lunes, 13 de mayo de 2024

Diego Ariel Rojas Ayala, Diego Rojas 1977 - 2024

El periodista e investigador Diego Rojas falleció a los 47 años producto de una larga enfermedad y hacía meses que venía sufriendo complicaciones fruto de un trasplante de hígado realizado durante la pandemia. Rojas se desempeñaba en la sección Cultura de Infobae, fue autor de varios libros, entre ellos, la investigación ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, que fue clave para la condena a José Pedraza. Su colega Patricia Kolesnicov lo recordó de esta manera:  
Demasiado joven, demasiado rápido, demasiado vivo, murió Diego Rojas, periodista, investigador, animador cultural, tuitero de pluma aguda –su última intervención, ya desde el hospital, fue el 10 de mayo- y militante de Política Obrera. Tenía 47 años.

Hacía meses que venía sufriendo complicaciones fruto de un trasplante de hígado realizado durante la pandemia.

En 2010, tras el asesinato del militante del Partido Obrero Mariano Ferreyra, Diego Rojas fue a ver al gremialista José Pedraza y logró una entrevista que, años más tarde, un tribunal usaría para condenarlo como partícipe necesario de ese crimen. Había que tener coraje para hacer y publicar esa conversación, que fue parte de uno de los libros de Rojas, titulado justamente ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, que se publicó en 2011 y sobre el cual también hubo una película que protagonizó Martín Caparrós.

Esa es, quizás, una muestra de coraje y rigor periodístico en un hombre que gustaba de autoparodiarse y que así se definía en Twitter: "Periodista, porque peor es trabajar. Ateísta y trotskista posrevolucionario. Dice no a la cerveza y a los progres. Cree que un Negroni no se le niega a nadie".

La familia cuenta que desde muy chico, a poco de aprender solo a leer, se llevaba a los rincones el libro de Educación Cívica de la hermana y además leía sobre historia en secreto. Últimamente, ya internado, quiso leer las actas judiciales del caso por el asesinato de León Trotsky, en México. Un grupo de amigos se abocaron a la tarea y ese material está en este momento en viaje hacia la Argentina.

Diego Rojas nació en Buenos Aires en 1977. Hijo de una familia proveniente de Bolivia, vivió en ese país por algunos periodos. Egresado del Colegio Lasalle, estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires pero dejó la carrera para meterse de lleno en su pasión, el periodismo. Con todo, ese paso –y una extensa cultura letrada- había dejado huella y Rojas fue, también, un destacado periodista cultural.

Durante los últimos años escribió regularmente en Infobae. Antes, fue redactor en jefe de la revista Veintitrés y editor de la revista Contraeditorial. Condujo el podcast cultural de Fundación Proa. Escribió en Clarín y en el suplemento cultural ADN de La Nación.

Además de ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, publicó los libros Argentuits, El kirchnerismo feudal y La izquierda, donde a través de diversos episodios históricos, como la llegada del enviado de Karl Marx a la Argentina reflexiona sobre los esfuerzos para construir una era nueva en el país. También, en coautoría, Pasen música. El caso Santiago Maldonado en la era de la posverdad. En este último, se analizan los medios de comunicación, discursos oficiales y las redes sociales para reconstruir el tratamiento informativo del caso.

En 2021, en una larga nota en Infobae, contó de su enfermedad y de su trasplante. "Recuerdo que tenía nueve años y el pediatra determinó: ‘Diego, tenés hepatitis C’, lo mismo les dijo a mis padres", escribió allí.

Después, la vida: "En mi adolescencia gran parte de mi educación sentimental e intelectual se forjó en bares: barsuchos de parroquianos noche tras noche y fidelidad al mozo de décadas y a la narración de la anécdota de la cotidianidad barrial junto a la ginebra o el vino tinto, con soda a veces".

Pero la enfermedad, lo había contado él, venía de antes y en 2020 su hígado lo llevó a estar dos meses en coma. Salió. Apareció un donante. Se salvó: "Llevo en mi cuerpo parte del cuerpo de una mujer. Por un desliz pude leer la información sobre la donante del hígado que se está fundiendo ahora mismo con mi organismo. Se trata de una mujer de 48 años, de 1,67 metros de estatura, cuyo peso era de 69 kilos".

