse algo para proteger a sus víctimas actuales y potenciales está empezando a convertirse en un reclamo que se escucha con fuerza. Se podría decir, quizás, que estamos en un punto de inflexión a ese respecto: el punto de vista que ha dominado tradicionalmente en el país –a saber, que nada debe ser regulado en materia de prensa, ni en lo que respecta a la crónica roja ni en ninguna otra materia– parece estar dejando lugar a una posición más proclive a la regulación, aunque no más allá de la autorregulación profesional.
El consenso tradicional. Quienes tradicionalmente se han opuesto en Uruguay a todo tipo de regulación de contenidos en los medios de comunicación por considerarla una forma de censura han hecho suya una máxima que se ha vuelto un lugar común. En una nota publicada en 2004 en el suplemento Qué Pasa del diario El País, Homero Alsina Thevenet adjudicaba a “un sabio local” el haber acuñado la fórmula “la mejor ley de prensa es ninguna ley de prensa”. HAT no proporcionaba el nombre del presunto sabio que habría acuñado esa frase. Marcelo Pereira en las páginas de La Diaria rastreó la presencia de esa máxima hasta los debates sobre la regulación de la prensa en la reapertura democrática española. Cualquiera sea el caso, nacional o importada, acuñada por un sabio o quizás por un cínico, ella expresa a cabalidad un punto de vista muy extendido (al menos hasta ahora) en Uruguay.
Quienes suscriben la máxima del presunto sabio local muchas veces la defienden mediante un argumento que es en realidad una falacia bien conocida: la falacia de la pendiente resbaladiza. El argumento dice más o menos así: se empieza regulando los contenidos de los medios porque son obscenos o humillantes o degradantes o violentos o sexistas o discriminatorios o por cualquier otra razón que parezca buena y decente y luego se termina perdiendo la libertad en forma absoluta. Más sintéticamente: “si empezamos así vamos a terminar como Venezuela”. El término “Venezuela” funciona aquí como variable y puede ser sustituido para el caso por “Cuba”, “la Unión Soviética”, “Corea del Norte”, “Camboya” u otros. El problema obvio con este argumento es que países en que rige en todo su esplendor la democracia liberal, como Chile (véase recuadro) o Estados Unidos, tienen sistemas de regulación de contenidos bastante estrictos, sin haberse deslizado por ello hacia el comunismo camboyano ni hacia otras formas de totalitarismo. Otra instancia bien conocida de esta falacia se encuentra presente en el debate sobre la legalización de las drogas, pero ello no viene al caso aquí.
Existe al menos otro argumento para defender la máxima del presunto sabio local, uno emparentado con el anterior pero sustancialmente distinto. Es un argumento consecuencialista y dice más o menos así: la regulación de contenidos trae consecuencias para la libertad peores que la no regulación en absoluto. Como puede verse, este argumento no concluye de forma truculenta y falaz –a diferencia del anterior– que la regulación de contenidos es el primer paso en el descenso hacia el infierno del totalitarismo. Por otra parte, admite que la falta de regulación puede ser muy mala; simplemente postula que la existencia de regulación es peor.
Para evaluar este último argumento puede ser útil considerar qué tan mala es la ausencia absoluta de regulación, tal cual ocurre en el Uruguay de hoy. Veamos tres ejemplos.
Primer ejemplo. El 31 de julio de 2008 en la edición central de Telenoche, el noticiero de Canal 4, un periodista interrogó insistentemente a una niña de 13 años que había sido violada por su padrastro. La víctima prácticamente fue obligada a hacer una descripción explícita y detallada de los hechos delante de las cámaras. Como la niña era renuente a proporcionar los detalles que le eran requeridos, el periodista insistía. “¿Qué te hacía tu padrastro?”, le preguntaba. El cronista no desistió de su interrogatorio ni siquiera cuando la niña rompió en llanto. Para agravar el cuadro, el canal no distorsionó el rostro de la menor, ni tomó medida alguna para proteger su identidad. La entonces directora del Instituto Nacional de la Mujer, Carmen Beramendi, calificó la situación como muy grave. “Una cosa es informar libremente y otra hacerlo a partir de la intimidad de la niña”, declaró en aquella oportunidad a Brecha. El caso también fue cuestionado por el Consejo Nacional Consultivo de Lucha contra la Violencia Doméstica. El organismo hizo pública “su profunda indignación”, en virtud de que en la entrevista no sólo no se cuidó la identidad de la niña, sino porque el tratamiento del hecho configuró una “nueva situación de victimización y maltrato, violando la normativa vigente internacional y nacional”.
