La escritora Liliana Bodoc, una de las figuras más reconocidas de las letras mendocinas, falleció este martes en San Luis. Se consagró como escritora y poeta argentina especializada en literatura juvenil.
La escritora había llegado anoche a Mendoza luego de participar junto a una comitiva local en Cuba, dentro de la edición 2018 de la Feria del Libro. Bodoc no tuvo ningún inconveniente de salud en ese viaje. Se mostró de muy buen humor y participó de todas las actividades.
Según trascendió arribó al aeropuerto durante la madrugada acompañada por Gareca y otros funcionarios del área. Allí la esperaba su marido con quien emprendió viaje hacia Trapiche (San Luis), donde residía hacía varios años.
En la mañana de este martes familiares comunicaron que la escritora de 59 años había sufrido un infarto.
La mujer abrió los ojos para llorar. Entonces, vio a través de sus lágrimas. Y aprendió por el llanto que la memoria sólo perdura si se reinventa.Acerca de Bodoc
Nació en Santa Fe el 21 de julio de 1958 como Liliana Chiavetta pero se hizo famosa como mendocina y con otro apellido: Bodoc.
La escritora que falleció este martes en San Luis vivió desde los cinco años en Mendoza. Llegó a la provincia por motivos laborales de su padre y estudió Licenciatura en Letras en la Universidad Nacional de Cuyo. También ejerció como docente de Literatura Española y Argentina en diversos colegios de la misma universidad.
A los 39 años, escribió la Saga de los Confines, una trilogía épica y fantástica, a la que, según ella, le debía toda su carrera. Además escribió otros como Memorias impuras, Presagio de carnaval, Sucedió en colores y El espejo africano.
Con "La saga..." se mostró como la revelación argentina en el género de la épica y la literatura fantástica; y sus libros fueron publicados en otros idiomas (alemán, francés, holandés, japonés, polaco, inglés e italiano).
Yo no puedo creer esto. Se me parte el corazón. Pensé todo el día en ella porque hace años se había convertido al islamismo y la vi en cada mezquita que entré hoy. No sabía de esta noticia. Liliana Bodoc era además de una gran escritora un ser extraordinario. Qué tristeza. https://t.co/aR1SrZvVVN— Claudia Piñeiro (@claudiapineiro) 6 de febrero de 2018
Por: Mariana Guzzante
Detrás se escucha el bullicio de la previa. Liliana está en Córdoba, donde se lanza por primera vez “Elisa. La rosa inesperada”, su última novela. ¿Y por qué ahí? Pues porque en tierras cordobesas vive Micaela Verón, la hija de Marita, la nieta de Susana Trimarco.
Micaela tiene ahora dieciocho años y es estudiante de Antropología. Cuando apenas tenía tres, su mamá, María de los Ángeles, desapareció de golpe. Fue raptada por una red de trata en Tucumán. Desde entonces, junto a su abuela, la infatigable Susana Trimarco, no sólo la buscan sino que luchan sin descanso contra la trata.
Liliana supo que a Micaela le había encantado la Saga de los Confines. Que al crecer, criada por esa abuela resiliente, se había convertido en una intensa lectora. Por eso Bodoc la está esperando ahora, para iniciar la presentación de este libro cuya protagonista adolescente se enfrenta con un mundo hostil. Micaela va a hablar.
Las historias se cruzan porque “Elisa”, al lanzarse al camino, se topa con la mano oscura de la trata. “El mal, como planta que es, no se está quieta. Crece”, dice el misterioso personaje-guía en estas páginas.
Diablitos y demonios
Liliana se aparta un poco del bullicio del salón donde será presentada “Elisa”. Busca el rinconcito para poder ser ella: íntima. Cuenta que su protagonista es una adolescente como la que ella fue: crecida en una villa de emergencia en Santa Fe, inquieta, disconforme. Conoce por experiencia propia el impulso que agita su sangre. “En mi adolescencia fui una voraz soñadora de viajes. Imaginé los caminos como coartadas que me salvarían de la pena”.
Pero la forma definitiva de esta novela no llegó sino después de un proceso largo y complejo para la autora.
Después de entregar “Tiempo de Dragones I y II”, la idea de Liliana era escribir una novela de viaje. El punto de vista -supo de entrada- sería el de una chica de provincia. En eso iba pensando cuando decidió emprender el pasado invierno un recorrido por el noroeste argentino.
“Una tarde, me fui a conocer el cementerio de Tilcara, que es tan particular. Vi una cruz tirada y la levanté, la acomodé, hasta le saqué una foto con el celular.