En ese artículo, Diego llamaba a donar órganos. "Llevo en mi cuerpo parte del cuerpo de una mujer. Vamos a engendrar cosas buenas", decía en esa nota. Pero a fines de 2023 el órgano trasplantado empezó a dar complicaciones.

Amante del cine, sus amigos lo llamábamos para que nos recomendara qué ver y siempre conocía aquel film del que nunca habíamos oído hablar y que a veces sólo era apetecible para su gusto exquisito.

Gourmet, cocinero, siempre dispuesto a conversar sin fin y a ponerle el cuerpo a las causas justas incluso cuando eso pudiera traerle perjuicios.

Quienes lo seguían en las redes conocían también su vínculo con su perra Leni, una salchicha que él convirtió en un personaje, a quien mimó y que lo acompañaba en sus lecturas por los cafés.

Cuando los médicos le ofrecieron cuidados paliativos, él pidió una chance más y se dispuso al coma como quien se prepara para una larga siesta. Tuvo fuerzas para sonreírle a la familia. Una amiga lo despidió con el puño en alto mientras lo llevaban a terapia intensiva. Nunca me clavaste una cita, le dijo, y te voy a estar esperando. No pudo ser.
El abogado laboralista Pablo Viñas, lo definió como "un legendario y corajudo periodista, que con su reportaje, publicado en "Quien mato a Mariano Ferreyra" ayudo a que termine Pedraza tras las rejas".  Un día contó en redes que venía a Rosario, lo llamamos y no dudó en modificar su agenda, pasar por Aire Libre, Radio Comunitaria, para hablar de la causa Ferreyra y un proyecto de libro que luego cristalizó. Y también tuvo tiempo para debatir sobre una nota que había publicado años atrás:
Carcajadas y lágrimas. Así recibieron el fallo de la Corte Suprema que declara la constitucionalidad de la Ley Audiovisual las partes en disputa. Con celebraciones en las filas del kirchnerismo, con enojo y recursos desesperados en el Grupo Clarín. Para unos, se trata, al fin, de la posibilidad de democratizar la comunicación e iniciar el imperio de la pluralidad de voces. Para otros, la ruina de la libertad de expresión y una amenaza contra la democracia. Baruch de Spinoza, el filósofo judío holandés -que además de intentar acercarse a la realidad con la mirada del pensamiento se dedicaba en la vida cotidiana a pulir lentes para ver mejor, ya que era óptico- tenía una máxima que bien se podría aplicar a este momento. "Ni reír, ni llorar: comprender". Una tarea necesaria para que la sociedad no caiga en falsos entusiasmos ni fatalismos.

La Ley Audiovisual de Servicios de Comunicación Audiovisual (popularmente conocida como Ley de Madios), votada hace cuatro años por el parlamento, no constituye ni una panacea democrática ni es la catástrofe fascista que algunos quisieran ver. Se trata de un intento reordenamiento del mapa de los medios ajustado a ciertas normas del mercado, cuyo vértice menos favorecido podría ser el Grupo Clarín, a costa de que otros grupos capitalistas -seguramente, como se demostró en este último tiempo, cercanos al gobierno o, por lo menos, reproductores seriales de su discurso- se beneficien de las licencias que el grupo dirigiro por Héctor Magnetto deba desprenderse.

Si es que se desprende, ya que la Ley Audiovisual contempla la posibilidad de que la desinversión promulgada se realice a través del traspaso a terceros (testaferros) de las licencias cuestionadas. Tal sería la operación que el mismo Martín Sabatella dejó entrever al señalar que el grupo Fintech Advisory, socio minoritario del Grupo Clarín, podría presentar un plan de reacomodamiento -esto a pesar de que es un grupo estadounidense, que no podría ser propietario de medios, según la ley, pero que obtendría una "contemplación gubernamental" en base a los tratados recíprocos de inversión firmados con los Estados Unidos (pese a que las empresas argentinas tienen inversiones en el gran país del norte cercanas al grado cero). Todo esto si, finalmente, algunas empresas no pasan a manos de Marcela o Felipe Herrera, hijos de Ernestina Herrera de Noble, tal como hiciera el empresario de medios kirchnerista Daniel Vila, que traspasó algunas de sus empresas a su hija Barbarita, hoy empresaria de medios K.

