En los últimos días la Presidenta amonestó no sólo al campo sino también a los medios de prensa, en un peligroso gesto que insinúa escasa tolerancia a la opinión discordante. La mandataria criticó una caricatura suya hecha por Hermenegildo Sábat en Clarín, al extremo de considerarla “mensaje cuasimafioso”.
Además acusó de “golpistas” a los sectores del campo que hicieron el paro, acompañados por los que definió como “generales mediáticos”.
Más recientemente avaló un informe académico –realizado por profesores con simpatías kirchneristas- donde se critica la cobertura informativa del paro del campo.
El discurso presidencial deja una lectura preocupante. Parece que el gobierno no sólo no tolera la crítica. Sino que tiende a ver al golpista agazapado detrás de ella.
No sólo el disenso le molestaría. Sino también cualquier relato mediático que describa una realidad que incomoda al poder político.
En esta mentalidad maniquea, parece que disentir o reflejar hechos antagónicos al interés del gobierno, coloca a quienes lo hacen, automáticamente, entre los “enemigos del pueblo”.
Es llamativo que la Presidenta se interese por los medios. Porque antes su marido y ahora ella habían inaugurado un nuevo estilo de comunicación: contacto directo con el público, sin mediación periodística.
No dar entrevistas y solo hablar desde tribunas oficiales, pareció dar resultados todos estos años (más allá de que algunos sectores de la prensa se consideraron “ninguneados”).
Y esto porque el apoyo de la opinión pública, con ese estilo, favoreció siempre al gobierno. Pregunta: ¿será que ahora ese apoyo quedó erosionado y entonces hay un redescubrimiento de la incidencia de los medios?
A decir verdad, la historia de la humanidad revela que el Poder, por lo general, nunca se llevó bien con la opinión disidente, a la que intentó siempre, mediante distintos métodos, acallar.
En la España de los Reyes Católicos, para garantizar el control ideológico del reino, nació la Inquisición. Bajo la ominosa figura de Torquemada, ese organismo tenía la misión de resguardar el dogma religioso, pero en la práctica se convirtió en una maquinaria de persecución de los opositores políticos.
Más atrás, la historia de Roma revela una constante tensión entre el deseo de poder omnímodo de los Césares –que llegaba a la autodeificación- y los frenos a esa apetencia construidos alrededor del Senado.
Todos los totalitarismos modernos –desde Adolf Hitler hasta Josef Stalin, pasando por Benito Mussolini- construyeron grandes aparatos propagandísticos de defensa del régimen, a costa de la opinión libre.
Parece que todo Poder lleva en sus genes esta tendencia hegemónica. Es absolutista por naturaleza. En Occidente, para ponerle límites y controlarlo, se inventó la República.
En los países donde la República funciona los gobiernos saben convivir en un marco de circulación libre y plural de opiniones, de visiones distintas de la realidad, o al menos discordantes con la lectura oficial.
En este contexto, la relación con los medios, cuya misión primaria es poner el alcance del público los hechos de interés general, no está exenta de cortocircuitos.
Pero los gobernantes, allí, aceptan las reglas del juego que impone el disenso, y se abstienen de instaurar el pensamiento único.
Editorial de El Día Gualeguaychú