El muertito se llamaba ‘Juan Cabrera’, comprobé”. Hasta ahí, Liliana cuenta la anécdota con liviandad. De pronto, le cambia la voz, ensombrece el tono, ralentiza: “Esa noche, tuve una pesadilla terrible. Y te juro, pero te juro, que al otro día amanecí muy enferma. Pero no era sólo que me dolía todo el cuerpo y me estallaban los ojos y tenía fiebre. Una enfermedad me había tomado el cuerpo y, sobre todo, el espíritu. Me agarró una angustia, una tristeza”.
Quiso salir de ahí rápido. Dejó todo tirado, desprogramó el tour y llamó a su marido para volver a casa. Olvidó cosas en el hotel. Quizá algunas anotaciones del proyecto.
Meses después, empezó a trabajar en ella la imagen de los diablitos de Tilcara. “Y de los otros diablos”, agrega.
Tras varias tribulaciones decidió volver, narrativamente, a ese pueblo norteño. “Hay varias Tilcaras. Yo me metí en la Tilcara más oscura. No la que ven los europeos que se ponen un poncho con 40 grados. Creo que la condición de turista es la peor que se puede tener en el mundo. Yo la tuve con la cruz de Juan Cabrera. La falta de respeto, la estupidez, la superficialidad. Y me lo hizo saber”.
En el norte Liliana conoció a Abel Moreno. Habla de él en el prólogo: “Abel Moreno vive en Tilcara. Es viejo, y escasamente abandona su silla de paja, con un hueco en el medio a punto de ceder. Usa gorro de lana, tose y se rasca el dorso de la mano izquierda”.
Él narrará lo que ella no vio, aclara. Abel habla del mal, habla de que crece como hierba mala. Liliana abraza su voz para indagar en el misterio y en las sombras. “Parecía lo de siempre... Contrabandearles a los gringos, emborracharlos, hacerles creer que habían fornicado con la Pachamama. ¡Cosas bien sabidas! Pero estos que llegaron y se pararon enfrente mismo de nosotros, y miraron a Miguelito, fueron de más en más”.
Elisa parte de su tierra natal y recala en Tilcara. Va penetrando en esa región oculta donde encuentra -y siente en el cuerpo- la amenaza.
Estuve muy tentada de caer en el final desolador. Parecía ir hacia allí. Pero me rebelé a eso. No quise. Busco cierta reconciliación con el mundo a través de las palabras.
Elisa está pintada en la sinopsis del libro. “Su primera canción de cuna fue una cumbia. Después, cuando Naranja Dulce salió de gira a buscarse un futuro, Elisa -entre la plancha y el rociador- eligió otra música.
Sin grandes anhelos, aceptó una invitación que prometía un paisaje diferente y algunas palabras en inglés. Pero el diablo se interpuso y empujó su destino hacia el norte. Allí, una voz de niña de piedra y el silbido de un viejo la alertaron del peligro.
Elisa siente la amenaza en el cuerpo y sólo aliviará su pena cuando encuentre sus propias palabras”.
Un mapa de signos
Como fue gestada como novela de viajes, la edición está acompañada por un diario de bitácora que se puede leer en esta dirección: elviajedelilianabodoc.blogspot.com.ar. Allí se pueden ver anotaciones, manuscritos, notas de la viajera, entrevistas y oír la música que la acompañó en eso que ella llama “un naufragio”. La música, también, acompaña cada capítulo.
Al principio de ese mapa textual, escribe: “Siempre estuvo Santa Fe como punto de partida y de regreso. Es fácil adivinar que se trata de mi propia infancia.
En la ciudad de Santa Fe, en algunos lugares particularmente, mi infancia aún no se entera de que yo crecí y la dejé vacía. Volver a Santa Fe es para mí, casi literalmente, volver al seno materno.
¿Y el otro extremo del viaje?
El norte, Jujuy, los sitios que no pude recorrer a mi tiempo y que, en cambio y felizmente, recorrieron mis hijos: Tilcara, Purmamarca, Andalgalá. Ése era el mapa.
¿Por qué?
Porque no hay sitio en que resida con mayor profundidad el misterio de nuestra cultura. La maravilla y el dolor andan por esas calles como si tal cosa.
La trata no está planteada en la novela como denuncia explícita. “Es más bien la amenaza lo que sobrevuela”. Sin embargo, en el Diario de Bitácora hay un enlace directo sobre “trata de personas”. Es un texto que difunde la Fundación María de los Ángeles, creada en nombre de la mamá de Micaela.
Allí se lee que la trata es “la captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de individuos con fines de explotación, tanto sexual como laboral”.