En términos técnicos y de mercado, es razonable que se plantee la desinversión de un grupo empresario con una posición mayoritaria y un exceso de empresas que tienen a la monopolización de ese mercado. En términos políticos, si esta desinversión se realizara sin testaferros y se otorgaran las licencias de acuerdo al modo de operar del kirchnerismo, las empresas que ganarían esas señales liberadas corresponderían al empresariado oficialista, que ha copado paulatinamente gran parte de los medios que se han sumado no a la "pluralidad de voces", sino a la concentración de voces a favor del Estado y su gobierno. El uso de la pauta oficial, la supresión de medios opositores y el imperio de una voz única a su favor ha sido una marca del kirchnerismo desde que gobernaban en la patagónica Santa Cruz. En la concepción kirchnerista de los medios de comunicación, la opción más deseable es la que acalle a las voces opositoras.

Que se trata de una ley de carácter empresarial se demuestra mediante la convalidación de despidos o aumento de tarifas que el fallo propone a los afectados por la desinversión, concretamente, el Grupo Clarín. La variante de pago son, como siempre, los trabajadores. Porque, tal como señala Horacio Verbitsky, el objetivo real de la Ley Audiovisual es que el grupo dirigido por Magnetto reduzca su tamaño en un 35 a 40 por ciento.

La zanahoria de la Ley Audiovisual es el 33 por ciento de las señales que deberían ser otorgadas a organizaciones sin fines de lucro. Esto no sucede y, por el contrario, una serie de dificultades son planteadas a cualquier medio alternativo deseoso de obtener los beneficios de la nueva ley. Sin contar los costos que demanda la mantención física de las instalaciones de un canal de televisión, a los que hay que sumar los salariales, se debe agregar el costo de los pliegos de licitación de las señales de los canales TDA (que cuestan alrededor de $100 mil pesos), a la vez que la exigencia de demostrar un patrimonio de garantía de alrededor de un millón de pesos. Unos requisitos impensables para los medios alternativos. Sin embargo, no se quedan ahí las dificultades: ese 33 por ciento del espectro reservado a las organizaciones sin fines de lucro también incluye a la Iglesia, los sindicatos (la burocracia sindical) y ONG que podrían ser fundaciones -incluso, la Fundación Noble-. Finalmente, los elevados costos de mantención de los canales provocarían que los medios alternativos deban depender de la publicidad privada u oficial. La privada, seguramente, se opondría a sostener la voz de los trabajadores, ya que iría en contra de sus propios intereses existenciales. La oficial, como marca la experiencia, intentaría que esa voz se ajuste a los requerimientos del gobierno kirchnerista. El apoyo a la Ley Audiovisual en función de ese 33 por ciento ubica a sus festejantes (quienes prefirieron denominarse parte de quienes apoyan, pero de manera crítica) dentro de un marco objetivamente kirchnerista, además de estéril.

Existe una tercera posibilidad, que es la de avanzar en una verdadera democratización de la palabra, en una verdadera pluralidad de voces garantizada por erigir medios públicos. Es decir, la propiedad estatal de las instalaciones y la obligación de su financiamiento, pero sin que el Estado tenga injerencia en los contenidos, sino que los medios de gestión pública sean conducidos a través de las organizaciones sociales, culturales, deportivas y partidos de la sociedad civil. Esto no es una utopía realizable sólo en el socialismo, sino que hay ejemplos de gestión de medios de esta naturaleza en la historia de la televisión alemana o el siempre mentado ejemplo de la BBC de Gran Bretaña. De cualquier manera, la voz que está ausente en el debate en la guerra entre el Estado y su tendencia a monopolizar con su discurso ("el relato") los medios de comunicación y Clarín y su tendencia a erigirse como una gran empresa con posiciones dominantes para asegurar su existencia, es la de los trabajadores, la de los medios alternativos, la de los verdaderos otros de esta nación que, en realidad componen las mayorías populares. Ni Corpo, ni Korpo. Hay otras posibilidades para que la democracia y la pluralidad existan, para que en los medios sea esa otra palabra.
Diego Rojas, además de ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, publicó los libros Argentuits, El kirchnerismo feudal y La izquierda, donde a través de diversos episodios históricos, como la llegada del enviado de Karl Marx a la Argentina reflexiona sobre los esfuerzos para construir una era nueva en el país. También, en coautoría, Pasen música. El caso Santiago Maldonado en la era de la posverdad.