Por supuesto, el interrogatorio abusivo a la niña y su impúdica exposición pública no derivaron en ningún tipo de sanción para el canal. Aunque en su comunicado público el Consejo Nacional Consultivo de Lucha contra la Violencia Doméstica dice explícitamente, como fue transcrito más arriba, que el hecho era violatorio de las normativas vigentes en el país, nadie denunció el caso a la justicia ni tampoco ésta actuó de oficio. Hay razones fundadas para suponer, entonces, que las leyes en la materia deberían ser más explícitas de lo que son actualmente, o que nuevas leyes deberían ser establecidas en la materia.
Segundo ejemplo. El 16 de junio de 2009, al constatar que su hija de diez meses tenía dificultades para respirar, una madre del barrio Piedras Blancas pidió ayuda a la Policía y ambas fueron trasladadas en un móvil a la policlínica de Salud Pública de la zona. La niña fue atendida por una médica que le diagnosticó muerte violenta y probable violación. La madre fue detenida inmediatamente y su esposo poco más tarde, cuando llegó al lugar. Antes incluso de que llegara el padre, ya estaban presentes todos los canales de televisión privados en la puerta de la policlínica. Mientras lo detenían, en medio del horror por la muerte de su hija, los periodistas le hacían preguntas incisivas. “¿La violaste?” “¿La violaste?” “¿La violaste?”
Esa noche Subrayado, el noticiero de Canal 10, presentó la supuesta noticia de esta manera: “Una beba de tan sólo diez meses murió en una vivienda de Piedras Blancas y la Policía comprobó que fue violada. En principio se creyó que se trataba de un nuevo caso de muerte súbita, pero la pediatra revisó a la niña y encontró signos muy claros de violación. Dio cuenta a la Policía, efectivos de la Seccional 17 detuvieron a la madre de la menor, al padre y al tío de la criatura. El tío tiene 36 años, no tiene antecedentes penales y vive en la misma casa. El padre de la menor tiene 37 años y es un militar en actividad. La madre tiene 28 años. El matrimonio tiene otras dos hijas de 6 y 8 años. Una vez que el juez Fernández Lecchini se enteró de lo sucedido, ordenó que las dos menores fueran internadas en el hospital Pereira Rossell porque se estima que también fueron víctimas de abuso. Según supo la Policía, aparentemente el hombre abusaba de sus otras dos hijas de 6 y 8 años” (el texto está tomado de la entrevista de Joel Rosenberg al abogado de la familia involucrada, emitida en el programa No toquen nada, de Océano fm, y publicada en el portal de Internet 180 el 20 de mayo de este año).
Las otras dos hijas de la pareja también fueron filmadas y sus rostros sin distorsionar fueron exhibidos en la televisión. En todos los canales se mostró la cédula de identidad de la beba, con todos los nombres y apellidos, de forma que los televidentes pudieran averiguar sin dificultad la identidad de sus padres. Por si esos televidentes eran de reflejos lentos, la televisión difundió imágenes de la fachada, el frente y el fondo así como la dirección completa de la casa de la familia involucrada, que esa noche fue asaltada y desvalijada.
Al día siguiente la autopsia dictaminó que la niña había muerto por infección pulmonar y descartó cualquier signo de abuso sexual. Una sustancia que había sido confundida con semen era en realidad crema para paspaduras, y otros signos presentes en el cuerpo eran propios de cualquier cadáver. La pareja fue liberada, pero la prensa no dejó de hostigarla. “Sabe, señor, que la doctora que habló con nosotros dejó planteada la duda y realmente cree que había existido abuso sexual de acuerdo a su experiencia por cómo estaba la niña. ¿Usted ante esta cámara asegura que no le hizo nada a la niña?”, le preguntó algún canalla, algún miserable, al padre de la criatura muerta poco después de ser liberado. Esta pregunta y otras por el estilo, además de otros elementos de la cobertura periodística, figuran en el escrito de la demanda que la familia entabló contra los canales de televisión privados y tres periodistas, según señala una nota de Lourdes Rodríguez en La Diaria del 29 de mayo de este año.
