Por: Gustavo Fontanals*
Al igual que Carlos Menem y Néstor Kirchner, Cristina Fernández elige el final de su mandato para intervenir en la configuración del mercado de las telecomunicaciones y radiodifusión. El proyecto Argentina Digital replica la principal falencia del marco normativo vigente: la capacidad discrecional del Ejecutivo sobre la toma de decisiones sectoriales, excluyendo a otros canales institucionales.
El Gobierno volvió a sorprender esta semana a propios y extraños con el anuncio del envío al Congreso de un Proyecto para una nueva Ley Nacional de Telecomunicaciones, al que denominó Argentina Digital. El mismo busca englobar bajo una misma normativa al vasto campo de las Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (TIC), alentando la confluencia de redes de telecomunicaciones fijas, móviles y satelitales para la prestación de servicios de transmisión de voz, audio, video y datos en general. Y que, a diferencia de lo que sucede actualmente, permite a las empresas de telecomunicaciones ingresar en radiodifusión, especialmente a TV paga, habilitando así la denominada convergencia tecnológica (el Triple o Cuadruple Play, la provisión de todos los servicios por parte de un mismo proveedor). El texto modifica en ese punto a la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA), aunque se cuida en remarcar que no contempla la regulación de radiodifusión y generación de contenidos, que seguirán bajo la órbita de la LCSA.
Nos proponemos aquí un análisis político institucional, que pase revista a las motivaciones potenciales y a los principales ejes regulatorios, para terminar enfocando en el esquema de toma de decisiones que emerge del proyecto. Por una cuestión de espacio, no nos dedicaremos a su desglose, para lo cual recomendamos los análisis de Juan Gnius, Fernando Krakowiak y Martín Becerra.
Los tiempos de la política
No deja de ser llamativo el momento elegido por el Gobierno para anunciar el proyecto. Por un lado, es entendible que se decida a avanzar antes del fin de su mandato en un campo de alta trascendencia y que presenta notorias falencias. Como referimos al analizar la convocatoria a la licitación de espectro, cuando se mira retrospectivamente las políticas de telecomunicaciones en la región se observa una fuerte coincidencia: los gobiernos salientes buscan cerrar las asignaciones u otras decisiones sectoriales de importancia que tienen al alcance de la mano. Esto les permite recaudar fondos fiscales y/o poner sobre la mesa su capacidad para intervenir en la conformación del mercado, condicionando la actuación de otros actores involucrados. En el caso argentino, eso se registró al final del Gobierno de Menem con su intención de reglamentar la liberalización de las telecomunicaciones y la convocatoria a la última licitación de espectro, o incluso estirándonos un poco al final del mandato de Néstor Kirchner con la sanción de la LSCA.
En este caso en particular no se trata específicamente de fondos fiscales (los que sí vienen con la subasta de espectro también en marcha), pero sí permite al Gobierno poner en evidencia su capacidad para avanzar sobre la configuración del sector, condicionando al resto de los actores involucrados. Lo que, como marcamos, no sólo impacta sobre telecomunicaciones, sino también sobre radiodifusión. Un poder considerable para un Gobierno amenazado por el "síndrome del pato rengo".
Por otro lado, no puede pasar desapercibido que el anuncio se haya hecho tan sólo dos días antes de que se concrete la mayor subasta de espectro de la historia, dado que implica un cambio radical del marco normativo al que se verán sujetas las empresas adjudicatarias. El Gobierno no dio ningún indicio de que evaluara avanzar con una nueva ley, ni abrió ninguna instancia de intercambio previo con los actores interesados, al menos públicamente (a diferencia del extenso proceso de foros federales de la LSCA). Esto ha dado lugar a dos interpretaciones distintas. Por un lado, que el proyecto y la habilitación del ingreso a TV paga es una herramienta de cambio de último momento con las telcos, que se mostraban renuentes a pagar en dólares por la subasta de espectro. O por el contrario, que las telcos ven con desconfianza el sorpresivo anuncio de cambio normativo a días de la subasta, por el que se sienten perjudicadas, planteando dudas sobre su participación. Poco podremos clarificar aquí sobre las intenciones mentadas de los decisores, pero no se puede negar que se trata de una coincidencia de tiempos sorprendente. Por otro lado, el proyecto parece redactado con alto nivel de generalidad, derivando gran parte de sus aspectos centrales a la reglamentación posterior, lo que lleva a preguntarse si no pasó muy rápidamente de los cajones a la mesa de negociaciones. Eso hace probable que reciba modificaciones y/o especificaciones de importancia durante el tratamiento legislativo.
