domingo, 15 de julio de 2007

Los políticos disponen de un lenguaje especial

Miel, cometa, mojame los labios y mil locuciones más forman parte de un código de comunicación particular entre los dirigentes.
Hubo una vez un intendente que estaba en aprietos por una investigación judicial sobre el manejo de los fondos públicos en su municipio. Día a día, surgían las denuncias por irregularidades que llegaban a tribunales. La angustia del jefe municipal era tan evidente que no atendía a la prensa. Se ocultaba, no quería dar explicaciones sobre su gestión. Desesperados, los secretarios de su gabinete no hallaron mejor remedio, para sí mismos, que presentar sus renuncias para evitar que el peso de la Justicia recayera sobre ellos. De algún modo, querían desprenderse del caso y dejar sólo al intendente para que asumiera esa responsabilidad. Pero ocurrió que, al recibir las renuncias de los funcionarios, el intendente habló con uno de sus hermanos -que también era dirigente político- para que lo aconsejara. Perturbado, al enterarse de las intenciones de los funcionarios del gabinete, el hermano reaccionó de inmediato y fue rápidamente a la sede de la intendencia y allí alzó tanto la voz que su grito se escuchó en despachos contiguos. “¡Aquí nadie lo va a dejar sólo a mi hermano, porque a todos les ha gustado la miel!”, bramó.
Esta anécdota, que ocurrió hace algunos meses, demuestra que los políticos hablan en su propia jerga, como también tienen su jerga los abogados, los médicos, los arquitectos y muchos otros grupos sociales, etarios o profesionales. Cuando habló de la miel, en la intimidad de su despacho, el funcionario había utilizado una palabra del código de lenguaje de los políticos.
Por definición, jerga es el conjunto de expresiones especiales y particulares de un determinado grupo social. Se utiliza como un modo de codificar el mensaje, de forma tal que otras personas cercanas a los hablantes no consigan entender lo que ellos expresan. En el anecdotario del quehacer político se guardan muchas historias que esconden los aprietos de la dirigencia, de sus jugarretas, de sus métodos y herramientas para lograr un objetivo (hacer una rosca, por ejemplo). A partir de esos dichos y hechos, de algún modo, lograron institucionalizar algunas palabras.

Entre el voto y la gilada
Otro caso, muy recordado en los corrillos de la política, es el que protagonizó -al comienzo de esta gestión-, un concejal de la capital cuando sus pares le pidieron su respaldo a una polémica ordenanza. El voto del edil era clave para lograr la aprobación por mayoría, ya que la oposición se mantenía firme en el rechazo del proyecto. Entonces, el concejal pidió que le explicaran por qué razón debía votar a favor. Uno de los ediles comenzó a describir una lista de motivos entre los que mencionó que la propuesta sería muy beneficiosa para los vecinos, para los comerciantes, para los empresarios, para la sociedad en su conjunto, hasta que el concejal interrumpió: “no, no, no. Eso es para la gilada; a mí mojame los labios”. En medio de las carcajadas del resto de sus pares, el concejal agregó un gesto para reforzar sus palabras, llevándose el dedo índice a la boca, como dispuesto a contar billetes.
Los protagonistas prefieren mantener en secreto este tipo de episodios. Otros, en cambio, los relatan a condición de mantener el anonimato, aunque entre ellos saben perfectamente quienes han sido los autores de esas anécdotas.
En el plano lingüístico, los especialistas han establecido dos áreas esenciales: el significante y el significado. Para el primer caso, las teorías detallan que el significante se atribuye a la palabra escrita o al sonido de una palabra; mientras que el significado es lo que esa palabra representa o simboliza.
En la actividad política hay vocablos de esa jerga que tienen un significado propio que, en cambio, en el lenguaje de los hablantes que no pertenecen a la política tienen otras acepciones. De esta manera, en la jerga política, la palabra cometa no tiene ninguna relación con los cuerpos que giran en órbita alrededor del Sol.
Algunos de los términos son peyorativos; otros, despectivos y también se generan algunas expresiones calificativas de calibre irreproducible. Hay algunos que son calificados como ocurrencias o chascarrillos, aunque existen términos que, por su uso repetitivo, terminan siendo característicos de los políticos. Para quienes aseguran no entender a los políticos, un modo de lograr interpretarlos -tal vez- pueda ser comenzar a aprender sus códigos.