“El descrédito sufrido (por esta familia) es incalculable. Ha sido vulnerada su intimidad, su honor, su decoro, su dignidad, su imagen ante la sociedad”, resume el escrito de la demanda.
Tercer ejemplo. En la madrugada del 13 de mayo de este año –en un hecho que los lectores desgraciadamente recordarán muy bien– un empleado de la cervecería La Pasiva ubicada en 8 de Octubre y Garibaldi fue cobardemente ejecutado en el curso de un asalto. Su muerte, filmada por las cámaras de seguridad del local desde varios ángulos, fue televisada 102 veces en los seis días que van desde el 13 al 18 de mayo inclusive: 44 veces fue mostrada en Canal 4 (una media de más de siete veces por día), 25 veces en Canal 10, 23 veces en Canal 12 y cuatro veces en Televisión Nacional de Uruguay (la información es de la consultora Foco y fue publicada por El Observador el domingo pasado). Los cinco hijos de ese hombre vieron la ejecución de su padre en televisión, porque su madre no pudo mantenerlos tanto tiempo alejados de la pantalla y porque evidentemente del otro lado de la señal hay personas que experimentan alguna clase de placer sádico con la repetición inútil de imágenes tan terribles.
Habría que ser muy insensato para decir que a esos niños les puede haber resultado más doloroso ver cómo su padre era ejecutado a sangre fría que el hecho mismo de haberlo perdido en esas circunstancias trágicas, pero es bastante obvio que el tratamiento mediático repugnante y cínico del tema no debe haberlos ayudado en lo más mínimo a sobreponerse. Y no es que se tratara tampoco de un mal necesario o inevitable. Y es aquí que resulta pertinente volver al argumento consecuencialista en contra de la regulación de contenidos. ¿Qué daño mayor puede hacer la existencia de una norma que prohíba televisar ejecuciones? ¿Por qué habría de ser preferible su no existencia? ¿Qué atentado a la libertad de expresión o a cualquier otra libertad fundamental puede llegar a consumarse si una entidad reguladora multase a los canales de televisión cada vez que emiten una ejecución de cualquier naturaleza (judicial o extrajudicial, como en este caso)? ¿Es necesario ver cómo matan a una persona para que la información acerca de su muerte se complete de alguna manera? Incluso aunque los periodistas necesitasen ver las imágenes para obtener información relevante, ¿no es acaso su función seleccionar, jerarquizar y trasmitir en forma inteligible esa información a sus lectores, radioescuchas o televidentes? ¿Qué dicen las imágenes (en casos como éstos) que no pueda decir una crónica periodística? ¿Será que es necesario televisar una autopsia para que nos enteremos de los resultados de la misma?
Se puede seguir repitiendo irreflexivamente, de forma casi automática, que la ausencia de una normativa en la materia es menos peligrosa que su existencia. Se puede seguir diciendo, como los liberales cibernéticos uruguayos: “Al que no le guste la cantidad de veces que ponen un video en el informativo, ¡que no mire la tele! Pero no rompan los huevos con regular nada… manga de fachos”. Pero también se puede intentar responder honestamente a las preguntas anteriores.