Que los tratantes suelen usar estos métodos de captación o reclutamiento: “Ofrecer engañosas ofertas de trabajo, participar en falsas agencias de modelos, ofrecer matrimonio o convivencia”. La mejor manera de prevenir este delito es la información. “Ojalá sembremos algo más de conciencia”, cierra Liliana, mientras ve llegar a Micaela y tomar a “Elisa” entre sus manos.
Alrededor del sol
Por: Liliana Bodoc
Imagen: REP
Gracias a Bertolt Brecht
El hombre corpulento y lleno de estrellas tropezó con un niño que jugaba en los pasillos oscuros de la casa.
–¿Quién eres? –preguntó
–Soy Andrea Sarti, el hijo de su casera.
–¿Qué haces aquí?
–Aquí vivo.
–¿En mi casa?
–Sí, señor Galilei.
–¿Desde cuándo vives en mi casa?
–Desde que nací. Hace siete años.
Esa fue la mañana que me conoció, después de verme casi a diario durante siete años.
Nunca entendí bien por qué puso atención en mí, cuando tenía una multitud de buenos estudiantes esperando que los admitiera como discípulos. Por mi parte, le pagué con impertinencia.
Pero aquel día yo admiraba a Galileo Galilei como solo admiran los niños: en los aciertos y en los errores, en la genialidad y en la torpeza. Fue mi madre quien me dijo que el maestro deseaba que yo fuese, alguna que otra tarde, a su laboratorio…
–A mi Andrea, ¿qué les parece? Es que ese niño salió con la inteligencia de un búho. Por algo el señor Galilei lo tomó a su cargo y está, dale que dale, enseñándole sobre el cielo y la tierra. Andrea aquí, Andrea allá, Andrea mira esto, Andrea presta atención… Más les digo: cuando el señor Galilei se va a sus clases, mi Andrea queda a cargo.
Galileo Galilei le sonreía a los astros más que a cualquier ser humano.
–Aquí hay demasiado polvo– le dijo a su casera, pasando la mano sobre una mesa de madera.
La mujer, que llegaba con la bandeja del almuerzo, no tenía pelos en la lengua.
–¿Cómo quiere que friegue, si apenas toco alguna cosa grita como un endemoniado?
–He visto a tu hijo –Galileo Galilei seguía su propio hilo.
–¿Hizo algo indebido? –Esta vez sí, la casera miró a su señor con alarma evidente.
–Nada… El chico no ha hecho nada. Solo pensé que podrías enviarlo aquí para que me ayude con el orden –Y el maestro agregó –Le daré un pequeño pago extra.
–Mi Andrea estará muy feliz –respondió la mujer.
–Eso es, ¡Andrea! –Galileo Galilei recordó el nombre del niño que había visto unos días atrás en el pasillo de su casa.
Así comenzaron las visitas de Andrea Sarti al laboratorio más renombrado de Florencia.
Me gustaba verlo mirar. Yo aprendía solo con ver los ojos de mi maestro cuando estudiaba, cuando intentaba entender, cuando se decepcionaba. Lo vi buscar la verdad en los haces de luz que entraban por la ventana, lo escuché pelear con las constelaciones, me tocó ser testigo de sus dudas y sus enojos… Al principio, apenas me hablaba. Algunos meses más tarde, empezó a dirigirme la palabra. A veces, según la lógica lo indicaba, intentaba hacerme entender sus ideas con palabras sencillas. Entonces Andrea era Andrea. Otras veces, me refutaba con tono burlón cosas que yo jamás había dicho. Seguramente veía en mí alguno de sus múltiples adversarios. Pero nada le gustaba tanto a mi maestro como discutir consigo mismo. Galileo Galilei decía, Galileo Galilei negaba, Galileo Galilei afirmaba esto, Galileo Galilei lo ponía en duda. En una ocasión, durante una disputa respecto de las manchas del sol, llegaron a insultarse. Uno de ellos se quedó en un extremo del laboratorio, puliendo un cristal mientras el otro se sumergió en la lectura. Así eran ellos…
Según recuerdo, empezó a reparar seriamente en mí cuando cumplí trece años y las cosas, en Roma, se complicaron. Para entonces yo comía en su laboratorio. Y él se empeñaba en sacarle lustre a mi entendimiento.
–Entiendes por qué flota el hielo, ¿no es así, Andrea?
Yo entendía eso y mucho más.
–Ya ves. Lo entiendes tú pero no lo entienden los profesores de Pisa.
Recuerdo a mi maestro limpiándose la boca con rudeza antes de levantarse de la mesa para volver, horas después, al almuerzo frío. No sé si tenía voluntad de enseñarme, pero lo hacía.