Los ejes de la política
El Gobierno justificó el proyecto como respuesta a dos falencias notorias, que eran resaltadas por diversos sectores y pesaban sobre sus hombros: la existencia de un marco sectorial vetusto y fragmentado, que no da cuenta de los cambios registrados ni logra afrontar las evidentes falencias en la prestación de los servicios; y la exclusión de la convergencia tecnológica en la Ley Audiovisual. En este sentido, se propone reemplazar la totalidad de las normas que regulan el sector, que tienen como base el Decreto-Ley de Telecomunicaciones sancionado en 1972 por el Gobierno de Lanusse, complementado por una sucesión de regulaciones ad hoc que se fueron acumulando por más de 40 años (entre las que se destacan los contratos de privatización de ENTel y el Decreto 764/00 de Liberalización de las Telecomunicaciones).
Y apunta a incorporar buena parte de las recomendaciones y/o prácticas en boga para el sector a nivel mundial y regional, entre las que se destaca la consideración de las TIC como un derecho humano a ser solventado como servicio público por parte de operadores en competencia (privados, cooperativos y/o públicos), bajo la tutela de un Estado planificador que se sustenta en un fuerte poder regulador e interventor. Así, el Estado tiene la capacidad para otorgar o quitar las licencias de prestación de servicios o de uso del espectro radioeléctrico, direccionar recursos de inversión en redes por medio del programa de Servicio Universal y de la Coordinación con los gobiernos provinciales o municipales, fijar las tarifas mayoristas y finales, determinar si algún operador es preponderante e imponerle una serie de medidas asimétricas para contrarrestar su dominio, entre otras. Debemos destacar, sin embargo, que muchas de estas capacidades se encuentran enunciadas pero sin que se defina sus formas concretas de aplicación, las que se derivan a su reglamentación posterior por parte de la Autoridad de Aplicación.
A su vez, el proyecto reincorpora otra serie de medidas regulatorias que ya están presentes en la normativa por el Decreto 764/00, como las obligaciones de interconexión entre prestadores y de desagregación del bucle final o del abonado a precios regulados. Medidas que, remarquemos, han tenido una aplicación precaria o nula por más de una década, bajo la propia decisión del Gobierno. Y que, aunque positivas, presentan ahora un impacto menor frente a un mercado maduro con grandes operadores consolidados, y en el que el cambio tecnológico quitó atractivo a las redes locales de pares de cobre de las grandes operadoras.
La convergencia tecnológica
A esto se suma uno de los puntos centrales que introduce el proyecto: la convergencia. Como analizamos en esta columna, el desconocimiento de la convergencia en la LSCA conllevó un fuerte desincentivo para el desarrollo de las redes cableadas, provocando que las principales empresas del sector (las grandes telefónicas pero también las principales cableras) pusieran un freno a su actualización tecnológica. Eso nos llevaba concluir la conveniencia de una normativa que distinguiera entre distribución y generación de contenidos, regulando en forma diferenciada cada esfera. Algo que, de forma un poco más laxa, propone este proyecto: no impide a las propietarias de las redes participar en la generación de contenidos, pero les exige la conformación de unidades de negocio separadas, prohibiendo la aplicación de ventas atadas, subsidios cruzados y otras "prácticas anticompetitivas".
Hay dos características fundamentales que se deben tener presente respecto a las redes de telecomunicaciones en la actualidad. Por un lado, que tras la digitalización la distinción histórica entre redes de telecomunicaciones y de TV por cable perdió sentido: con mayor o menor capacidad, ambas transportan datos, que pueden corresponder a diversos servicios. Eso determina que la convergencia sea inexorable, y hace obtuso pretender separar por ley aquello que la tecnología ha puesto junto. Pero hay otro dato crucial: la importancia de las economías de escala (a mayor cantidad de usuarios servidos, menores costos; a mayor tamaño de empresa, mayor capacidad de afrontar inversiones de envergadura con altos costos hundidos). De este modo, tanto por tamaño como por capacidad de diferenciación, existe una fuerte tendencia a la consolidación y concentración del mercado.