La ruptura (parcial) del consenso tradicional. Hace un par de semanas el diario El País informó que el ministro de Industria y Energía había solicitado al director nacional de Telecomunicaciones la revisión, ajuste y puesta a punto del borrador de un proyecto de ley de servicios de comunicación audiovisual que su cartera tiene entre manos desde 2010. En un principio trascendió que ese proyecto incluiría algún tipo de regulación de contenidos. Sin embargo, todo apunta a que no va a ser así. Gabriel Kaplún, director de la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de la República e integrante del Comité Técnico Consultivo que trabajó en el borrador que actualmente está siendo revisado, le dijo al semanario Búsqueda la semana pasada que la regulación de contenidos “no fue parte de la discusión” y que “no está en el espíritu de la propuesta del gobierno”. En efecto, si se revisan los documentos emanados de ese comité técnico y las bases del proyecto (tal cual fueron divulgadas en su momento), es posible confirmar que ninguna clase de regulación de contenidos está contemplada en ellos. Otro integrante de ese comité técnico, el periodista Edison Lanza, escribió en Brecha, también la semana pasada: “Obviamente, habrá que esperar a leer la ‘letra chica’ del proyecto de ley para saber si a algún jerarca se le ocurrió colar alguna loca idea de controlar contenidos, pero hasta ahora nada indica que se transitará por ese camino”. Tanto el presidente Mujica como el vicepresidente Astori se mostraron la semana pasada contrarios a cualquier tipo de regulación de contenidos y negaron que se esté pensando en transitar ese camino.
El consenso férreo contrario a la legislación e intervención del Estado en la regulación de contenidos parece seguir siendo, entonces, la norma en el país. Ni los políticos ni los técnicos ven con buenos ojos esa posibilidad. Al mismo tiempo, sin embargo, parece estar tomando fuerza, como se dijo al principio de esta nota, la opinión de que algo hay que hacer para detener los abusos de la televisión; en particular los abusos de la crónica policial.
En ese sentido, los propios impulsores del borrador de la iniciativa legal sobre servicios de comunicación audiovisual –el Grupo Medios y Sociedad (gms) y el Centro de Archivos y Acceso a la Información Pública (Cainfo)– junto a la Asociación de la Prensa Uruguaya (APU), están impulsando un debate nacional sobre mecanismos de autorregulación (es decir, mecanismos de regulación no estatales) en los medios y en la profesión periodística. La iniciativa cuenta con el apoyo del Programa Internacional para el Desarrollo de las Comunicaciones de la unesco y se desarrollará en tres fases. En primer lugar, un debate nacional sobre la necesidad de implementar mecanismos de autorregulación en el sistema de medios de Uruguay, a través de cuatro eventos regionales de discusión. En segundo lugar, la designación de un comité de expertos con el cometido de redactar un código de referencia de ética periodística. En tercer lugar, la homologación en el ámbito de la APU de ese cuerpo de recomendaciones, así como la invitación a las gremiales de medios a desarrollar mecanismos propios de regulación de sus actividades (por ejemplo, defensorías de televidentes).
No está del todo claro por qué los dueños de los medios, que hasta ahora no han mostrado mayor interés en que los contenidos sean regulados por otra cosa que no sean los niveles de audiencia y el mercado, habrían de aceptar esa invitación. Mientras la regulación estatal de contenidos siga siendo (en Uruguay) sinónimo de censura, sólo cabe esperar que en el futuro, por alguna causa todavía no determinada, los actores relevantes en este tema se impregnen de una buena disposición y una buena voluntad que no han tenido en el pasado ni tienen ahora.
(Algunos pasajes de esta nota reproducen una entrada del mismo autor en el blog razonesypersonas.bolgspot.com).
¡Viva Chile!
En Chile existe un Consejo Nacional de Televisión (cntv) que dicta normas generales sobre los contenidos y aplica multas a quienes las transgreden. En ese país están prohibidas las trasmisiones que contengan “violencia excesiva, truculencia, pornografía o participación de niños o adolescentes en actos reñidos con la moral o las buenas costumbres”. Con respecto a los noticieros, la normativa indica que se debe evitar “cualquier sensacionalismo en la presentación de hechos o situaciones reales”. Hace algunas semanas el cntv multó a la Televisión Nacional de Chile (tvn) por una cobertura que consideró sensacionalista y truculenta del incendio en la cárcel San Miguel, los días 8 y 9 de diciembre de 2010, en el que murieron 81 presos. La multa, en realidad, es bastante modesta: asciende a unos 15.200 dólares estadounidenses.
Fuente: Revista Brecha