Por: Pablo Sirvén
Las ovejas descarriadas deben ser reconducidas a su corral, pero no conviene que esa tarea quede a cargo del lobo feroz. Algo similar sucede con el periodismo argentino, que hoy está cumpliendo dos siglos de existencia
Por supuesto, los que trabajamos en los medios tenemos todavía mucho que revisar y corregir, pero no parece ser el actual gobierno el más indicado para darnos clases de periodismo, materia cuya sola mención le produce intensa urticaria.
Tan importante aniversario (200 años de labor ininterrumpida) sorprende al periodismo argentino en su momento más oscuro desde la restauración de la democracia, en 1983. Es verdad que cualquiera puede todavía decir y escribir lo que quiera, pero lo cierto es que debe hacerlo en un clima de creciente agresión (escraches, pintadas o afiches anónimos, declaraciones intemperantes...).
El peor legado que dejará la era kirchnerista en materia de libertad de expresión, con todo, no será el diario hostigamiento verbal a medios y a periodistas desde lo más alto del poder, inédito en su persistencia desde el fin de la última dictadura militar, sino la captación mediante estímulos económicos o la prédica pertinaz, casi a manera de adoctrinamiento cerril, de personas y personajes que en otros contextos supieron ser honorables y lúcidos.
Esas personas ahora se han transfigurado, en el mejor de los casos, en ingenuos ganados por la causa oficial y, en el peor, transfugado como militantes enfáticos de una gestión que les da de comer y que, en no pocos casos, los ha vuelto prósperos cuentapropistas bendecidos por el pluriempleo superlativamente remunerado. Desde luego, no se incluye en el grupo que se acaba de describir a los muchísimos ciudadanos que, convencidos, avalan el proyecto político que gobierna desde 2003 y que merecen la debida consideración.
Una consideración que, llamativamente, los máximos referentes de "el modelo" (como gustan llamar a su proyecto político), Néstor y Cristina Kirchner, no suelen tener siquiera con su propia y creciente tropa mediática. En efecto: en sus diatribas constantes y despectivas a la "corporación mediática" ni siquiera hay, alguna vez, una distinción hacia aquellos periodistas que sólo aplauden cada uno de sus gestos.
Acaso el único reconocimiento presidencial en este sentido haya sido a los periodistas desaparecidos durante la dictadura, periodistas que ya no están entre nosotros.
Más llamativo resulta todavía que ese dócil grupo en aumento de periodistas (o, más bien, "prenseros") oficialistas festeje y avale alborozado cada uno de esos ataques indiscriminados contra la prensa. ¿Es, tal vez, un tácito reconocimiento de que han dejado de ser periodistas para convertirse en meros divulgadores revulsivos o propagandistas entusiastas de la prédica oficial?
Algo de eso hay: el conductor de un risueño programa televisivo nocturno de menudencias y el más renombrado columnista de un ciclo diario del canal oficial se reivindican desde hace poco con cierto orgullo como "ex periodistas". Sólo así se entiende que sean impermeables a los denuestos del matrimonio presidencial. Kirchner y señora también los ignoran a ellos con esos silencios despectivos que dicen mucho más que las palabras altisonantes.
Las paradojas se atropellan unas con otras de manera sorprendente: no pocos de los que hoy integran gustosos la claque oficial vituperaron durante años (lo siguen haciendo) a Bernardo Neustadt, al que siempre acusaron de haber sido oficialista de varios gobiernos. Más: ciertos sectores autodenominados generosamente "progresistas" que, efectivamente, sufrieron en los turbulentos años 70 injustos exilios, censura, persecución y marginación por sus maneras de pensar traicionan hoy escandalosamente su propia historia propiciando el férreo disciplinamiento de los contenidos periodísticos. Dictan cátedra de qué se debe decir y cómo; atribuyen intenciones aviesas a todo contenido que se aparte dos milímetros del evangelio K acusándolo de "destituyente" y dan fundamento seudointelectual a las huestes de bloggers y twitteros ad honórem y rentados que cada minuto del día salen a rebatir desde la difamación o la argumentación precaria cualquier cosa mínimamente negativa que se diga o se escriba sobre el Gobierno.
Todavía hay una paradoja mayor: durante la última dictadura militar había en la por entonces monopólica TV estatal unos funcionarios que aun vestidos de civil exudaban evidente prosapia castrense, a los que se los llamaba pomposamente "asesores literarios". Su labor consistía en revisar cada letra y cada coma de los libretos que se iban a representar para tachar cualquier tipo de inconveniencia que pudiese incomodar al régimen militar. Veteranos del medio recuerdan cómo se las ingeniaban, cuando tenían que someter a la autorización de estos sujetos la conformación de algún elenco: encabezaban sus listas con señuelos obvios para que estos nefastos censores se abalanzaran sobre ellos a tacharlos de inmediato, mientras que los actores que verdaderamente les interesaba convocar, pero que podían ser cuestionados, iban mezclados más abajo con otros más potables, y así pasaban.
