El periodismo trabaja en torno a un bien social, público, no privado, la información, que surge de la sociedad y a ella debe regresar, ordenadamente, por los periodistas
Son múltiples las interpretaciones sobre lo acaecido semanas atrás en la escena política española, cuando el presidente del Gobierno Pedro Sánchez, decidió tomarse un plazo de reflexión de cinco días que sorprendió a muchos. Pero, desafortunadamente, son legión los que muestran incapacidad para comprender el significado profundo de lo ocurrido. Esto no ha sido fruto de una personalidad política hastiada por las ofensas a su familia por parte de una oposición a la que considera antidemocrática. No. No solo.
Si apartamos la hojarasca que la inercia mediática ha depositado sobre los cinco días de reflexión propuestos —tras diez años de ataques ad hominem y descalificaciones, parece un plazo razonablemente humano para meditar— lo que la ciudadanía demócrata percibe es una apelación moral a detener la escalada hacia ninguna parte emprendida por connotados individuos y partidos políticos, numerosos medios, señaladamente digitales, y una serie periodistas y de jueces. Y, también, una demanda para preguntarnos si era esta deriva, este turbión de palabras e imágenes enloquecedoras, descalificadoras y odiosas sin sentido, esta antipolítica, lo que nuestra democracia demandaba para hacernos más felices, que es de lo que se trata. Porque, cada hora que pasaba, el malestar se hallaba más extendido, sobre todo, en las grandes ciudades de nuestro país. Y este malestar tiene efectos que comprobamos a diario aunque muy pocos parecen indagar en sus causas.
Los medios dejaron de mediar entre los distintos sectores sociales, políticos y económicos para olvidar su misión y atizar la discordia
Los medios informativos tenemos cuotas de responsabilidad en la infelicidad social y política creada, en gran parte por inducción nuestra, junto con la de otros agentes. Esta primera certeza exige una autocrítica. Si nuestra misión social es, fundamentalmente, reducir la incertidumbre mediante la información veraz, contrastada y objetiva, más la opinión templada y sensata, lo que hemos generado es la escalada rampante a nuestro alrededor del desconcierto: desaparecía toda certeza. Y ni siquiera pervivía la duda, antesala de la razón, sino que la desolación campó y aún campa a sus anchas; los medios dejaron de mediar entre los distintos sectores sociales, políticos y económicos para olvidar su misión y atizar la discordia, en un país históricamente demasiado escindido como el nuestro; y desistían de mediar en vez de contribuir a que la sociedad española no solo se entienda a sí misma en su diversidad sino que comprenda el complejo significado de la actualidad en España y en el mundo.
La información, bien social
Es preciso señalar que el periodismo trabaja en torno a un bien social, público, no privado, la información, que surge de la sociedad y a ella debe regresar, ordenadamente, por los periodistas. Esta es nuestra responsabilidad como periodistas: la de describir la realidad con sujeto, verbo y predicado, donde prime el sustantivo por sobre lo adjetivo: separando drásticamente la información, la descripción de los hechos, de la opinión, su interpretación estimativa. Pero, como hemos comprobado a diario, no todo aquel que escribe, habla, opina o ilustra en un medio escrito o audiovisual, en papel o en la red, se atiene al código deontológico que obliga a todo periodista a luchar por la verdad, por su búsqueda, contraste y exposición neutral, objetiva, honesta. Y, en muchas ocasiones, desconocen elementos narrativos básicos de gramática, sintaxis y lenguaje. El insulto se abre paso entonces y medra sin freno, desbocadamente.
Se ha impuesto, a manotazos, un pseudoperiodismo que se asienta en la insinuación, en la sospecha, en la intencionalidad más descarnadamente amoral e injusta… Se formulan preguntas que llevan incrustada la respuesta y que privan de libertad al preguntado, al que, de antemano, se condena y sataniza. Y, como remate, quienes lo practican se amparan en el sacrosanto secreto profesional, pilar ético del periodismo, para envolver en demasiadas ocasiones la insidia en la renuncia a citar las fuentes.
