A propósito de un reciente fallo de la Corte Suprema de Justicia, Martín Becerra reflexiona sobre el manejo de la publicidad oficial –ahora y antes–
Por: Martín Becerra*
El fallo de la Corte Suprema de Justicia que ordenó en marzo al Poder Ejecutivo equilibrar la distribución de la publicidad oficial en los medios cerró, de manera previsible, un litigio iniciado por la Editorial Perfil. Casos similares ya habían condenado al gobierno de Salta y, previamente, al de Neuquén.
El problema de fondo excede los estrados judiciales. Es síntoma de una concepción muy extendida sobre el uso de los recursos públicos para satisfacer intereses sectoriales o, directamente, particulares.
Mientras que el Congreso tramita desde hace años varios proyectos de ley redactados por todos los bloques parlamentarios, esas mismas expresiones políticas abusan, cuando acceden al gobierno, de la publicidad oficial para beneficiar a periodistas amigos y sancionar a los díscolos.
En sus informes anuales, la Relatoría para la Libertad de Expresión de la OEA diagnostica entre las causas que mutilan el derecho a la palabra los atentados contra periodistas o la utilización de leyes de desacato, calumnias e injurias para disciplinar a los medios. La sociedad argentina y su representación política vienen superando esos dispositivos de censura directa, aunque hay temas pendientes, como regular el acceso a la información pública.
La Relatoría de la OEA reconoce asimismo instrumentos de “censura indirecta” más sutiles, pero eficaces como estrategias de control. Dos de estos instrumentos son la discrecionalidad en la asignación de publicidad oficial y la concentración de la propiedad mediática, tema que dejó de ser tabú a partir de marzo de 2008 en la discusión pública.
Este año, la Relatoría fijó estándares para regular la publicidad oficial para que la obligación de informar sobre las acciones de los gobiernos se articule con la transparencia en el destino de los recursos públicos.
Otro antecedente significativo es que la Coalición por una Radiodifusión Democrática, que promovió la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, consensuó en el tercero de sus “21 puntos”: “Se garantizará la independencia de los medios de comunicación. La ley deberá impedir cualquier forma de presión, ventajas o castigos a los comunicadores o empresas o instituciones prestadoras en función de sus opiniones, línea informativa o editorial (...) También estará prohibida por ley la asignación arbitraria o discriminatoria de publicidad oficial, créditos oficiales o prebendas”.
En el actual ambiente dicotómico de discusión política, corresponde precisar que la censura sutil vía publicidad oficial no es exclusivo patrimonio del gobierno actual, por dos razones. Una histórica: ningún presidente, desde Bernardino Rivadavia hasta hoy, dispuso de criterios claros y públicos para la pauta. La otra razón es que en los últimos años, los gobiernos provinciales y municipales replicaron la arbitrariedad del gobierno nacional. El uso selectivo y discrecional de los fondos públicos es un rasgo común a los pasados y presentes gobiernos de Córdoba, Ciudad de Buenos Aires, Mendoza, San Luis y Formosa, entre otros. Hay pocas excepciones, como Tierra del Fuego.
En el plano nacional, las “gestiones Kirchner” incrementaron exponencialmente el presupuesto de la publicidad oficial. Pero la situación es similar en la Ciudad de Buenos Aires. Y mientras los diputados del PRO denuncian la pauta nacional como mecanismo cooptador de medios y periodistas, Mauricio Macri vetó en 2010 una ley de la Legislatura porteña que avanzaba, moderadamente, en la asignación no discrecional de la pauta y la diferenciaba de la propaganda electoralista.
Para tirios y troyanos es perturbador reconocerlo, pero comparten la noción que reduce lo público a lo estatal, lo estatal a lo gubernamental y, por último, a lo partidario. Esta noción, que la teoría del Estado designa como “patrimonialista”, los unifica.
La coincidencia exhibe además la baja estima por el saber técnico. Los gobernantes son capturados por la coyuntura y omiten elaborar medidas técnicamente sólidas. Así como no hay técnica sin política, la política sin técnica ofrece su perfil más vulnerable y cortoplacista. El examen de otras experiencias demuestra que la publicidad oficial no es eficaz como subsidio encubierto para facilitar la ecuación económica de los medios. Para preservar el pluralismo y la diversidad se necesitan políticas públicas, activas y auditables social y políticamente. En el otro extremo, la naturalización del mercado como asignador de recursos también es improductivo, ya que la publicidad oficial precisa atender a públicos específicos.
Por ello, a la hora de fijar criterios de asignación de la publicidad estatal, el rating (o dominio de mercado) resulta inválido. A la inversa, el Estado puede y debe corregir imperfecciones del mercado a la hora de comunicar contenidos que no serían difundidos si se guiaran únicamente por el afán de venta. La segmentación de los públicos, la atención a poblaciones vulnerables, la coherencia de la campaña publicitaria estatal y el respaldo a espacios alternativos son criterios que merecen ponderarse, así como la claridad en la rendición de sus cuentas.
* Doctor en comunicación. Universidad Nacional de Quilmes, Conicet
Fuente: Diario PáginaI12