¿No es una perversa metáfora de la historia que aquellos perseguidos de entonces hoy se constituyan en virtuales y voluntarios "asesores literarios" del kirchnerismo para objetar del derecho y del revés cada nota, columna o hasta tweet (que apenas tienen un máximo de 140 caracteres) que puedan incomodar a este gobierno?
La nefasta censura, que se enseñoreó durante décadas en la Argentina con oprobiosas listas negras de artistas, películas y libros, fue abolida a partir de la asunción presidencial de Raúl Alfonsín. En los 90, el periodismo político se atrevió a destapar las peores ollas de la corrupción menemista. Por entonces también sucedió algo realmente paradójico: nunca antes el periodismo había brindado una radiografía tan precisa de los ilícitos políticos y económicos del poder. Sin embargo, no hubo un correlato judicial acorde con todas esas gravísimas denuncias y conocimos entonces una nueva perversión estatal: la impunidad cínica.
Hubo, pues, previsible desencanto por unos años del periodismo de investigación mientras sucedían peores cosas en la Argentina (la aguda recesión de fines de los 90 y, a continuación, la abismal catástrofe social, política y económica desatada en 2001).
La porfiada decisión de reescribir la historia desde cero del matrimonio Kirchner a partir de 2003 se construyó sobre sucesivas negaciones: la economía NO mejoró a partir del interinato de Duhalde; los derechos humanos NO fueron preocupación de ningún gobierno anterior; la Argentina del Centenario NO fue próspera y la proyección sobre el Cabildo, en las celebraciones del Bicentenario, NO incluyó imágenes de Sarmiento ni de Mitre porque son figuras que no están bien vistas en el actual catecismo oficial.
Pero también echó sus bases sobre otras afirmaciones: el proyecto político iniciado en 2003 constituye el mejor gobierno de la historia; los militares son malos; los curas también; últimamente la Justicia, asimismo, cayó en desgracia, y, por supuesto, los medios y los periodistas que critican son enemigos acérrimos desde la primera hora.
Se machaca con el sonsonete de la "corporación mediática" para inculpar a un conglomerado de medios que compiten entre sí y que no arman su agenda informativa en una misma mesa y de manera conspirativa, porque fastidian con sus enfoques críticos. No hay que olvidar que los Kirchner provienen de Santa Cruz, donde predominó la prensa oficialista subsidiada desde el Estado y se redujo casi hasta la inexistencia cualquier voz disonante. El pecado de la "corporación mediática" es su alto grado de repercusión que obtiene por parte de la gente que la consume por puro gusto o afinidad.
Es que es el único "piolín" que el Gobierno aún no puede manejar, y por eso sangra por esa herida que quiere suturar como sea (agitación política en torno del juicio de filiación de los hijos de la dueña de Clarín , acoso a Papel Prensa, la ley de medios, etcétera).
Nada se habla, en cambio, de "la otra corporación mediática", un conglomerado multimediático de diarios, revistas, radios, prensa gratuita, canales de TV, periodistas, artistas y otros referentes, más la abultada publicidad oficial repartida discrecionalmente, el Fútbol para Todos y la TV digital estatal, que ya llega y que engruesa día a día un aparato estatal y paraestatal de comunicación bastante irregular y oneroso para el erario. Salvo 6 7 8 (una suerte de versión humorística del noticiero procesista por excelencia, 60 minutos ), que ha logrado cierta repercusión, ninguno de los medios creados a la sombra de empresarios amigos ha logrado más que una mínima influencia por fuera de sus reducidos públicos.
No obstante, la prédica envenenada contra la prensa ejercida sistemáticamente las 24 horas del día por los realmente convencidos y los que Perón denominaba acertadamente "idiotas útiles" colocan al periodismo en el banquillo de los acusados como sospechoso de todos los males: no hay inseguridad, no hay inflación ni falta el gas, sólo son pérfidas "sensaciones" maquiavélicamente impuestas por los malvados periodistas.
En tan inquietante contexto, 200 años después del primer número de la Gazeta de Buenos-Ayres , se comprenderá por qué no hay mucho para festejar: acá estamos entrampados discutiendo temas que se pensaban superados hace décadas y con un lobo feroz al acecho para dar nuevos zarpazos en el momento menos pensado.
Fuente: Diario La Nación