Adiós a Diego
Por: Hinde Pomeraniec
No sé cuándo hablamos por primera vez, aunque sí recuerdo una tarde en la que charlamos en extenso y de todo, a lo largo de varias cuadras. Pienso que fue en 2010, por ahí. Salíamos de la casa de Juan Terranova, habíamos estado conversando unas horas con un autor danés al que Juan había invitado para que conociera a periodistas de cultura. Mientras recorríamos las calles de Caballito y lo escuchaba hablarme de cosas —hechos, personas y personajes, conceptos, ideas— que había vivido mi generación, pero no la suya, pensé: este pibe se ocupó de leer y de estudiar. No se la cree; no es de los que piensa que inventa todo. Este pibe me interesa: se dio cuenta de que hay que ir para atrás para poder viajar hacia adelante, siempre. Ese fue Diego.

Diego Rojas tenía 47 años y murió en la madrugada del lunes a causa de complicaciones de un trasplante de hígado que le habían realizado en 2020. Esperaba otra oportunidad y la peleó hasta el final; estaba dispuesto a volver a poner el cuerpo para un nuevo trasplante. Este mensaje a la manera de poema y rezo laico nos mandó a todos hace unas semanas, cuando se reavivó la esperanza.
A los amigos y a las amigas
En pandemia fui trasplantado. El trasplante fracasó y tengo una oportunidad más para vivir, es un proceso abierto. Es una operación difícil pero la ciencia ha avanzado, espero que podamos compartir luego. De los errores y distancias sabemos todos, también debo las cercanías. Si todo sale bien lo celebraremos. Si no, podemos recordar. Algo habremos hecho bien.
Diego
No pudo ser.

Diego era militante trotskista, laburante y amigo leal, de los que están siempre. De los que acompañan en el dolor pero también en el éxito y la felicidad (alguna vez deberemos revisar aquello de que los amigos son los que se ven en las malas). Diego era un lector exquisito y tenía la formación y la audacia para ser un gran periodista cultural: poseía el instrumental para ser absolutamente destructivo, si se lo proponía. Pero no estaba en él convertirse en un dandy selectivo y cruel: por sus ideas, por su forma de pensar, Diego se sentía parte de la industria de la cultura, una pieza dentro de ese universo. Era, sí, un dandy, pero un dandy popular si eso es posible, y quienes lo conocieron tal vez puedan dar fe de su vocación para la fiesta, la frivolidad y lo exquisito tanto como por la calle, la protesta y el dolor de los de abajo.

Escribió en Clarín y en La Nación. Fue redactor en jefe de la revista Veintitrés y editor de la revista Contraeditorial. Condujo el podcast cultural de la Fundación Proa y durante los últimos años escribió de manera constante y regular para Infobae. Sus notas se publicaban en Cultura pero también escribía materiales sobre temas políticos y sociales en forma de columnas de Opinión.

Y justamente creo que lo que más vamos a extrañar es el vértigo de su opinión por asalto. Diego estaba siempre atento a todo; ni hablar de la cultura; para él, escribir y opinar sobre libros, sobre cine, teatro o arte era periodismo de divulgación —esta última, una palabra subestimada por no comprendida— pero como era militante las 24 horas del día, esa divulgación ilustrada le resultaba también una forma de la política.

