Por: Aram Aharonian
La ultraderecha ha entendido que las fragilidades y las vulnerabilidades pueden ser explotadas y que deconstruyendo la realidad compartida y sembrando confusión se puede polarizar aún más a la sociedad y sacar provecho en la imposición de imaginarios colectivos y en el plano electoral. De ahí su interés y sus esfuerzos para generar y difundir noticias falsas. En Europa, Estados Unidos, Asia, Oceanía y América Latina.
El crecimiento de los partidos de extrema derecha en todo el mundo, especialmente en países como Francia, Italia, España, Hungría, Polonia, Brasil o Estados Unidos, ha puesto en alerta a todo demócrata y antifascista, y de la preocupación surgen los debates sobre cómo combatir sus mensajes de odio racistas, xenófobos, machistas, homófobos o aporófobos, o sea aquellos que tienen rechazo, aversión, temor y desprecio hacia el pobre, hacia el desamparado.
Y entonces los pensadores se plantean viejas interrogantes como si se debe tolerar la intolerancia, o si cualquier idea, aunque sea discriminatoria, es respetable en aras de la sacrosanta libertad de expresión.
Pero en realidad lo que preocupa más es cómo contrarrestarlos y cómo deberían tratar los medios de comunicación –y las organizaciones sociales, los sindicatos, los partidos políticos demócrata- a la extrema derecha. Y volvemos al eterno dilema de si lo ideal es que los medios ignoren a la extrema derecha o si es mejor contraargumentar sus discursos. El tema está nuevamente en la agenda de catedráticos y comunicadores.
Desde marzo del 2020 a octubre del 2021, se contabilizaron más de 400 políticos, líderes civiles y religiosos, y unas 200 organizaciones civiles, religiosas y políticas que impulsan en América Latina mensajes y lobbies contra una agenda de derechos: no creen en el enfoque de género en la educación, ni en los derechos LGTBI, ni en el matrimonio igualitario, ni en los derechos sexuales y reproductivos. Y cuestionan los esfuerzos de la ONU por impulsar la igualdad de género, «la agenda globalista».
El mensaje, el guión
Algunos politólogos señalan que cuanto más hablan de ellos, mejores resultados tienen los partidos de extrema derecha. Más allá de nuestra región, los ejemplos de Vox en España y el del United Kingdom Independence Party (UKIP) del Reino Unido son ejemplo de ello.
Otros señalan que lo que no se debe hacer es caer en el marco de debate y en la agenda política que intentan implantar, esto es, no subordinarse a su guion. La ultraderecha siempre elude los debates «civilizados», calmos, y la contraposición de ideas, tratando de apelar a cuestiones personales, emocionales, a menudo irracionales, que es donde tiene opciones de ganar, porque sus premisas no se sostienen con datos en mano.
Los grandes medios de comunicación, los medios hegemónicos, con recursos, expertos, analistas, estudios y experiencia, deberían conocer cómo tratar sus mensajes, pero lo cierto es que la inmensa mayoría de televisoras, radios y periódicos (y también las redes sociales) se concentran en manos de unas pocas multimillonarios.
Para ellos, discursos como el de la extrema derecha no son un problema. Incluso si no lo comparten totalmente, esos discursos no atentan nunca contra sus privilegios, intereses o patrimonio. Para que los medios enfrenten el discurso de odio de la extrema derecha, debe cambiar la estructura oligopólica bajo la que se asientan. Pero eso no basta: lo que hay que cambiar, al fin y al cabo, es el sistema político, social y económico actual.
Pos¿verdad?
Sobre las llamadas fake-news (mentiras) y sobre todo sobre la posverdad se ha escrito mucho en los últimos seis años, desde que el Diccionario de Oxford la eligió como palabra del año en 2016 y la definió como las «circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que las referencias a emociones y a creencias personales».
Según el filósofo estadounidense Lee McIntyre, la posverdad no es tanto la afirmación de que la verdad no existe, sino la de que los hechos están subordinados a nuestro punto de vista político. Las mentiras se propagan mucho más rápido que la verdad: según un artículo publicado en la revista Science, las noticias falsas llegan 20 veces más rápido en las redes sociales que en el contacto personal.