Cuando la idea de vivir en un planeta que giraba dejó de atemorizarme, me dediqué a socavar los nervios de mi madre.
–¡No me vengas con eso, Andrea! Sé lo que te digo, esas historias no van a traer nada bueno. Yo soy quien va al mercado. Allá muchos me lo dicen: Tu señor tiene más enemigos que dientes la cabeza de ajo. ¿Y eso por qué? Por andar diciendo que el mundo anda alrededor del sol como un perrito abandonado alrededor de las sobras. ¡Que Dios nos ampare!
Muchas veces, confiado en sus buenos contactos, mi maestro se reía enumerando la lista de enemigos.
–Profesores, cardenales, la propia duquesa de Lorena… Ahora Roma me manda a llamar. Eso me obliga a abandonar mis trabajos con el microscopio y viajar en pleno frío de febrero.
Galileo Galilei debía presentarse ante el Santo Oficio de Roma el 16 de febrero de 1616. Llevó consigo sus saberes, sus pruebas. Y su mala salud. No recibió malos tratos ni humillaciones. Más bien le rogaron que ya no hablara de teoría sino de hipótesis. Con eso sería suficiente. Las comprobaciones que presentaba no eran suficientes para sostener con firmeza que el sol estaba en el centro y que la Tierra orbitaba a su alrededor.
–Una hipótesis, señor Galilei. ¡Usted solo tiene una hipótesis!
Parecía poca cosa, pero mi maestro se entristeció. Su pena empeoró su salud. Como siempre, solo su afán de conocer fue capaz de devolverle el ánimo. Con los años, fui a la universidad y traté con hombres de ciencia. Sin embargo nunca vi una cosa semejante: alguien que atravesara los días y las noches con el único fin de comprender el mundo que habitaba.
Mi madre se lamentaba por eso.
–Y explícame tú, que eres un sabelotodo, para qué le sirve tanto estudio al señor Galilei… Ya le han levantado el índice, ya le han hecho ¡shhh! Ahora que se quede bien quieto, y que se ocupe de mejorar su salud. Conozco bien el color de la enfermedad. Y lo suyo… ¡No hay caldo que lo levante!
Durante algunos años, Galileo Galilei se dedicó a la escritura. Y pareció divertirse con las pequeñas rencillas que, por una causa o por otra, entablaba con sus colegas. Pero Roma, como Dios, no dormía. Roma leía entrelíneas, Roma se inflamaba cada vez que los sarcasmos de Galilei llegaban a sus oídos. Un día, Roma perdió la paciencia y lo convocó otra vez.
La salud de Galileo Galilei era un traje que le quedaba demasiado grande. Por esa razón, sus médicos lo eximieron de viajar.
–Quédese tranquila, señora Sarti. Voy a enviar estos certificados a Roma, y me quedaré en casa.
–¡Suerte! Así lo que deba pasar, pasará aquí –fue el desafortunado comentario de la casera.
–¡Cierre esa boca, mujer! Todos los días me augura la muerte.
La mirada de la señora Sarti se metió entre sus pies.
–Es pura preocupación, señor Galilei.
–Entonces ya no te preocupes. Y dile a Andrea que venga ahora mismo. Lo necesito.
A partir de entonces todo empeoró: mi maestro, el olor de Florencia, mi ánimo. Hasta la verdad misma pareció empeorar.
Enfermo o no, con certificaciones médicas o sin ellas, mi maestro fue obligado a ir a Roma para un interrogatorio. Y yo, que había pasado más de diez años aprendiendo a su lado, estaba seguro de que jamás iba a retractarse. Mi maestro aceptaría cualquier destino antes que decir que la verdad no era la verdad. Mi maestro era indoblegable. Llegué a pensar, con ese coraje cruel de la juventud, que era preferible que él mismo, y no la verdad, ardiera en la llamas. El, y no su gloria. Esperé intranquilo las noticias que los amigos de mi maestro nos traerían llegado el momento. Cuando supe lo ocurrido, pensé que nada peor podría haber pasado. Era joven, era impertinente. Y a esas alturas, también estaba ciegamente enamorado de la verdad.
Ante las amenazadoras exigencias de la Inquisición, Galileo Galilei aceptó abjurar de sus ideas. No era cierto que la Tierra orbitara alrededor del sol. No era cierto. Gracias a su abjuración, se le conmutó la prisión por arresto domiciliario. Galileo Galilei fue condenado a encierro perpetuo. Y la Tierra se transformó en un planeta inmóvil.