La “contención” tiene una dimensión social
La palabra contención ha ido adquiriendo una significación política particular. En el Diccionario de la Real Academia Española, el verbo contener está registrado, pero con una acepción ligada al encerrar una cosa dentro de otra o, bien, a la acción de reprimir un impulso, un movimiento del cuerpo o una pasión. En un primer momento, el acto político de contener estuvo ligado estrictamente al hecho de conceder espacios -dentro de un mismo partido o movimiento- a sectores que, por ejemplo, habían perdido una elección interna. Entonces, mediante esta suerte de concesión se evitaba la escisión de una determinada agrupación, que tenía nuevos motivos para seguir militando o perteneciendo a una determinada fuerza. Aunque sin perder esta carga semántica, el verbo ha cosechado otra como consecuencia del empobrecimiento y desocupación de amplios sectores de la sociedad. La contención, entonces, pasó a tener una dimensión social, fundamentalmente durante los años 90, como consecuencia del proceso de reconfiguración del Estado. Con la nueva significación, contención no sólo es privativa de la política, sino que forma parte del lenguaje de la propia Iglesia Carólica. Esta suele reclamar a las autoridades que diseñen eficaces redes de contención social. Pero, en el ámbito privado, el concepto penetra cuando se habla de responsabilidad social empresaria. Tal es la importancia que ha adquirido esta significación que en 2003 un grupo de diputados justicialistas, encabezados por Teresa Ferrari de Grand, presentó un proyecto de ley de contención social, que definía a esta como “toda acción asistencial del Estado, que efectivice los derechos y garantías constitucionales en aquellos ciudadanos que estén excluidos de su goce y ejercicio por condiciones de pobreza”.

Glosario de una actividad
Tutuqueros:
son aquellos punteros que recorren los despachos oficiales, con una planilla en mano, que según ellos contiene 400 o 500 nombres de potenciales votantes que le son fieles y que pueden votar al mejor postor a cambio de “tutucas” (dinero).
Hacer la rosca: es buscar a “los jugadores” que le sirven al dirigente para concretar sus intereses y negociar con ellos por un mutuo beneficio. Por ejemplo, si alguien quiere ser diputado nacional o legislador buscará a un intendente para hacer el trueque: “vos respaldás mi candidatura y después yo te devuelvo”. Son funcionales uno al otro con un determinado propósito.
Hacer la plancha: son aquellos políticos que mantienen un perfil bajo, que no aparecen o que directamente no trabajan ni siquiera en su territorio. Por ejemplo, en tiempos electorales, en el oficialismo se dice que los candidatos de los primeros lugares no se mueven porque están seguros de poder alcanzar el cargo al que se postularon “sin transpirar la camiseta”.
Morralero: es el dirigente que golpea las puertas de varios legisladores o concejales a cambio de dinero, pero que al final no cumple con su parte del trabajo para nadie. Por su deslealtad, también se los denomina “buscas”, y terminan desairados por la mayoría de la dirigencia política.
Bolsonero: es, quizá, la definición más popular de los últimos tiempos en la práctica política. Se refiere a quienes reparten los bolsones el día de la elección. En su propia tropa, los políticos suelen hacer las clasificaciones como por ejemplo: “este es tutuquero, morralero o bolsonero”.
Cuadro: se atribuye a aquellos dirigentes que tienen una marcada formación o educación política. La formación política en un cuadro es fundamental, pero no siempre es suficiente. Un cuadro no es quien mejor habla en los grupos de base, sino aquel que mejor hace entender a los demás las cuestiones más complicadas.
Hacer una trastada: fue un término muy usado en el advenimiento de la democracia argentina. Aunque cayó en desuso, se refiere a una jugarreta política para dejar mal parado al adversario.
Operador: es quien trabaja como intermediario entre los intereses de un partido y los propios (ya sean económicos como profesionales). Sin embargo, en la práctica, el término se utiliza para designar despectivamente a quienes se inician como asesores y terminan siendo partícipes de actos irregulares con sus “padrinos” políticos.
Puntero: es el dirigente barrial que aglutina a los votantes. En muchos casos, de ellos depende el éxito o el fracaso electoral de muchos candidatos. Deben contar con la adhesión de la gente y, principalmente, deben saber manejar una estructura electoral y tener suficiente experiencia para detectar posibles irregularidades durante una votación.
Mesa chica: es donde confluyen los más importantes dirigentes para tomar decisiones y luego bajar directivas al resto de los partidarios. Es el lugar adonde aspiran a llegar todos, por la importancia que tiene dentro de cada estructura política.
Carpa electoral: es la casa un puntero barrial, donde se cita a los votantes en el día de la elección. En ese lugar, se prepara un asado con la premisa de evitar que la gente resulte tentada por un adversario. El puntero no deja salir a nadie hasta que llega el vehículo que los llevará a una escuela para votar. Se trata de una nueva modalidad que no todos pueden poner en práctica, ya que requiere contar con un elevado presupuesto.
Valijero: se utiliza desde hace tiempo para calificar al dirigente o colaborador que traslada el dinero para un determinado fin. Cuando estalló el escándalo de las coimas en el Senado, durante la gestión De la Rúa, el término tomó una mayor dimensión a partir de la confesión de Mario Pontacuarto, sobre la entrega de fondos para lograr que se aprobara una ley laboral.

Fuente: La Gaceta, Tucumán

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