Science señala que ahora el campo de batalla abarca toda la realidad factual, lo que significa un salto de calidad respecto a las décadas anteriores por la hibridación de los viejos y los nuevos medios. Este salto significó la sofisticación de las viejas reglas de la propaganda, basadas en la exageración y la simplificación, la ridiculización del adversario, la mentira, la desinformación, la difusión de bulos y la propagación de teorías conspirativas.
Quizá antes que hablar de fakenews sería más apropiado hablar de desinformación, ya que esta no comprende solo la información falsa, sino que también incluye la elaboración de información manipulada que se combina con hechos o prácticas que van mucho más allá de las noticias, como cuentas automáticas en las redes (bots) y/o videos modificados o publicidad encubierta y dirigida.
Para varios pensadores, la posverdad nace del encuentro entre una corriente filosófica (el posmodernismo), una época histórica (la documedialidad, donde lo que importa ya no es el producto sino los documentos que se generan) y una innovación tecnológica (internet).
Es un fenómeno radicalmente nuevo respecto a las mentiras clásicas, donde la verdad alternativa se presenta como la crítica (en nombre de la libertad) hacia algún tipo de autoridad dotada de un valor verificador y, en concreto, de la ciencia o de los expertos en general, señala el italiano Maurizio Ferraris.
Ya el mundo ha verificado hechos innegables como la capacidad de penetración de las redes sociales, inmensamente superior a la de los medios de comunicación tradicionales. Según el Informe digital de enero de 2021 de Hootsuite y We Are Social, el 55,1% de la población mundial, unos 4.300 millones de personas, emplea habitualmente una red social.
También internet y su evolución hacia la web 2.0 han permitido superar la comunicación unidireccional de los medios tradicionales –prensa gráfica, radio y televisión– y llegar a una interacción con el público, facilitando su eventual participación. Del concepto de audiencia pasamos al de usuario, que no es pasivo, sino que puede crear, editar y compartir contenido generado por él.
La era de la posverdad parece pues haber enterrado la visión tecno utopista de la red que había prosperado en los años 90 y los primeros años del siglo 21 para mostrar el lado oscuro de internet, señala Steven Forti en Posverdad, fake news y extrema derecha contra la democracia.
La ultraderecha
La extrema derecha 2.0 ha sabido leer mejor que las demás los cambios de la sociedad, aprovecharse de las debilidades y las grietas de las democracias liberales y entender las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías, a diferencia de otras corrientes políticas e ideológicas. Ha entendido que las fragilidades y las vulnerabilidades existentes pueden ser explotadas.
Y de ahí su interés y sus esfuerzos para generar y difundir noticias falsas. En la campaña electoral estadounidense de 2016, la gran mayoría de las fake news eran mensajes pro-Trump, mientras que en Polonia las páginas de fake news calificadas como conservadoras son el doble que las progresistas.
Hasta 22 nuevas páginas web que funcionan como «generadores de opinión y creación de contenido por influencers, hasta fabricadores de bulos o ‘noticias falsas’ o el blanqueamiento y naturalización de la ultraderecha» detectó en Europa la Fundación Rosa Luxemburgo, en un informe en el que se afirma que la génesis de la nueva derecha reside precisamente en internet y en este tipo de portales.
Al tiempo que incluso los medios conservadores trataban con reservas este nuevo discurso, sitios como Breitbart News o Radix Journal, relacionados con Steve Bannon (jefe de campaña de Donald Trump en 2016 y uno de los principales ideólogos de la altright) y Richard B. Spencer (supremacista blanco cabeza visible de la línea más dura de esta nueva ultraderecha), se convertían en los principales contenedores teóricos de la extrema derecha, señala el informe de la fundación socialdemócrata.
Ya habían matado la verdad. Los grupos de presión, generosamente financiados, indujeron al público a cuestionar la existencia de una verdad fiable de forma concluyente, lo que lleva a una batalla entre tus «hechos» contra mis «hechos alternativos». El ensayista ruso de ultraderecha Aleksandr Dugin señala: la verdad es una cuestión de creencia (…) los hechos no existen.
