Las muertes de Alfonsín, Mercedes Sosa, Mareco y Cascioli, los ve agrupados como referentes de la etapa fundacional de la democracia.
Por: José Vales
La hermana Libertad, a la que, con Atahualpa Yupanqui, cantaba Mercedes Sosa, conmovía de manera muy particular en aquellos días de mediados del 82. Llevaba años de cautiverio y todo parecía indicar que los argentinos la teníamos ya ubicada y estábamos dispuestos a ir en su rescate.
El canto de la Negra, que se había animado a regresar preparando el final de su exilio, aturdía a los dictadores, hacía vibrar a miles de corazones que ganaban las calles al grito de “se va a acabar…” e inyectaba rebeldía.
Entre tanto silencio periodístico impuesto y autoimpuesto, había una revista, Humor, que llevaba tres años en los kioscos atreviéndose a denunciar, a reclamar y a decir lo que otros callaban. El quincenario de Andrés Cascioli no sólo le hacía honor a su nombre sino también a los buenos reportajes, a la buena música y literatura, al tiempo que brindaba ciertas recetas para desentumecer las almas y los cerebros. Era un oasis de buen periodismo.
Una revista que, en algunos casos, ayudó a definir vocaciones ante la ausencia de claustros de nivel y asistió en la formación de una generación de hombres y mujeres de prensa. En estos días de tanta polémica sobre el rol los medios, vale recordar que muchos se enteraron en sus páginas de la existencia de desaparecidos, de las aberraciones en Malvinas y de la corrupción militar. Donde convivían en el disenso (palabra hoy en franKa devaluación), desde José Pablo Feinmann a Luis Gregorich o desde monseñor Miguel Hesayne a Alejandro Dolina. El quincenario había llegado a vender 330 mil ejemplares y en él sus lectores buscaban dibujar una sonrisa donde todo era aberración y algunas claves para avanzar en la recuperación democrática en medio del desconcierto. Al menos hasta la multitudinaria campaña electoral del 83, cuando irrumpió con fuerza Raúl Alfonsín y su recitado preámbulo, con el que llegó a la Casa Rosada.
Eran días, también, de cierta apertura informativa. En la televisión, parecía el momento de dejar atrás la “diversión” seudocuartelera de programas como el de Quique Da Piaggi, para darle espacio a lo que estaba por venir. Y fue en el canal público donde el veterano animador Juan Carlos Mareco mostraba que sus recursos no se agotaban en diálogos con Topo Gigio, para recuperar el testimonio de artistas y científicos que volvían del hielo. Víctor Laplace, Norma Leandro, Leonardo Favio u Horacio Guaraní, entre otros, que daban cuenta de sus forzados destierros. Fueron dos o tres años de respirar los aires de un nuevo tiempo. Lentamente, la incertidumbre se iba rindiendo ante la esperanza, hasta que la hermana Libertad fue rescatada en medio de una gran algarabía. Lo que vino después es historia conocida y, en parte, lamentada, si se la observa en retrospectiva.
Muchos argentinos guardan en su memoria aquellos días como los mejores, como los más movilizadores -en todo sentido- de los últimos 35 años. Una primavera social y política que parece haberse archivado definitivamente en este confuso 2009. Un año en el que fallecieron Alfonsín (el 2 de abril), símbolo de la recuperación de las instituciones; Cascioli (26 de junio), ícono de la valentía de un empresario periodístico; la Negra Sosa (4 de octubre), la que le había puesto voz a toda esa esperanza, y hasta Mareco (el 8 de octubre). Como si el destino se empeñara en mostrar que la democracia ya hace rato que ingresó en la adultez, a pesar de su notoria fijación adolescente, vislumbrada no sólo en el maltrato a las instituciones o el escaso nivel de sus dirigentes, sino también con leyes de aquella época de plomo que sobrevivieron hasta hace unos días (la de radiodifusión, por ejemplo) o con una sociedad que sigue repitiendo sistemáticamente los mismos errores, sin aceptar responsabilidades por sus decisiones colectivas o por el efecto directo de su indiferencia.
Los decesos del ex presidente y de la cantante de la voz inconmensurable despertaron en la sociedad, por razones obvias, las mayores escenas de dolor. En ambos casos, volvieron las tan argentinas manifestaciones multitudinarias ante la muerte de una personalidad y nuevas evidencias de que no logramos superar esa tendencia al paternalismo. Como cuando en medio de la congoja generalizada se apela a rótulos tales como “murió el padre de la democracia” o “se fue la madre de la libertad”. Definiciones sugerentes de una suerte de “síndrome de Peter Pan” que nos aqueja y que desnuda cierto sentimiento de orfandad colectiva o, al menos, esboza los dilemas de una sociedad inmadura.
Año de duelo este confuso 2009 por la pérdida de los referentes de la etapa fundacional de la democracia. Pérdidas que nos obligaron a repasar aquella época. Y, por qué no, a encontrar ciertas semejanzas entre aquellos padecimientos de la libertad y el estado actual de la justicia, la equidad social, la distribución de la riqueza, la credibilidad en las instituciones y otros tantos “ausentes” ideales para transformar un país en una nación. Que siguen ahí, esperando la hora del rescate.
Fuente: Crítica de la Argentina