Esto es lo más parecido al linchamiento en el que, amparados en el anonimato, los linchadores muestran sus conductas criminales ante presuntos delincuentes. El mejor antídoto contra el linchamiento, los linchadores y los supuestos delincuentes es la justicia, terapia de la maldad. Pero, en España, la justicia afronta hoy demasiados problemas propios sin resolver como para poder asegurarnos su objetividad. Este sí que es otro problema de envergadura.
El mantra ultraliberal de que la mejor ley es la que no existe sirve, impunemente, a la confusión premeditada entre la libertad de expresión y la libertad de difamación
Un mantra ideologizado
Volviendo a los medios, hay un tópico al uso que asegura que la mejor ley es la que no existe. Convertido en mantra ultraliberal, ha sido la coartada para abrir paso, impunemente, a la confusión premeditada entre la libertad de expresión y la libertad de difamación, a la destrucción psicológica y moral de vidas y de honras a través de la descalificación y la mentira. Con esta actitud, la absolutamente necesaria crítica al poder político y económico, a todo tipo de poder regional o municipal también, desaparece y da paso al libelo. Urge atajar la noticia falsa, la falsedad premeditada y el acoso mediático. Desgraciadamente, esta urgencia concierne no solo a medios digitales financiados por no se sabe quién —o, si se sabe, pocos se atreven a ponerles nombre y apellidos— sino, además, a algunos de los medios considerados serios: es demasiado frecuente ver en sus primeras páginas titulares a amplios cuerpos tipográficos y a todas las columnas cargados de adjetivos, juicios, admoniciones y opiniones desfigurantes de la información nuda. La avalancha de este tipo de titulares antiperiodísticos e irresponsables es, lamentablemente, demasiado habitual.
Las noticias falsas frente a la información contrastada y veraz suponen un desafío antidemocrático que afecta de cuajo a la convivencia porque nubla la verdad de lo que sucede
Cabe ver que las consecuencias de las noticias falsas frente a la información contrastada y veraz no implican efectos y daños únicamente subjetivos, personales y privados, sino que suponen un desafío antidemocrático que afecta de cuajo a la convivencia. Porque nubla la verdad de lo que sucede. Para atajar esta pestilencia, hay que aplicarse a desmenuzar las causas de lo acontecido: el lector de a pie debe saber que, aparte de presunta o real malevolencia y corruptibilidad de algunos periodistas, directores o dueños de medios, subyacen graves problemas objetivos y de fondo que explican el desconcierto vivido por los informadores como gremio.
Dos lenguajes
Uno de los problemas más relevantes es que el lenguaje periodístico difiere sensiblemente del lenguaje político. Porque su finalidad, siendo igualmente social en ambos, cursa en claves expresivas distintas. Los medios no están para reproducir el discurso del poder. Yerra quien esto crea. Los medios median desde el seno de la diversidad de intereses sociales, políticos, económicos y culturales. Y lo hacen mediante la información, despojada de toda estimación si se está emitiendo en clave informativa. Otra cosa será la opinión, necesariamente libre. Pero la opinión no es el mero punto de vista, sino el mensaje congruente, informado y documentado sobre el que se basa un juicio personal.
En el origen del desconcierto reinante se encuentra un hecho objetivo: las crisis recurrentes inducidas por el capitalismo financiero para sobrevivir a costa de la riqueza generada por todos nosotros. Tal evidencia subraya su desinterés por la democracia, para evitar el control y la regulación estatal de sus actividades, con tendencias ocasionalmente antisociales, inmorales o amorales. Si a ello añadimos el despliegue de las tecnologías, tan necesario para el desarrollo social, pero hoy igualmente descontrolado, el resultado proyecta sobre los medios de información dos efectos tóxicos, con muy graves repercusiones sociales: primero, un encarecimiento exponencial de los costes de producción de la prensa en papel, la televisión y la radio, más una obligada digitalización de los canales informativos, una precarización salarial sin precedentes y una reconfiguración de la publicidad a la baja; recordemos que la publicidad financia los medios porque los productos a exhibir no se acreditan por sí mismos y recurren a publicitarse en soportes creíbles como los que la prensa escrita o audiovisual debiera ser. La devaluación de la publicidad se compensa, para las arcas de sus dueños, gravando a los lectores, radioyentes y usuarios del audiovisual mediante la impostura y el quebranto de los mensajes informativos a través de interrupciones incesantes que dificultan su lectura y recepción, banalizándolos. Asimismo, a través de la publicidad y los llamados cookies, de manera subrepticia, se extraen datos de los lectores y usuarios con los que elaborar perfiles comerciales o políticos de cada cual, de gran utilidad posterior. Por otra parte, la publicidad institucional, aquí y ahora, se reparte conforme al capricho de autoridades regionales, municipales o estatales, que olvidan la ley que regula ese reparto en términos justos y equitativos.