Matthew D’Ancona, colaborador habitual de The Guardian y The New York Times señala el desplome de la confianza es la base social de la era de la posverdad, dado que las instituciones que tradicionalmente han actuado como árbitros sociales se han desacreditado.
Pero para que todo esto tenga un resultado, debe haber un terreno abonado, al que se ha bombardeado con tres elementos: uno, las redes sociales que se han convertido en una de las principales vías para informarse, sustituyendo en buena medida a los medios tradicionales; dos, una parte nada desdeñable de la población cree en teorías de la conspiración, y tres, la industria de la desinformación se basa en el éxito de los medios «alternativos» que difunden continuamente fake news.
En Estados Unidos se trata de medios, como Breitbart News, Infowars.com, El Toro TV, ImolaOggi y un sinfín de blogs, a menudo financiados, patrocinados o directamente creados por los líderes ultraderechistas y libertarios, a los cuales se suman decenas y decenas de otros medios –desde páginas web a podcasts, pasando por canales de videos en YouTube u otras plataformas– de la galaxia de la derecha y sobre todo de la ultraderecha.
La extrema derecha 2.0, en suma, ha entendido que es provechoso ampliar aún más la desconfianza existente hacia todo lo que huele a establishment, empezando por los intelectuales, los científicos y los periodistas.
Un ejemplo de ello es la legitimación del negacionismo científico durante la crisis de la Covid-19, minimizando el impacto de la pandemia, criticando las restricciones aplicadas por razones sanitarias, cuestionando las decisiones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y hasta poniendo en duda la existencia misma del virus, que en dos años dejó 15 millones de muertos.
Esta postura encaja, además, con la interpretación ultraderechista de que existe una hegemonía cultural de izquierdas que impone una agenda progresista, lo que el equipo del ultraderechista presidente brasileño Jair Bolsonaro define como «marxismo cultural».
Para tener una idea, PolitiFact consideró que 70% de las afirmaciones que Donald Trump hizo durante la campaña electoral de 2016 eran falsas, mientras que The Washington Post calculó que durante su primer año en el cargo emitió impunemente 2.140 declaraciones que contenían falsedades o equívocos, es decir, una media de 5,9 diarias.
Según un estudio de Mediapart, las tres primeras páginas de contenido político más visitadas en Francia en 2016 eran de ideología ultraderechista, como Égalité et réconciliation o F de Souche, con contenido identitario y tradicionalista, fundadas por exdirigentes del fascista Frente Nacional. En realidad, se trata de todo un entramado de webs que llevó a hablar de la existencia de una verdadera «fachósfera».
El partido liderado por la ultraderechista familia francesa Le Pen, además, fue el primero en inaugurar una página web en 1996, convencido de que para poder divulgar sus ideas era fundamental saltarse la intermediación de los medios tradicionales.
En Italia, no es casualidad que el líder de la Liga, Matteo Salvini, haya cargado más de una vez contra los que él define de forma despectiva como los «professoroni», o que, en uno de sus numerosos ataques a la prensa, Trump haya llegado a afirmar que «la CNN apesta».
En sus campañas electorales, los estrategas de los partidos ultraderechistas europeos y estadounidenses han construido un relato basado en las emociones y los sentimientos frente a los hechos y la evidencia y, así, lo visceral ha prevalecido netamente frente a lo racional. La necesidad de sencillez y de resonancia emocional ha sido clave en la victoria del Brexit en el Reino Unido o de Trump en 2016, así como en el éxito de la Liga de Salvini en 2018.
Las fake y la ultraderecha
En la estrategia ultraderechista, las fake news resultan una pieza central, se diferencian los objetivos de corto y de mediano plazo. Entre los primeros, como muestra el caso de Cambridge Analytica, está el de ganar elecciones o aumentar el consenso electoral. El Brexit, la victoria de Trump en 2016 y la de Jair Bolsonaro en 2018, pero también el éxito de la Liga en las legislativas italianas de 2018, el de Marine Le Pen en las presidenciales francesas del año anterior o el de Vox en los comicios de España, sirven como ejemplos sintomáticos.
