Los funcionarios públicos están expuestos a recibir ataques "vehementes, cáusticos, muchas veces desagradables", que el derecho explícitamente protege
Por: Roberto Gargarella, Profesor de Derecho Constitucional (Universidad Torcuato Di Tella-Universidad Pompeu Fabra)
Resulta claro que el Poder Ejecutivo, particularmente en países como el nuestro, goza de poderes, privilegios y ventajas de las que todos carecemos.
Tales beneficios incluyen, entre otros, su control privilegiado del presupuesto y de los poderes coercitivos; las facultades formales e informales que están a su alcance (desde la facultad de dictar decretos a la de tener control sobre los servicios de inteligencia -y su dinero sin supervisión); la inmunidad de arresto de la que se sirve; el lugar que ocupa, y la visibilidad excepcional de la que por tanto goza, para comunicar sus puntos de vista, irradiar ideas o imponer políticas.
La posición presidencial, en este sentido, es extraordinariamente privilegiada, en relación con la que ocupa cualquier ciudadano del común. Todo esto es cierto y es conocido, y por eso aquí, y en lo que sigue, voy ocuparme de la contracara de lo dicho.
Esto es, me referiré a algunas de las particulares limitaciones que deben aceptar o padecer los Presidentes, en parte como contrapeso de los excepcionales poderes de los que gozan, y que lo colocan, en algunos casos, en una situación "inferior" -más controlada, más limitada o menos protegida- que un ciudadano cualquiera.
En primer lugar, el Presidente, en particular (junto con una mayoría de "altos cargos" gubernamentales) se encuentra obligado a tolerar críticas y aún agravios que ningún ciudadano común está obligado a aceptar.
Como definiera, canónicamente, el Supremo Tribunal de los Estados Unidos, en New York Times v. Sullivan (un fallo luego retomado y expandido en una mayoría de países, incluyendo el nuestro), los funcionarios públicos están expuestos a recibir ataques "vehementes, cáusticos, muchas veces desagradables", que el derecho explícitamente protege.
Ello, notablemente, aunque el ataque del caso implicara una ofensa al honor del funcionario criticado. Y es que lo que está en juego -sostuvo entonces la Corte- es el "compromiso" con un "debate público robusto, desinhibido, vigoroso".
Así -afirmó el tribunal- debía ser interpretada la libertad de expresión, en lo relativo a la crítica a los funcionarios. Tal es el nivel y grosor de ese compromiso, que la justicia aceptó, desde entonces, que las críticas contra los funcionarios públicos debían tolerarse, aún si contenían falsedades (¡!) y en la medida en que ellas no hubiesen sido expuestas con "real malicia" (que, por lo demás, debía probar el criticado).
Esta ultra-protección hacia las críticas -y aún agresiones- que pueden recibir los funcionarios públicos se expresó en nuestro país, en casos como "Quantín". Allí, la Corte argentina consideró, como discurso protegido, al uso de un insulto como "nazi", dirigido entonces contra el fiscal Quantín -una afirmación importante, por ejemplo, a la luz de la ultra-sensibilidad que muestra el Presidente frente a acusaciones que recibe, de tonalidad similar.
Sus críticos -deberá aclarársele al Ejecutivo- tienen derecho a utilizar contra él, en sus críticas, términos y tonalidades que él no está autorizado a utilizar contra los demás. En este sentido, la "protección" jurídica que tiene el Presidente, frente a las críticas y agravios es mucho menor que la que tiene un ciudadano común.
Podemos enfocarnos ahora, entonces, en el otro lado de la ecuación, esto es, ya no la mayor protección que merecen los discursos vehementes y ofensivos contra el Presidente (u otros funcionarios de alto rango), sino en los mayores límites que el Presidente (y otros funcionarios de rango similar) tiene(n), a la hora de responder a sus críticos, o de atacarlos.
Resulta habitual, en efecto, que el Presidente sostenga que él, "como cualquier ciudadano", tiene derecho a defenderse, y a responder así a los ataques que recibe. Pues no -habrá que decirle- él no tiene el mismo derecho que un ciudadano cualquiera, a contestar: tiene mucho menos, particularmente si, para hacerlo -como suele ser su regla- él duplica la apuesta, y responde a las críticas o agravios que recibe con insultos y guarangadas nunca oídas en la historia del discurso público nacional.
Ello, otra vez, en razón de la visibilidad especial con la que ya cuenta, para expresar sus puntos de vista; en razón de haberse puesto él mismo (el funcionario en cuestión), a conciencia, en ese lugar visible; pero sobre todo, en razón de los poderes especiales (formales e informales) de los que goza, en el ejercicio de su función.
La Corte de nuestro país, reiteradas veces, ha señalado que no existe un "derecho al insulto" (casos "Amarilla"; "Quantín"; "Irigoyen"); del mismo modo en que los tribunales de todo el mundo (y reiteradamente los de América Latina, incluyendo, de manera especial, a la Corte Interamericana) le han dicho, a los Presidentes en ejercicio, que sus ataques a periodistas y críticos afrontan límites especiales, en razón del riesgo de la "censura indirecta" que esos ataques implican (esto es, el riesgo de intimidar, amedrentar, y finalmente acallar, a opositores y críticos).
Siempre, pero muy en particular en momentos como éste, de polarización, abusos de poder, y fragilidad institucional, necesitamos trazar esos límites de modo nítido, y hacerle saber al Presidente que, en el área de la libertad de expresión, sus libertades resultan, jurídicamente, mucho más restringidas que las nuestras.
Foto: Sergio Pérez - EFE
Fuente: Diario Clarín