La obsesión por escribir
Fui su editora, algo que no quiere decir nada pero que hoy, al menos para mí, dice mucho. Aparecía de golpe en el Whatsapp, nunca demasiado temprano y como si hubiéramos hablado recién. Solía llamarme Hindele, como me llamaban mis abuelos, vaya a saber por qué. Ahí mandaba su chisme o comentario del día pero también su opinión sobre el evento en cuestión, generalmente algo sobre lo que quería escribir. De esa forma anunciaba de qué iba su próxima nota. Así también, por asalto, había tomado en 2010 la historia del crimen de Mariano Ferreyra, quería saber y que supiéramos qué había pasado. Así, investigó y escribió y su testimonio fue clave para la condena del sindicalista ferroviario José Pedraza, ideólogo del ataque al militante trotskista.

Yo dirigía la editorial Norma cuando trajo la propuesta para un libro. Hasta ese día, nunca había visto a nadie en este oficio convertirse en Walsh. Todavía tengo presente el llamado tembloroso de Diego luego de conseguir la entrevista con Pedraza —creo recordar que fue en la calle Libertador, creo recordar que no pudo dormir la noche anterior—; recuerdo el esfuerzo descomunal de escribir y terminar el libro en un mes y medio y también las charlas que tuvimos con él y con Mariana Morales, la editora de no ficción que lo acompañó en esa patriada.

Su Quién mató a Mariano Ferreyra le puso el sello a ese homenaje al “Rosendo” del más grande periodista literario que tuvo la Argentina, el periodista justiciero, como llama al narrador de Walsh en sus clases de literatura argentina Beatriz Sarlo, maestra y amiga de Diego. Emociona recordar que el “Mariano Ferreyra” de Rojas es un libro seco, perfecto; la investigación rigurosa y en caliente del asesinato de un chico joven de izquierda y una radiografía insuperable del abuso de poder de las mafias sindicales. Hay una película dirigida en 2013 por Alejandro Rath y Julián Morcillo, que está basada en este libro y en la que actúa Martín Caparrós. Martín hace de un periodista que investiga este crimen, pero hace de Diego.

A Diego le había encantado y le causaba gracia. Lo enorgullecía, creo.

La política y la cultura como pasiones se cruzaban en él todo el tiempo, algo que puede advertirse en sus libros, que siempre tuvieron la impronta política en títulos como Argentuits, El kirchnerismo feudal, La izquierda y, con Mariana Romano, Pasen música. El caso Santiago Maldonado en la era de la posverdad.

En los años de la enfermedad, escribir se le hizo obsesión. Durante las internaciones, mientras esperaba el trasplante, no dejaba de pensar y proponer cosas, su cuerpo estaba quieto pero su cabeza no paraba. Afuera del hospital la vida seguía, la agenda apretaba y Diego insistía con escribir algo, lo que fuera, cualquier cosa. ¿Entonces?

Entonces le propuse una suerte de función social, la de escribir desde la espera del trasplante, una situación angustiante en la que no estaba solo. El drama de la necesidad de órganos se había acentuado durante la pandemia y mientras el virus ponía al mundo entre paréntesis allí estaba Diego, yendo y viniendo entre las alucinaciones en las que entraba por su enfermedad y sus pies sobre la tierra queriendo escribirlo todo.

Publicamos algunas notas a las que llamamos Apuntes sobre una espera, cuya bajada era: “Pensamientos, experiencias, ilusiones y temores en la antesala de un trasplante”. Ahí escribió sobre cuestiones tan diversas como la piedra de la locura, el miedo a la muerte y la esperanza. Y sobre la instancia de la espera y la desesperación que provoca.

Un año y medio después escribió acaso la más hermosa y luminosa de sus notas, la llamamos Crónica íntima de un trasplante. Allí Diego narra detalles del operativo del trasplante y su recuperación pero cruza todo con noticias de esos días, su biografía periodística, literatura, cine, su vínculo con el alcohol y su elección del Negroni como el trago perfecto.

Te dije que Diego murió el lunes temprano. Fue el día de cierre de una edición ultrapolitizada de la feria y sé que eso le habría gustado a su costado más provocador. Creo, además, que es una señal: Diego murió respetando el cierre, una ley de nuestro oficio.