La capacidad de las fake news para modificar la intención de voto parece ser mucho más eficaz que los anuncios electorales tradicionales. Los eslóganes usados –«Take Back Control» (Recuperar el control), «Make America Great Again» (Hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande), (Los italianos primero)– han «vendido» sus productos políticos, han conseguido conectar con los sentimientos de la ciudadanía y desplazado la reflexión racional sobre cuestiones técnicas.
Esto se conecta con los estudios en las redes sociales, que permiten analizar los sentimientos de las personas, sus opiniones, prejuicios y miedos, y de esta forma personalizar la propaganda e impulsar determinados mensajes frente a otros. El contenido que provoca emociones de alta estimulación tiene más probabilidades de ser compartido. Es decir, un post en Facebook o un tuit que provocan asombro, ansiedad o rabia están vinculado positivamente a la viralidad.
Ya Cambridge Analytica (CA)- una compañía privada británica que combinaba la minería de datos y el análisis de datos con la comunicación estratégica para el proceso electoral -que saltó a la fama en 2018 por el llamado «escándalo Facebook-CA»- había demostrado que provocar ira e indignación reducía la necesidad de obtener explicaciones racionales y predisponía a los votantes a un estado de ánimo más indiscriminadamente punitivo.
En su estudio sobre la ultraderechista Alt-Right estadounidense, el periodista Andrew Marantz, de The New Yorker, demostró cómo los memes –es decir, una imagen, un video o un texto, por lo general distorsionado con fines caricaturescos– son claves en esta estrategia. Los algoritmos utilizados por las principales plataformas sociales no estaban diseñados para evaluar si una idea era verdadera o falsa, prosocial o antisocial, sino para medir si un meme provocaba un repunte de emociones activadoras en una gran cantidad de personas.
Los memes se asocian a la táctica del llamado shitposting (publicar mierda), es decir, trolear y atacar a los adversarios políticos y llenar de contenido de baja calidad las redes sociales para desviar las discusiones y conseguir que lo publicado en un sitio sea inútil o, como mínimo, pierda valor. El shitposting también tiene la función de insensibilizar a los oyentes conforme pasa el tiempo.
Si cada vez que entramos en una conversación en las redes sociales encontramos un sinfín de comentarios en que los insultos se mezclan con las estupideces, es muy difícil que nos interesemos por el post, tuit o texto que ha desencadenado esa discusión. Y si cada día vemos comentarios despectivos y violentos en las redes, es muy probable que nos acostumbremos a ello.
Es evidente pues que la publicación de fake news y teorías de la conspiración favorece tanto la viralización de las noticias como las reacciones emotivas y viscerales de un porcentaje notable de los usuarios. Y la viralización, además, no se queda solo en las redes sociales, sino que llega a los medios de comunicación tradicionales e inclusive a los parlamentos.
El fenómeno de la retroalimentación entre redes sociales, medios tradicionales y lugares de debate público como los parlamentos demuestra la existencia de redes globales para la difusión de los discursos ultraderechistas. Entre estas, cabe mencionar El Movimiento de Steve Bannon, uno de los propulsores de los libertarios de ultraderecha, pero también importantes lobbies –como los de armas o los del integrismo cristiano– que promueven una agenda común y financian a partidos de extrema derecha.
Es esto lo que explica la difusión de teorías del complot realmente increíbles como la del Pizzagate, según la cual los principales líderes del Partido Demócrata en EE.UU., a partir de Hillary Clinton, habían creado una red de tráfico de personas y organizaban sesiones de abuso sexual infantil en restaurantes como la pizzería Comet Ping Pong en Washington.
O la de Qanon –que interpreta el mundo como una lucha entre el Bien y el Mal, representados por Trump y un supuesto Sistema, respectivamente– o aquella según la cual Bill Gates es el creador del coronavirus. En una realidad desconcertante y ambigua, las teorías conspirativas ofrecen un molde de orden, cuya atractiva sencillez eclipsa sus absurdos, señala Forti.
El partido ultraderechista español Vox, estudia la página web y los perfiles de la formación en Facebook, Twitter, Telegram, Flickr, YouTube, Instagram, TikTok y Gab. El uso de estos canales difiere en su formato y estilo, ya que se dirigen a distintos perfiles de públicos.
