Por: Eugenia Mitchelstein*
Efectos adversos de la vacuna rusa, críticas a la ANMAT, una modelo que se divorció y bajó 10 kilos. El 29 de diciembre abrí la portada de La Nación, de manera casi automática, y me llamó la atención una ausencia: no había ningún título sobre la sesión sobre la legalización del aborto que empezaría en el Senado en un par de horas. Apenas una nota, más abajo, sobre el aumento de rechazos a la ley, “según una encuesta”. No era la primera vez que el diario me decepcionaba: he leído editoriales en contra de los juicios al terrorismo de estado, cobertura sesgada sobre la política local, e innumerables artículos sobre los secretos de Juliana Awada para el mate, la huerta o la cocina. En febrero de 2019, La Nación publicó un editorial sobre “niñas madres”, en las que “resulta admirable y emocionante ver desplegarse el instinto materno (…) que nace de sus ovarios casi infantiles”. Pero era la primera vez que el diario ignoraba deliberadamente la posible sanción de una ley crucial para una parte importante de la ciudadanía. Una cobertura anti derechos me hubiera resultado menos chocante que el silencio.
Empecé a leer el diario en 1995 o 1996, en unas vacaciones con mis padres. Cuando escribo “el diario”, me refiero a La Nación, que llegaba todas las mañanas. No se me hubiera ocurrido buscar otro. Tuve algunas dificultades iniciales: para entender el diario había que saber que “El Mundo” viene primero, y “Política” después, que “Deportes” y “Espectáculos” vienen en secciones separadas, había que ubicar Croacia y Bosnia en el mapa e identificar a Eduardo Bauzá (jefe de Gabinete de Ministros) y Julio Nazareno (presidente de la Corte Suprema). A leer el diario también se aprende. Durante el año se estableció una rutina. Lo leía primero mi padre, después lo hojeaba yo mientras desayunaba, mi madre se lo llevaba al trabajo. Fue una buena época de La Nación: los Saguier habían llegado a la dirección y habían contratado a un grupo de jóvenes cronistas de Página 12, rigurosos y desacartonados. El diario se mostraba preocupado por la libertad de prensa y la corrupción, estaba bien escrito, y supongo, reflejaba en parte la cosmovisión de mi familia y por eso me resultaba cómodo.
Yo estaba en el secundario y no sabía nada de “La política mirada desde arriba: Las ideas del diario La Nación, 1909 -1989”, el libro en que el sociólogo Ricardo Sidicaro analiza cómo los editoriales del diario “liberal-conservador”, en sus palabras, se sitúan por encima del juego político cotidiano, advirtiendo tanto a dirigentes como a ciudadanos y ciudadanas sobre el camino correcto para la Argentina, un tono entre pedagógico y desapasionado. Tampoco sabía nada sobre el contrato de lectura, como Eliseo Verón llama al acuerdo tácito entre medios y lectores. Para Verón, “el éxito” de un medio gráfico “se mide por su capacidad de proponer un contrato” y hacerlo evolucionar “de modo de “seguir la evolución sociocultural de los lectores preservando el nexo”. Pero acepté el contrato propuesto por La Nación, que me acompañó, con altibajos, hasta hace algunas semanas.
Leí otros diarios: Página/12 en la universidad, Clarín como productora de televisión. Pero me parecían incómodos, incompletos. Nunca me acostumbré al formato ni al tono, irónico en Página, de una confianza que me parecía impostada en Clarín. La Nación mantenía la distancia. Aunque leía noticias online, cuando me fui a vivir sola coordiné para que me llegara sábado y domingo, debajo de la puerta, temprano, como en la casa paterna.
A mediados de los 2000, el tono lejano y desinteresado cambió. Como me dijo una vez un periodista del diario, “dejamos de ser el espectador que mira la política desde el ringside con un whisky en la mano y una chica de cada lado, a subirnos al ring, en pantaloncitos y con protector bucal, a repartir y a recibir golpes”. Dejaron de mirar la política desde arriba. La cobertura de política fue lúgubre de 2008 a 2015 y celebratoria de 2015 a 2019. La Nación no solo no era objetivo, algo que a esta altura no sorprendería a nadie, si no que no pretendía serlo. Aun así, la nostalgia, la práctica en el manejo del diario y la costumbre me mantuvieron fiel. No soy la única: como encontramos en una investigación con Pablo Boczkowski y Facundo Suenzo, el apego al papel, las rutinas personales y los rituales familiares, más que el contenido, son los principales motivos de quienes siguen leyendo noticias impresas.
Cuando empezó la pandemia me suscribí a la versión online, un pacto tal vez más demandante que la compra habitual del diario en papel. Más que la adquisición de un objeto discreto, la suscripción parece ser un servicio continuo del que esperamos cosas, y que suspendemos ante cualquier incumplimiento. En junio de 2020, el New York Times publicó una columna del senador republicano Tom Cotton que proponía que los militares “reestablecieran el orden” en las protestas de Black Lives Matter (las vidas de los negros importan). Los lectores protestaron con el bolsillo: el diario nunca tuvo tantas cancelaciones de suscripciones como en las horas siguientes a la publicación del artículo. El editor de la sección de opinión, James Bennet, fue invitado a renunciar.
En internet, leía más artículos de La Nación y le prestaba más atención a la portada. Todas las semanas hay una nota sobre alguien que se fue a vivir a España, Qatar o Carolina del Sur y encuentra que es más feliz, gana más plata o tiene menos miedo. Una familia de argentinos comentaba que en Arabia Saudita “se aprende a respetar al prójimo”. La Nación no solo no mira más la política desde arriba, se convirtió en un taxista deprimido que te cuenta lo bien que le va a su cuñado en Italia y termina su monólogo con la frase “¿y qué querés, en este país?” La contratación de ciertas figuras para el canal del diario indican que el ring les gusta más que la platea y aspiran a quedarse ahí. El tratamiento de la legalización de la interrupción del embarazo fue pobre. En 2018, con la misma postura, le habían dedicado más espacio y profundidad. Los títulos sobre vacunas parecen escritos para sembrar pánico en la población. Y ni la China Suárez ni Juliana Awada me interesan tanto. Vi mi nombre de usuario en la esquina superior derecha de la portada y decidí desuscribirme.
Hay medios nuevos que me convocan más. Son rigurosos y están bien escritos. Pero no existen en papel, así que los domingos va a seguir llegando La Nación a casa, a acompañar el desayuno. A veces no lo leo en todo el día, a veces lo abro y me enojo, como hacía mi padre. Algunos contratos no son tan fáciles de romper.
*Eugenia Mitchelstein es profesora asociada en el Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad de San Andrés. Su trabajo de investigación se enfoca en medios, ciudadanía y participación política. En Twitter es @ugemitch
Fuente: La Agenda Revista