Mientras la noticia de su muerte circulaba a la velocidad del rayo, Twitter recordaba el tiempo en el que nuestro amigo, con su cuenta pionera @zonarojas, amenizaba a diario la función. Era la era primitiva de esa red, cuando lo que se buscaba era la riqueza del intercambio y el debate y no la exterminación o cancelación del otro.

Relacionado con su nombre de TW, hay un título. La zona se llama la novela que Diego dejó terminada y en la que había concentrado grandes expectativas. Es su legado literario, una distopía en la que en un escenario de ultraderecha exacerbada y bárbara se da a entender que, de alguna manera, la dictadura argentina nunca terminó.

Hay militares, hay un periodista justiciero, hay violencia de los reprimidos y de los represores. Hay una periferia —La Zona—, en donde existe un submundo en el que viven y trabajan inmigrantes bolivianos —los padres de Diego nacieron en Bolivia— vinculados a los movimientos indigenistas. Son ellos quienes planifican y ejecutan la rebelión.

Queremos ver publicada esa novela.
Leni

En todas las redes sociales hubo despedidas hermosas y de la gente más diversa. Así era Diego: sin dejar de pensar desde la izquierda radical y de militar por un mundo diferente y sin discriminación, podía mantener conversaciones con todo el mundo, no era sectario. Contémoslo todo: pelear con él era hábito, lo sabemos quienes lo quisimos y lo tuvimos cerca. Te la discutía con argumentos e intensidad pero sin insidia. Era un peleador con clase, de hecho no recuerdo a una persona menos agresiva que Diego. Era imposible no quererlo y eso pudo advertirse en el velatorio de la avenida Córdoba, allí donde una multitud se reunió para despedirlo en una mañana soleada, fría. Indiferente.

(Siempre que muere alguien querido uno se pregunta cómo puede ser que por fuera de nuestro dolor todo siga en marcha).

No había signos religiosos en la capilla ardiente, era algo completamente ajeno para él. Había, sí, una bandera roja del partido Política Obrera envolviendo el ataúd, había flores rojas y otros signos de sus ideas, algunas fotos hermosas en portarretratos y una familia entera, la suya, muy cerca de sus restos. También, a upa de padres y hermanos estaba Leni, su perrita salchicha, el espejo amoroso en el que se miró durante estos últimos años.

Leonor Lenin Rojas (Leni, para abreviar) llegó a su vida una noche de invierno hace unos seis años; había ido a buscarla a Palermo con su amiga Gabriela Esquivada. En realidad, habían ido en busca de otra perrita, porque eran dos las que ofrecían. Y fue entonces que sucedió. “La Leni le empezó a coquetear. Duro”, me recuerda Gabi y me resume la magia de ese encuentro: “Así que hubo un cambio de planes sobre la marcha”.

Una vez que trascendió la noticia de su muerte, quienes lo conocían de cerca y también aquellos que solo lo trataban por las redes expresaron su preocupación por el futuro de la perrita de la que Diego hablaba y escribía a diario y que lo acompañaba a todas partes.

Leni ya está con el papá de Diego, y con él se quedará. Decidieron llevarla al velatorio para que pudiera despedirse; un especialista lo recomendó para evitar que la salchicha siga esperando el regreso de su humano, lo que podría hundirla en el abatimiento. Ella también tiene que cerrar un capítulo, el del duelo, igual que nos pasa a nosotros: esperar a alguien que ya no va a regresar puede partirnos en dos.

Murió Diego, valiente y tierno. Lector exquisito, observador agudo y discutidor elegante. Fue un compañero de oro y se fue temprano, tal vez tomando el cielo de los ateos por asalto. Sin él somos todos mucho más pobres.

Ahora, sí, me despido. Las imágenes de este envío son de obras de grandes artistas como Van Gogh, Degas, Constable, O’Keeffe, Turner, Boudin y Valloton, además de la tapa de la novela de Sacheri, la de Dimópulos y una foto de Diego Rojas con Leni, en los primeros días de su encuentro.
Ver también: Sergio Szpolski: El ruin efecto de la pauta oficialLas razones de la censura, por Diego Rojas

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