Un análisis de Andrea Castro y Pablo Díaz señala que todo el contenido generado por Vox para la esfera digital responde a los mismos patrones discursivos: simplificación y empleo de un lenguaje directo y claro, con expresiones beligerantes y de llamada a la acción, que explota para descalificar y ridiculizar a sus adversarios políticos y ensalzar a sus líderes. Destaca su uso de redes enfocadas al usuario joven, como YouTube, Instagram o TikTok, en las que adapta sus recursos estilísticos.
También resulta relevante su presencia en Gab, una red social caracterizada por no limitar ningún contenido y cuyos usuarios se asocian a posicionamientos políticos de extrema derecha.
En Alemania, la AfD, la nueva ultraderecha alemana no se convirtió en el partido «social media» del país de casualidad. Sabían que los medios de comunicación convencionales no dejarían que sus mensajes racistas e irrespetuosos se transmitiesen tan fácilmente. Y por eso, comenzaron a venderse como víctimas que construyen su propio altavoz rebelde y empiezan a generar desconfianza sobre los medios convencionales.
Ningún otro partido político en Alemania tiene más seguidores que Alternative für Deutschland (AfD) en Facebook. Allí reúne a 4,5 millones de usuarios en el país germano. Cuanta más emoción transmita una publicación, más reacciones provoca. Así puntúan los algoritmos. Más interacción de los usuarios hacia una publicación significa, por tanto, mayor visibilidad y mayor atención.
Mientras en las páginas oficiales de la AfD se hallan mensajes relacionados con temas como el terrorismo y la inmigración, la ultraderecha se mueve como pez en el agua en los grupos privados de Facebook. El discurso moderno de la «nueva ultraderecha» cambia y los usuarios pasan directamente a compartir citas de Mein Kampf, el libro de Adolf Hitler, o links de publicaciones «científicas» sobre la supremacía blanca, etc.
Al ser un grupo cerrado, esto genera un sentimiento de comunidad o vínculo mucho más fuerte, donde se potencia la reafirmación constante de una misma identidad que se siente defraudada y «engañada» por los medios y las instituciones. Apenas un tres por ciento de los alemanes tiene una cuenta de Twitter, pero casi todo periodista en Alemania tiene una. Sus tweets son agresivos y directos para lograr posicionar sus temas en la agenda de medios y consigue que el resto de partidos acabe haciendo declaraciones al respecto.
Tácticas
La viralización de mensajes, videos o memes en las redes sociales es la táctica más utilizada a través de una compleja red donde los llamados influencers de extrema derecha son coadyuvados por un sinfín de perfiles falsos o automatizados –bots y sockpuppets– y activistas que practican el troleo y el shitposting. Cada vez son más frecuentes técnicas que rozan la ilegalidad o que son punibles como un delito.
Entre ellas está el doxing –la revelación de datos personales de un individuo con el fin de intimidar, silenciar y desacreditar públicamente a voces críticas y opositores políticos– o los ataques coordinados conocidos como shit storm, literalmente «tormenta de mierda».
A menudo estas prácticas se apoyan en lo que se ha denominado fábricas o granjas de trolls, empresas que se dedican a crear cuentas automatizadas, difundir noticias falsas y acosar a periodistas o usuarios en las redes sociales. Estas empresas pueden ser financiadas o creadas por gobiernos, pero también montadas por individuos aparentemente no vinculados a formaciones políticas o gobiernos. Pero, generalmente, los financistas son los mismos.
En EE.UU. se notó que el enfoque y los recursos después del 11 de septiembre estaban demasiado puestos en el terrorismo islamista. Las redes de ultraderecha en internet casi no eran observadas. Se omitió entender mejor toda esta subcultura, para finalmente poder clasificarla adecuadamente.
¿Qué es potencialmente amenazante para la democracia, (al menos lo que Occidente entiende como democracia)? ¿Qué puede convertirse en violencia? ¿Qué es en realidad solo trolling? Hoy, las autoridades no tienen el panorama completo, en términos de grupos online de extrema derecha. Del lado islamista creen estar mucho mejor protegidos, o por lo menos no tienen cómplices en las altas esferas del poder.
Fuente: estrategia.la