Frente a ello, la mejor forma de frenarla no es la imposición de límites normativos a los servicios y la cobertura de las redes, sino propiciar lo más posible la competencia de infraestructuras. Y es aquí que el Estado retoma una función esencial: se requiere una regulación pública que limite el abuso de posiciones dominantes, con foco en medidas de asistencia asimétrica para impulsar la competencia o, en su defecto, un control efectivo sobre el prestador preponderante o monopólico.
Es aquí donde se justifican muchas de las herramientas regulatorias introducidas en el proyecto, como la desagregación de redes, la prohibición de subsidios cruzados y la capacidad de imponer regulaciones asimétricas a los actores dominantes. A su vez, el proyecto mantiene la vigencia de las limitaciones de cobertura introducidas por la LSCA (el máximo de 24 licencias y el tope de 35 % del mercado nacional). Eso refuerza la posibilidad de que las telefónicas opten por concentrar su incursión en TV paga en las localidades más rentables, los principales centros urbanos, en los que obtendrían mayor valorización de las necesarias inversiones de red (hay que remarcar que para brindar IPTV se requiere de una conexión de banda ancha robusta, que permita transmitir señales de video a más de un televisor junto con el uso cotidiano que se haga de Internet). Por otro lado, tampoco hay que descartar que las grandes telefónicas se decidan por un sistema de TV satelital DTH al estilo de DirecTV, algo por lo que ya han optado en otros países de la región y que les permitiría contar con una única licencia con cobertura en todo el país.
Por otro lado, el proyecto no incorpora la principal demanda de los cableoperadores respecto a la convergencia, que ya fue aplicada en varios países: un período de transición que les permita tanto adaptar sus redes a servicios digitales como acceder a una cuota del mercado de telecomunicaciones antes de la apertura a la competencia.
El problema político-intitucional
Hay una salvedad crucial al proyecto con la que queremos concluir el análisis. Se trata de la forma en la que se replica la principal falencia del marco normativo vigente: la capacidad discrecional del Ejecutivo sobre la toma de decisiones sectoriales.
El Proyecto deriva a la Autoridad de Aplicación que designe el Ejecutivo la capacidad para tomar todas y cada una de las potestades de regulación que se le asignan al Estado. No se le pone nombre, pero se puede inferir que se trataría de una Secretaría o incluso un Ministerio de Comunicaciones. A la vez, se le adjudica a esa autoridad la capacidad para definir la reglamentación concreta de la mayoría de sus capacidades de regulación, y para modificarla. De este modo, a diferencia de lo que sucede en otros casos citados como referencia en el proyecto, no se prevé la conformación de un órgano de aplicación y regulación autónomo (como el Instituto Federal de Telecomunicaciones de México), de un organismo colegiado que contemple la integración de otros actores (como por ejemplo fue concebido el AFSCA con directores nombrados por la oposición) ni ningún otro canal institucional que contemple el acceso de otros organismos públicos (como el Congreso) o sociales (colegios profesionales, representantes académicos, asociaciones de usuarios o consumidores, etc) ni de los operadores del servicio. Tampoco se prevé, como en el caso de Colombia, la realización periódica de audiencias o consultas públicas, ni la presentación de agendas de trabajo.
De este modo, se vuelve a otorgar la plena capacidad de la toma de decisiones sobre las políticas sectoriales a la cúpula del Gobierno, y no sólo del presente sino también de los que le sigan. Y el problema principal no es la dependencia de lo correctas o erradas que sean las intenciones del Gobierno de turno. La experiencia de las décadas pasadas ha mostrado que esa concentración de la capacidad de decisión no significa la exclusión del resto de los actores interesados (entre los que se destacan las grandes operadoras). Sino que más bien resalta la conformación de un esquema de negociaciones informales con centro en la alta jerarquía política del sector: el Ministro de Planificación, el Secretario de Comunicaciones y sus intercambios con otros altos funcionarios del gobierno y con otros actores públicos o privados que coyunturalmente logran acceso. Un esquema del que por norma no emerge información pública, quitando toda posibilidad de transparencia y accountability. Y que aumenta considerablemente las oportunidades de captura del decisor y/o del regulador, que muchas veces quedan sujetos a intereses particulares de corto plazo (sean políticos, sean de negocios) que se imponen sobre objetivos sectoriales o sociales de más largo plazo. Es sobre ese punto que debemos llamar la atención, y sobre el que sería interesante que los legisladores pongan una señal de alerta.
*Politólogo. Investigador UBA. Especialista en telecomunicaciones
Fuente: Bastión Digital