Vi por la ventana cuando lo ayudaban a bajar del carruaje. Había perdido peso. Y las pocas fuerzas que le quedaban no le permitían sostener en alto la cabeza. Vi a mi madre correr a su encuentro. Después entró a la casa para siempre.
Durante muchos días solo escuché su tos y su silencio. Mi madre, mucho más sensata que yo a pesar de ser analfabeta, me insistió para que fuese a verlo.
–¿Cuándo piensas dejar de lado tu estupidez? Tan fácil para el jovencito andar orgulloso... Total, no eras tú quien pasaría la vida en un calabozo. O algo peor. Cuando no se trata de nuestro propio pellejo es muy fácil ser valiente. ¡Muy fácil, Andrea!
Al final de ese invierno, Galileo Galilei supo que su joven discípulo estaba parado detrás del sillón que ocupaba.
–Si viniste a escuchar que estoy avergonzado de mi abjuración, estarás parado ahí muchos años. Vergüenza no. Vergüenza no tengo. Soy un científico, no un héroe. Soy un viejo. ¿Estás pensando en otros que no abjuraron? ¿Otros que aceptaron morir por la verdad? Pues yo no pude hacerlo. Tuve miedo, y volvería a tenerlo. ¿No fue bastante dedicar mi vida entera? ¿También debía dedicar mi muerte? Además, mi buen Andrea, hagan lo que hagan, digan lo que digan, abjure quien abjure, la Tierra hará lo suyo.
Galileo Galilei dibujó una órbita con la mano.
–Lo que pienses tú de mi abjuración no importa demasiado. La Tierra seguirá girando...
Revista y Editorial Sudestada
Nuestro adiós a Liliana Bodoc
La noticia llegó de improviso. Desde los confines de un mundo imaginado, seguramente narrado con esa belleza con la que ella solía nutrir sus relatos, parece que perdimos la voz de Liliana. Era, es, escritora, autora de aquella inolvidable "La saga de los Confines", un proyecto que le demandó siete años y en el que creó un universo mágico, inspirado libremente en los mayas, los aztecas y los mapuches. "La saga de los Confines" pertenece al género épico fantástico. Su eterno tema, la batalla del bien contra el mal, deviene conciencia colectiva contra la desintegración de la memoria de los pueblos. Recuperar desde lo ficcional las voces negadas, opuestas a las dominantes. Con la idea de Eduardo Galeano del horizonte -que se corre para que uno avance-, Liliana abrió una puerta hacia lo mágico. Las influencias que atesora son ancestrales: Bodoc rastreó en la oralidad de los relatos mapuches, el olor a maíz caliente de la escritura ideográfica azteca y lo que quedó traducido -"traducir significa algo", aclaraba- de la literatura quiché, el Popol Vuh, del que tomó su cadencia y musicalidad como ideas madre. Luego abrevó en los cronistas de Indias, los Diarios de Cristóbal Colón y las Cartas de Hernán Cortés a Carlos V, que testimonian en un castellano colonial, llano y triunfal, la devastación de un imperio a manos de otro.
La entrevistamos hace ya muchos años. La leímos hace tiempo, la leerán nuestro hijos e hijas, seguramente. Será el mejor regalo de Liliana: abrirle la ventana a la magia, a la belleza y a la fantasía a todos y todas, como hizo con nosotros, como hizo con tantos lectores en el país y en el mundo...
“No importa cuánto nos esforcemos en contar. La memoria tiene infinitas puertas y por eso nunca estará completa. Es solo dar cuenta de algo para que se abran cien vacíos, cien preguntas. ¿Qué ocurrió con Muesca-Cinco, el hijo más débil del guerrero? ¿Y cómo continuó la resistencia en las Tierras Antiguas? ¿Nacieron nuevos Brujos de la Tierra? ¿Cómo nació el sagrado juego del yocoy?¿Por cuál de los dos ríos de su sangre se inclinó Yocoya-Tzin, heredero del trono del País del Sol?¿Y la Destrenzada? ¿Y antes? ¿Y el Brujo Halcón en su metamorfosis? La Sombra y Vieja Kush están sentadas a la vera del tiempo, enhebrando un collar sin sentido. Cien respuestas para que se abran cien nuevos vacíos, cien nuevas preguntas. Los relatos son el modo más humano del tiempo. Y solo narrando, de tarde en tarde, de boca en boca, nos hacemos eternos.”
Liliana Bodoc, Relatos de los Confines: Oficio de búhos
Fotos: Tinkuy Libros y Fernando Calzada
Fuentes: El Sol, Los Andes, Sudestada y PáginaI12