En segundo lugar, el mensaje del discurso tecnológico imperante implica la desaparición de las dimensiones espacio-temporales sobre las cuales se han desarrollado la cultura y la civilización humanas desde la Antigüedad. Tales vectores son subsumidos hoy en un magma virtual, donde la historia, la experiencia, carecen de valor alguno y los contenidos se deslocalizan y desaparecen en un presente continuo inabarcable. Fruto de tan dañina consunción espacio-temporal es la conversión de la palabra en mera imagen, menoscabando su potencial conceptual y trivializando su significado. Ello explica que muchos jóvenes se relacionen únicamente mediante monosílabos. Lo cual contribuye a degradar los procesos culturales, con el consabido desplome del sentido crítico necesario para acceder al propio criterio.
La devaluación de la experiencia histórica, cristalizada hoy en un presente continuo, deshumaniza la vida social y lastra gravemente la interacción entre generaciones
Cambio de paradigma
A todo ello habría que añadir el desplome de los paradigmas a los que, tras la Segunda Guerra Mundial, se atuvo el código de certezas convencionales observado por los medios de información en cuanto a la geoestrategia: —un mundo bipolar, capitalismo frente a socialismo—; a la moral: —con el holocausto judío como referente del Mal—; y a la ciencia: —con el primado, entonces, de la lingüística acreditante del valor de la palabra—. Al desmantelarse esta tríada de certezas convencionales tras la implosión de la Unión Soviética, el desconcierto se adueñó plenamente de las redacciones y los platós de los medios, pues a la anterior bipolaridad sucedió, primero, la unipolaridad estadounidense y ahora, la actual multipolaridad; a la moral centrada en el holocausto judío siguió la que asistió a la multiplicación por doquier de otros genocidios, como el de Ruanda, Sudán del Sur, o el hoy mismo perpetrado en Gaza por Israel; y a la ciencia y la lingüística sucedió la tecnología, mera ciencia aplicada. La devaluación de la experiencia histórica, cristalizada hoy en un presente continuo, deshumaniza la vida social y lastra gravemente la interacción social entre generaciones, desprovistas las actuales del legado acuñado por las precedentes, entre otros efectos adversos. No olvidemos que el periodismo se refiere a la periodización de la actualidad.
Único beneficiario de esta virtualización de la vida, deshistorizada y deslocalizada es, precisamente, el dinero-capital, única dimensión plenamente virtual en nuestros días. Si no hay experiencia, historia, lucha, no hay cambio y sin cambio, todo lo malo, la desigualdad, la injusticia, la ausencia de bienestar, se perpetúa incambiado.
Por todo ello, cabe sugerir un decálogo de prioridades operativas y deontológicas en el mundo mediático.
Decálogo mediático para un nuevo tiempo
Estas diez propuestas para un tiempo nuevo, se insertan en la aceptación de la democracia como valor supremo y en el respeto a la persona y a la diversidad como bases necesarias e ineludibles de la convivencia
Separación nítida entre información y opinión.
- Obligado contraste informativo con fuentes plurales.
- Veto a las preguntas que incluyan respuestas en su enunciado.
- Cobertura cero de conferencia de prensa sin preguntas.
- Atención acorde a cambiantes contextos de entrevistas y declaraciones.
- Limitaciones estrictas y fundadas al recurso al secreto profesional.
- Financiación transparente de los medios y de la publicidad institucional.
- Credibilidad cero de textos en redes no probados.
- Elaboración de las agendas informativas con criterios profesionales.
- Ombudsman, ombudswoman y derecho de réplica en cada medio.
Foto: Roberto Ferrari / CC BY-SA 2.0
Fuente: Mundo Obrero